Dos
meses después, la esperanza sigue viva: madres de normalistas desaparecidos
Nota de ANGÉLICA
JOCELYN SOTO
APRO, 26
DE NOVIEMBRE DE 2014
TIXTLA,
Gro. (cimac-noticias).- Desde hace dos meses, luego de enterarse de la
desaparición de sus hijos, las madres de los 43 normalistas se mudaron a la
Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, Guerrero, “cuna de la
conciencia social”.
En
las deterioradas instalaciones, cuyos caminos de concreto y pasto, amplias
explanadas y el sonido de las aves conducen hacia los dormitorios, salones de
clases, el comedor y una cancha de básquetbol, los familiares de los
estudiantes pasan las horas con la esperanza de verlos aparecer en cualquier
momento.
Algunas
de las madres se enteraron de la desaparición de sus hijos al día siguiente de
ocurrido el hecho, el 27 de septiembre, y las que viven en las comunidades más
lejanas de La Montaña guerrerense conocieron la información hasta tres días
después.
Supieron
la noticia por los compañeros de sus hijos o a través de los medios de
comunicación, y en al menos dos casos fueron las maestras rurales quienes
dieron aviso a las madres de los jóvenes desparecidos por policías municipales
de Iguala.
En
entrevista, la madre de Martín Getsemany Sánchez García relató que al llegar a
la escuela empezó a mirar a los estudiantes presentes, con la esperanza de encontrar
entre ellos a su hijo. No lo halló. “¿Dónde está Martín? ¿Dónde está mi hijo?”,
preguntaba insistente.
El
Comité Estudiantil dijo a la madre de Martín Getsemany y a las demás familias
que eran comunes las detenciones de normalistas cada vez que iban a “botear”,
por lo que esperaban que al término del fin de semana quedaran en libertad los
jóvenes que habían sido aprehendidos.
El
plazo se cumplió y 43 no regresaron. El ataque fue brutal, dijeron aquellos que
lograron escapar de sus captores. Desde entonces se instaló la incertidumbre
entre los familiares de los desaparecidos, y se quedaron a vivir en la Escuela
Normal Rural de Ayotzinapa. Hoy se cumplieron 60 días.
Durante
dos semanas esperaron que la Procuraduría General de la República (PGR) se decidiera
a tomar el caso, antes lo consideró un problema local. Después se enteraron del
hallazgo de fosas clandestinas con decenas de cadáveres.
El
23 de octubre, la PGR responsabilizó de la desaparición de los estudiantes al
exalcalde de Iguala, José Luis Abarca, y a su esposa María de los Ángeles
Pineda. Ambos fueron aprehendidos el pasado martes 4.
La
noche del viernes 7, cuando el procurador Jesús Murillo Karam se reunió con los
familiares para informarles que los restos de los estudiantes habrían sido
calcinados en un basurero local de Colula, camino a Iguala, y luego arrojados
en el río San Juan, las madres –impulsadas por la intuición, como ellas dicen–
no le creyeron.
Y
con el tiempo desmintieron el supuesto hallazgo e incineración de los cadáveres,
porque los habitantes de Iguala dijeron a las madres que la madrugada del 27 de
septiembre cayó una lluvia torrencial. Luego fueron hasta el basurero local a
buscar a sus hijos y no encontraron nada.
Antes
de que se cumpliera el día 50, algunas salieron en caravanas para recorrer
varias entidades del norte y sur del país, con la exigencia de que sus hijos
sean presentados con vida. Otras se quedaron en la Escuela Normal para hacer
guardia y esperar noticias de sus hijos.
La
resistencia
La
cancha de basquetbol en la que permanecen las madres es una explanada amplia
entre las regaderas y salones, que antes usaron sus hijos.
Los
tubos rojos, las canastas y las marcas en el piso hacen notar que es un espacio
para hacer deporte, pero los costales de comida, veladoras, pancartas –como una
del centro de la cancha que dice “Digna Rabia”– y fotos a color la convirtieron
en una trinchera, un campo de resistencia.
Las
madres caminan, barren, hablan o acomodan las despensas. Se identifican entre
el resto de los familiares porque sus pupilas están rodeadas de un velo
amarillento que les deja la mirada cansada, y por un aliento amargo y con el
hambre de siempre.
Sin
excepción, todas cargan el retrato de su hijo impreso en una lona de medio
metro. Si se sientan lo sostienen en sus brazos o sobre sus piernas, pero no lo
sueltan.
“Desde
entonces estamos aquí, no nos hemos ido”, dice Natalia de la Cruz, madre de
Emiliano Alen de la Cruz, al salir de una reunión con estudiantes. “El gobierno
no nos quiere devolver a nuestros hijos; nos dicen puras mentiras y ellos los
tienen”, expresa angustiada y ansiosa.
Natalia,
de origen indígena y campesino, sube las escaleras con sus huaraches de piel
rasgados, cargando su bolsa de asa, y pasa por un mural (pintado años atrás) en
el que se lee: “La educación y el amor a nuestra cultura e identidad nos
llevarán a la libertad”. La mujer se sienta en el comedor con las otras mamás y
come en silencio.
“Acá
hablamos de nuestros hijos, de cómo son, qué les gusta y por qué decidieron estudiar.
Eso nos da mucha fuerza”, confía Martina Olivares, quien pasó varios días en
cama porque la noticia de la desaparición de su hijo la enfermó.
Las
imágenes que ahora rodean y cobijan a las madres de los normalistas son murales
con consignas de protesta, algunas escritas incluso antes de la desaparición.
La
pinta de una tortuga, que hasta entonces era símbolo de Ayotzinapa (por su
significado en náhuatl), ahora también representa la lucha de quienes habitan
la Normal, y aseguran que la justicia, como la tortuga, “es lenta pero
implacable”.
Las
madres regresan a sus casas sólo para recoger más ropa o más fuerzas, y vuelven
a la escuela donde estudiaban sus hijos. Duermen donde durmieron sus hijos y
comen con los compañeros de sus hijos, que también los buscan.
Las
progenitoras de los 43 estudiantes, que hoy cumplen dos meses desaparecidos,
son muy distintas entre sí. Algunas se resisten a compartir sus sentimientos,
otras hablan con más soltura y fortaleza. Unas hablan en los mítines y otras
administran desde la Normal los recursos de la lucha.
Pese
a las diferentes personalidades e historias de vida, que hoy confluyen con la
desaparición de sus hijos, todas participan activamente para buscar a los
estudiantes, y si en algo coinciden es en la esperanza de encontrarlos vivos.
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