El
País | 21 de agosto de 2014
La
proclamación de un nuevo califato el pasado 29 de junio de 2014 ha sorprendido
a propios y extraños, tanto en los países occidentales como en el propio mundo
árabe. Y su brutalidad, que ha mostrado su lado más perverso con el asesinato
del periodista James Fowley, ha despertado ya todas las alarmas. Abubaker al
Bagdadi, que ahora se hace llamar califa Ibrahim, es el artífice del fulgurante
ascenso del Estado Islámico, que domina buena parte de Siria e Irak.
Desde
la caída de Mosul, el Estado Islámico no ha dejado de ganar posiciones tomando
plazas estratégicas en torno a Bagdad y amenazando Erbil, la capital del
Kurdistán autónomo, lo que ha constatado la descomposición del Estado iraquí. Este
creciente poderío ha obligado al presidente estadounidense Barack Obama a
abandonar su tradicional mutismo y autorizar ataques selectivos para contener
el avance yihadista.Con este movimiento del todo insuficiente intenta redimirse
de su nefasta gestión del dossier sirio, ya que ha sido precisamente el vacío
de poder provocado por la guerra civil el que ha permitido la irrupción del
Estado Islámico. Como advirtiera hace dos años el International Crisis Group:
“La guerra siria ofrece a los salafistas un entorno propicio: violencia y
sectarismo, desencanto con Occidente, líderes seculares y figuras islámicas
pragmáticas, así como acceso a la financiación del golfo Árabe y el saber hacer
militar yihadista”.
Si
bien es cierto que Al Qaeda no tenía presencia en territorio sirio antes de
marzo de 2011, también lo es que aprovechó la guerra para implantarse sobre el
terreno. En un vídeo difundido en febrero de 2012, su líder Ayman al Zawahiri
invitó a todos los musulmanes a acudir a Siria para combatir al régimen
“apóstata” de Bachar el Asad. El desembarco de Al Qaeda en Siria se realizó por
medio de su franquicia local: el Frente al Nusra. Sin presencia en los primeros
compases de la contienda fue precisamente la inmovilidad de la comunidad
internacional y la regionalización del conflicto lo que provocó un efecto
llamada entre los yihadistas internacionales paralelo a la progresiva
sectarización de la guerra siria. Este proceso se debe a varias razones, pero
quizá la más relevante es el respaldo de los países del Golfo a las facciones
islamistas ante la pasividad de los países occidentales.
En
realidad, el Frente al Nusra no era otra cosa que la rama siria del Estado
Islámico de Irak comandado por Abubaker al Bagdadi. No obstante, las relaciones
se tensaron cuando este último anunció la fusión de ambos grupos el 8 de abril
de 2013. Unos meses más tarde, el propio Ayman al Zawahiri intercedió en la
disputa exigiendo que cada grupo se centrara en su propio país de origen, orden
que no fue acatada por Bagdadi. Desde entonces, ambos mantienen un enconado
enfrentamiento por el control del movimiento yihadista internacional. De hecho,
la conquista de una base territorial por parte del Estado Islámico y el
establecimiento de un nuevo califato representan una amenaza sin precedentes
para Al Qaeda, que ve peligrar su monopolio de la ideología yihadista detentado
desde los atentados del 11-S.
El
principal objetivo del Estado Islámico no es sólo restablecer un califato
regido por la sharía,sino también imponer su disparatada interpretación del
islam basada en una lectura extrema del wahabismo. Para tratar de justificar su
guerra sin cuartel contra el régimen alauí sirio y contra el Gobierno chií
iraquí aluden a hadices atribuidos a Mahoma y a ciertas aleyas coránicas como
la que reza: “Combate a los politeístas tal y como ellos te combaten a ti”
(9:39). A los cristianos se les ofrece elegir entre el pago de un impuesto de
capitación, la conversión al islam o la expulsión. Otras religiones minoritarias
como el yazidismo han corrido todavía peor suerte al no ser consideradas
religiones monoteístas reveladas, por lo que deben ser, simple y llanamente,
erradicadas de la faz de la tierra.
Todos
estos planteamientos forman parte del ADN de cualquier formación yihadista.Lo
que les hace especialmente peligrosos es que ahora el Estado Islámico tiene una
base territorial en la cual pasar de la teoría a la práctica. En Siria han
logrado conquistar las provincias de Raqqa y Deir al Zor, aunque también tiene
presencia en Idlib y Alepo. En Irak ha logrado avances aún más espectaculares
en las provincias de Al Anbar y Nínive, aprovechando el hartazgo de la
población suní hacia el Gobierno sectario de Nuri al Maliki, recientemente
desalojado del poder por quienes antaño fueran sus principales protectores:
Estados Unidos e Irán. Su objetivo final sería redibujar las fronteras
establecidas un siglo atrás por británicos y franceses en los Acuerdos de
Sykes-Picot. No obstante, su osadía tiene límites, ya que de manera significativa
no han cuestionado la existencia de las petromonarquías del golfo Pérsico, que
durante la última década han financiado generosamente a los grupos yihadistas
con el pretexto de contener el avance de Irán en la región.
El
principal éxito del Estado Islámico radica, por tanto, en haber triunfado allí
donde Al Qaeda fracasó. No sólo representan una organización yihadista
transnacional con una creciente facilidad para captar a islamistas de
diferentes nacionalidades (incluidos españoles), sino que han sido capaces de
conquistar una base territorial en la cual proclamar su propio califato.
Además, disponen de una eficaz red de financiación que les aporta abundantes
recursos materiales gracias a su control de campos petrolíferos y a los
impuestos que recaudan en las zonas bajo su autoridad, sin olvidarnos de la
extorsión a los hombres de negocios y a las minorías confesionales a las que
requisan sus pertenencias. Sólo en la toma de Mosul las huestes del Estado
Islámico se hicieron con 400 millones de dólares provenientes del Banco
Central. Dichos recursos les permiten adquirir material militar y pagar las
soldadas de sus milicianos, pero también distribuir alimentos entre la
población y abrir centros de predicación para captar nuevos adeptos. En las
madrazas que han establecido, la educación se reduce al Corán, la sunna y las
tradiciones de los califas ortodoxos con contenidos plagiados de los textos
escolares saudíes.
Los
brutales métodos empleados por el Estado Islámico parecen haber generado un
rechazo unánime, no obstante, la respuesta de la comunidad internacional no ha
estado, ni mucho menos, a la altura de las circunstancias. Los coches bomba y
los atentados suicidas empleados en el pasado han dejado lugar, a medida que
controlaban cada vez mayores porciones de territorio, a las ejecuciones
sumarias, las decapitaciones públicas e, incluso, la crucifixión de infieles,
todo ello con el objeto de extender el terror entre sus rivales. Tras la toma
de Mosul se ha intensificado la espiral de violencia, registrándose un éxodo
masivo entre la diezmada minoría cristiana. Hoy en día, la espada pende sobre
los yazidíes, una secta sincrética preislámica que cuenta con especial
predicamento entre la población kurda y que está siendo objeto de un genocidio
cuidadosamente planificado. Esta violencia irracional e indiscriminada podría
pasarle factura y volverse en su contra, tal y como ocurrió en 2006 cuando los
jeques tribales suníes organizaron sus propios comités de autodefensa con el
objeto de expulsar a las fuerzas de Al Qaeda en Mesopotamia.
A
estas alturas parece probado que el Estado Islámico se ha convertido en una
amenaza no sólo para Irak y Siria, sino para el conjunto de Oriente Próximo.
Los garrafales errores cometidos por Estados Unidos desde el derrocamiento de
Sadam Husein, la nada soterrada guerra fría que mantienen Arabia Saudí e Irán y
el creciente sectarismo de los Gobiernos iraquí y sirio han creado un monstruo
incontrolable que no será fácil de domeñar mientras todos estos actores sigan
atrincherados en sus posiciones maximalistas y utilicen al Estado Islámico como
cortina de humo para ocultar sus respectivos fracasos.
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