El
anarquista y el Presidente/Silvio Waisbord, profesor de la Escuela de Ciencias de la Información y Asuntos Públicos de la Universidad George Washington.
© Project Syndicate, 2012.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Publicado en La
Vanguardia |8 de septiembre de 2012
Una
de las lecciones claves del caso de Julian Assange es que los Estados no son
intranscendentes para el periodismo.
Cuando
WikiLeaks apareció en la escena mundial de noticias, fue recibido como un
fenómeno original: una forma innovadora de periodismo que contrarrestaba el
poder de los Estados al desafiar su capacidad para suprimir las noticias
críticas y publicar información sobre temas delicados. WikiLeaks aprovechó las
posibilidades de las tecnologías digitales para burlar la censura oficial y,
gracias a información filtrada, difundió información que varios gobiernos
deseaban mantener secreta.
Como
consecuencia, se consideró a Assange la encarnación de un nuevo tipo de
periodista “anarquista,” capaz de saltar las fronteras estatales y atemorizar a
los funcionarios gubernamentales (o al menos volverlos más cautos en sus cables
diplomáticos). Los defensores de WikiLeaks se apresuraron a celebrarlo como un
ejemplo de periodismo crítico que escapa al control estatal.
Sin
embargo, los problemas legales internacionales de Assange muestran no sólo el
persistente poder del Estado sino que aun es fundamental para el periodismo. El
Estado no es una reliquia de tiempos pasados, desplazado por mecanismos
globales de rendición de cuentas. La mano visible del Estado (en realidad,
varios Estados) es omnipresente en este embrollo diplomático.
El
hecho de que el Presidente del Ecuador, Rafael Correa, haya aparecido como
aliado principal de Assange es profundamente irónico. Correa, que ha apretado
las clavijas a la prensa de su país, no es precisamente el portaestandarte de
la tradición libertaria de la prensa que ejemplifica Assange, representante por
antonomasia del periodismo “sin Estado”. Encarna más bien una nueva versión de
una antigua tradición de presidentes populistas latinoamericanos, tristemente
famosa por su intolerancia con la disidencia y que echa a mano a diversas
estrategias para reducir el volumen de las críticas.
El
regreso del populismo a Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela en
el último decenio ha infundido nuevo vigor a una concepción maniquea de la
prensa: se consideran las organizaciones periodísticas “leales” o “enemigas”.
Los periodistas son el brazo comunicacional del Gobierno o el enemigo al que se
debe atraer o controlar. La idea de que la prensa deba velar por la rendición
política de cuentas, informar al público y fomentar un gobierno receptivo a la crítica
es ajena a la convicción populista que identifica el “buen periodismo” con los
escribas aduladores.
Los
dirigentes populistas de América Latina siguen una larga tradición de “l’État
c’est moi” (“el Estado soy yo”): el Presidente como la encarnación del Estado.
Se utilizan los recursos de los medios de comunicación públicos para fortalecer
al Ejecutivo en lugar de servir al interés público, y los presidentes recurren
a “leyes-mordaza” para silenciar a los críticos reales y potenciales.
Así,
en sus frecuentes emisiones radiotelevisivas nacionales, los presidentes
populistas arremeten contra los periodistas que se atreven a exigir información
o critican las políticas públicas, actitud que contradice claramente su propia
retórica que defiende el periodismo ciudadano y el poder comunicacional
popular. Premian generosamente a la prensa amiga mientras castigan al
periodismo critico o cualquier medio de comunicación que se niegue a aceptar
los dictados oficiales.
Correa
ha recurrido a una larga lista de insultos llamativos para caracterizar a la
prensa y a los periodistas. De hecho, ha escrito virtualmente el manual para
desalentar el tipo de periodismo propugnado por WikiLeaks. Por ejemplo, ha
demandado ante la Justicia y solicitado daños y perjuicios multimillonarios a
periodistas que investigaron la corrupción en su gobierno y columnistas que lo
criticaron. Además, su gobierno ha propuesto una nueva ley sobre los medios de
comunicación que concede un gran poder a los funcionarios públicos para que
determinen que se puede publicar: lo opuesto precisamente al tipo de libertad
ilimitada que WikiLeaks simboliza.
De
igual modo, Correa ha ordenado a miembros de su gabinete que anulen la
publicidad oficial de los medios de comunicación que considera sus adversarios,
como si la utilización de los recursos públicos debiera estar sujeta a los
cálculos de costos y beneficios personales. Insistiendo que nadie puede
inmiscuirse en los asuntos internos del Ecuador, el gobierno de Correa lanzó
una ofensiva frontal contra la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión
de la Organización de Estados Americanos.
Así,
pues, las acciones de Correa con la prensa no son exactamente un dechado de
apoyo al periodismo colaborador, crítico y abierto fomentado por WikiLeaks. En
realidad, resulta difícil imaginar que Correa hubiera acogido a Assange, si
WikiLeaks hubiese revelado secretos de Estado ecuatorianos, en lugar de las
indiscreciones e intrigas de la diplomacia estadounidense.
Sin
embargo, la novela de Assange ya ha arrojado un balde de agua fría a la idea de
un “hacktivismo” sin ley que existe más allá de las fronteras estatales. La
aparente anarquía de Internet y las noticias digitales contribuyeron a un
pujante movimiento mundial de activistas digitales empeñados en dejar al
descubierto el funcionamiento interno de los gobiernos y las grandes empresas.
Montado sobre la idea del poder global de los ciudadanos, este movimiento se
topa, sin embargo, con el persistente poder del Estado.
Afortunadamente
para Assange, un Presidente ha estado dispuesto a lanzarle un salvavidas cuando
nadaba las turbulentas aguas del derecho internacional. Lamentablemente para el
movimiento que representa, su caso significa que aun el arquetipo de periodista
anarquista, ahora refugiado en la embajada del Ecuador en Londres, necesita la
protección del Estado.
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