Histórico
y heroico/ Cayetana Álvarez de Toledo es directora del Área Internacional de FAES y portavoz de Libres e Iguales.
El
Mundo |8 de diciembre de 2015…
Escribo
cuando la Mesa de la Unidad venezolana ha sobrepasado la frontera decisiva de
los 112 escaños. Con este resultado, Maduro está políticamente obligado a
adelantar las elecciones presidenciales.
Hace
poco, sin embargo, vivimos una noche triste en Madrid. Se hablaba de la
sentencia que un tribunal contaminado hasta la náusea había impuesto a Leopoldo
López: 13 años, 9 meses y 7 días de cárcel. Lilian Tintori, como siempre,
iluminaba a los demás con su sonrisa. Entre anécdotas del juicio, contó: “La
juez leyó la sentencia. Leopoldo me miró. Yo lo miré. Los dos pensamos
exactamente lo mismo y sin hablar nos prohibimos el uno al otro seguir
pensándolo: ¡Vamos a tener más de 50 años!”. Y Lilian estalló en risas. No
porque dudara un segundo de la crueldad de Maduro ni de la capacidad del
chavismo para perpetuar su grotesca agonía otros 15 años más: ahí está el
perfil desconchado del malecón de La Habana, con sus consignas arcaicas y sus
siluetas desoladas, para recordar a los venezolanos que las dictaduras no se
desploman solas. Lo que movía a Lilian era otra cosa, mucho más poderosa y
profunda: la impresionante fuerza de su convicción democrática. Ella, Leopoldo,
Antonio Ledezma, su mujer Mitzy, María Corina Machado, Henrique Capriles, Julio
Borges… Nunca perdieron el ánimo. Jamás perdieron la esperanza. Siempre
confiaron en los venezolanos, en sí mismos y en la libertad.
historico-y-heroicoLas
elecciones venezolanas del 6 de diciembre pasarán a la historia como uno de los
momentos estelares de la humanidad, por citar al noble Zweig. No sólo marcan el
principio del fin del chavismo, compendio anacrónico de miseria y violencia.
También ofrecen lecciones políticas y morales importantes. La primera es que
votar no es sinónimo de democracia. Esto parece evidente, pero ha costado sangre,
sudor y lágrimas que fuera asumido por los gobiernos respetables del mundo.
Durante años, unos y otros, europeos y americanos, jugaron frívolamente con los
eufemismos. Democracia bolivariana. Democracia híbrida. Democracia populista.
Democracia formal. Por temor o por simple cálculo, no querían llamar a las
cosas por su nombre. No querían decir: “Venezuela es una dictadura, aunque se
vote”. Como si no se hubiera votado, y abundantemente, bajo Franco. Esto
permitió al chavismo estirar durante años una inmerecida pátina de legitimidad.
La misma que ahora intenta recuperar gracias a las elecciones del domingo.
Tanto
desde las enfáticas tribunas oficiales como desde el subterráneo de las redes
sociales llega el mismo mensaje averiado: “Con que era una dictadura, eh. Con
elecciones y opositores victoriosos, eh”. Sí, lo era. Y lo seguirá siendo
mientras haya presos políticos, medios censurados, una justicia sometida y una
policía política. Las elecciones del 6 de diciembre no fueron unas elecciones
democráticas, sino un combate desigual entre dictadura y democracia. Y ganaron
los defensores de la democracia. Quien legitima esas elecciones no es Nicolás
Maduro al convocarlas o al reconocer su derrota. Quien convierte una estafa
democrática en una esperanza para la democracia es la oposición. Porque acepta
librar una contienda electoral clamorosamente desigual. Porque moviliza a los
ciudadanos de forma masiva y a la vez pacífica en defensa de su derecho a votar
en libertad. Y porque lo consigue a pesar del encarcelamiento de sus líderes,
de la mordaza mediática, del chantaje y amedrentamiento de amplios sectores de
la población y hasta del asesinato de uno de sus dirigentes en pleno mitin de
campaña. Ha sido una gesta histórica y heroica. Un triunfo de la democracia
clásica sobre la dictadura posmoderna.
La
segunda lección que deja este memorable 6 de diciembre remite al viejo debate
sobre las estrategias y actitudes en política. Entre la condescendencia de un
ex presidente extranjero convertido en muda coartada del chavismo y el coraje
de un hombre que acepta ingresar en la cárcel para desnudar los abusos de una
dictadura media un abismo político y moral. Y lamento que Zapatero sirva una
vez más de contraejemplo. No hay virtud más importante en política que la responsabilidad.
Y no hay responsabilidad sin riesgo. Es decir, sin valentía. El alcalde
Ledezma, al que los asistentes al 30 aniversario de Cedice en Caracas
escucharon pronunciar uno de los más estremecedores y eficaces alegatos contra
el chavismo. Y al que las fuerzas chavistas detuvieron como a un vil
terrorista. María Corina Machado, que desafió las amenazas, el acoso y la
inhabilitación para recorrer cada palmo de su país en una campaña cuesta
arriba. El bravo Julio Borges, que vuelve victorioso a una Asamblea en la que
fue brutalmente agredido… Los dirigentes de la unidad venezolana no son simples
demócratas; son militantes de la democracia. Saben que la democracia tiene que
ser defendida o inexorablemente se evapora, primero holograma y luego vacío. Y saben
que esa defensa tiene un alto coste personal. Por eso son admirables y por eso
son líderes.
De
hecho, esta proliferación de liderazgos ha sido, y sigue siendo, uno de los
principales desafíos internos de la ya mayoría política venezolana. Y aquí también
se impone una lección. Así como “una casa dividida contra sí misma no podrá
seguir en pie” (Lincoln), tampoco la oposición venezolana habría logrado
desafiar y derrotar en las urnas al chavismo sin la conmovedora unión forjada
por partidos de ideología radicalmente diferente pero un suelo transversal de
valores democráticos comunes. Delicada, precaria, por momentos profundamente
agrietada, la Mesa de la Unidad ha prevalecido sobre las rivalidades internas y
las maniobras externas de división. Hoy es el brillante precedente de la
Transición democrática que Venezuela merece y necesita. Es sin duda un guiño
entrañable del destino que a partir de ahora venezolanos y españoles puedan
celebrar juntos el 6 de diciembre.
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