El País,
Lunes, 17/Sep/2018Bill Gates, Steve Jobs, Jack Dorsey y Mark Zuckerberg abandonaron sus estudios universitarios antes de graduarse porque las innovaciones a las que estaban dedicados no les permitían prestar atención a otros temas. Larry Page y Serguéi Brin, por el contrario, definieron en su tesis de doctorado los fundamentos del algoritmo sobre el que se construyó Google. Zuckerberg se graduó en Harvard 12 años después de que abandonara dicha Universidad; lo hizo como un homenaje a su alma mater, y quién sabe si a su propia autoestima. Esta media docena de cerebros ha cambiado la historia del mundo, pero salvo Page y Brin, ninguno obtuvo un PhD (doctorado en Filosofía). El término filosofía, en este caso, se refiere a su significado original, y no a la especialidad académica: quien tiene un diploma así es doctor porque ha buscado la sabiduría. Pero también hay otros caminos para encontrarla, según se ha demostrado.
La polémica en torno a los títulos académicos de los políticos españoles me interesa más por la sombra de desprestigio que extiende sobre la Universidad española que por las atribuladas reacciones de los implicados cuando se les acusa de manipular currículos, traficar influencias para obtener títulos o mentir en sede parlamentaria. Si todo aquel que engaña en la tribuna de las Cortes tuviera que dimitir, el hemiciclo se quedaría medio vacío, y no son las falacias sobre sus estudios las más abultadas ni graves que han pronunciado nuestros líderes. Los sucesos que la semana pasada han incendiado el debate ponen de relieve una relación cuando menos inquietante entre la Universidad y el poder político, repleta de puertas giratorias, como diría Pablo Iglesias, también transitadas por algunos diputados de Podemos. Quizá sean casos aislados, que ponen de relieve la malicia y miseria moral de ciertas personas, la debilidad de otras y la estulticia de algunas. Pero cabe suponer que sus causas residen no solo en la fatuidad de los gobernantes, sino también en la existencia de defectos estructurales de nuestro sistema universitario. Repetidas veces han sido denunciados por rectores y profesores, sin que nadie les prestara mayor atención. Hoy se sienten con justicia indignados por el vituperio al que se ve sometida la institución académica. Las encuestas e investigaciones que se han llevado a cabo en años recientes ponen de relieve una mejora sustancial de la Universidad española en las cuatro décadas transcurridas desde la Transición, pero también dos enfermedades que es preciso atajar y que son constantemente negadas por los responsables de la difusión del virus: un exceso de corporativismo entre los docentes y unos abusivos límites administrativos y políticos a la autonomía. Esas constantes perjudican la calidad de la enseñanza y dificultan las actividades de investigación.
La voracidad de poder de los políticos, las aspiraciones económicas de algunos profesores, víctimas como son de la escasez que se padece en las aulas, y el ego exagerado de los candidatos electorales han provocado una situación esperpéntica, alumbrada por los focos de la televisión y reflejada en los espejos de la risa en que se han convertido las redes sociales. Es como si tampoco la Universidad pública, y ahora también la privada, pudieran librarse de la sospecha de indignidad y clientelismo que afecta al sistema en su conjunto. Todo el mundo se preocupa de demostrar si el presidente del Gobierno plagió o no, si hay un 13% o un 17% de citas textuales no atribuidas en su obra, cuando lo que resulta mucho más revelador es lo que esta dice, aunque no lo haya copiado. He tenido que luchar contra el bostezo durante horas para leer el tocho de 323 páginas de Pedro Sánchez Pérez-Castejón sobre un tema tan apasionante para cualquiera como Las innovaciones en la diplomacia económica española (análisis del sector público). En las conclusiones finales, fruto de un año de esfuerzo del autor, se llega felizmente a una nueva definición de lo que es la diplomacia económica: “Las acciones emprendidas por el conjunto de actores que conforman el Estado para lograr sus intereses económicos en los mercados mundiales”. No creo que haga historia esta aportación científica de la tan publicitada tesis, pero es útil para calibrar el pensamiento y la calidad intelectual de quien la firma. Quizá por ser consciente de eso, el propio presidente del Gobierno prefería que no se hiciera pública.
Pero el poder político no se obtiene en una oposición, como tampoco el económico, según han demostrado Bill Gates o Amancio Ortega. Recientemente hemos perdido a una buena presidenta de la Comunidad de Madrid y a una excelente ministra de Sanidad, de militancia ideológica contrapuesta, como consecuencia de escándalos mediáticos relacionados con su parvedad académica, no con sus deméritos en el Gobierno. La comunidad universitaria se siente atacada y parece incapaz de hacer una autocrítica que le permita exigir a la autoridad reformas estructurales para impedir el clientelismo descarado del que la sociedad ha sido testigo. Mientras, políticos y legisladores agotan las horas y la paciencia ajena en peleas que nada tienen que ver con la resolución de los problemas que nos acucian. Por último, tenemos que asistir a una batalla campal entre el poder y los medios que pone de los nervios a ministros y periodistas. Cosas como esta ya las hemos visto en la Casa Blanca de Trump, aunque él no ha tenido que defender la autoría de ninguna tesis porque nunca pretendió escribirla.
En Master and Commander, una de las grandes películas que Hollywood ha producido en su historia, el capitán del Surprise, navío británico cañoneado por el buque insignia de la Armada francesa, persigue a este por los siete mares hasta darle caza y destruirle. El capitán Jack Brown tiene que enfrentarse en la aventura no solo con su enemigo, sino también con su médico de a bordo, preocupado por los efectos perversos del arte de la guerra. Un master inglés, amén de un título universitario, es un conquistador, y un commander, el que manda en el barco. Mandar es tarea del jefe de Gobierno, pero si quiere tener éxito tiene que conquistar a la opinión pública. Alguien del equipo del presidente debería advertirle sobre los destrozos que el poder causa en quien lo ejerce, y la necesidad de la templanza en circunstancias como esta. En la nave de España se ha abierto un boquete descomunal que amenaza con hacerla zozobrar. Los partidos políticos que alumbraron el sistema constitucional vigente, hoy amenazado, tienen ante sí la urgente tarea de defenderlo contra las insidias y conspiraciones que se organizan contra él. Pueden seguir discutiendo sobre si sus líderes merecían un suspenso o un sobresaliente cum laude en sus ensueños juveniles, si fueron los primeros de la clase o unos enchufados por sus familias o sus jefes de agrupación, pero mejor sería percibir los daños colaterales de su gestión y tratar de atajarlos recurriendo cuanto antes al veredicto de las urnas. Por lo demás, si están dispuestos incluso al plagio para superar las insuficiencias que lucen en sus empleos, mejor copien a Cervantes que el Boletín Oficial del Estado.
Lunes, 17/Sep/2018Bill Gates, Steve Jobs, Jack Dorsey y Mark Zuckerberg abandonaron sus estudios universitarios antes de graduarse porque las innovaciones a las que estaban dedicados no les permitían prestar atención a otros temas. Larry Page y Serguéi Brin, por el contrario, definieron en su tesis de doctorado los fundamentos del algoritmo sobre el que se construyó Google. Zuckerberg se graduó en Harvard 12 años después de que abandonara dicha Universidad; lo hizo como un homenaje a su alma mater, y quién sabe si a su propia autoestima. Esta media docena de cerebros ha cambiado la historia del mundo, pero salvo Page y Brin, ninguno obtuvo un PhD (doctorado en Filosofía). El término filosofía, en este caso, se refiere a su significado original, y no a la especialidad académica: quien tiene un diploma así es doctor porque ha buscado la sabiduría. Pero también hay otros caminos para encontrarla, según se ha demostrado.
La polémica en torno a los títulos académicos de los políticos españoles me interesa más por la sombra de desprestigio que extiende sobre la Universidad española que por las atribuladas reacciones de los implicados cuando se les acusa de manipular currículos, traficar influencias para obtener títulos o mentir en sede parlamentaria. Si todo aquel que engaña en la tribuna de las Cortes tuviera que dimitir, el hemiciclo se quedaría medio vacío, y no son las falacias sobre sus estudios las más abultadas ni graves que han pronunciado nuestros líderes. Los sucesos que la semana pasada han incendiado el debate ponen de relieve una relación cuando menos inquietante entre la Universidad y el poder político, repleta de puertas giratorias, como diría Pablo Iglesias, también transitadas por algunos diputados de Podemos. Quizá sean casos aislados, que ponen de relieve la malicia y miseria moral de ciertas personas, la debilidad de otras y la estulticia de algunas. Pero cabe suponer que sus causas residen no solo en la fatuidad de los gobernantes, sino también en la existencia de defectos estructurales de nuestro sistema universitario. Repetidas veces han sido denunciados por rectores y profesores, sin que nadie les prestara mayor atención. Hoy se sienten con justicia indignados por el vituperio al que se ve sometida la institución académica. Las encuestas e investigaciones que se han llevado a cabo en años recientes ponen de relieve una mejora sustancial de la Universidad española en las cuatro décadas transcurridas desde la Transición, pero también dos enfermedades que es preciso atajar y que son constantemente negadas por los responsables de la difusión del virus: un exceso de corporativismo entre los docentes y unos abusivos límites administrativos y políticos a la autonomía. Esas constantes perjudican la calidad de la enseñanza y dificultan las actividades de investigación.
La voracidad de poder de los políticos, las aspiraciones económicas de algunos profesores, víctimas como son de la escasez que se padece en las aulas, y el ego exagerado de los candidatos electorales han provocado una situación esperpéntica, alumbrada por los focos de la televisión y reflejada en los espejos de la risa en que se han convertido las redes sociales. Es como si tampoco la Universidad pública, y ahora también la privada, pudieran librarse de la sospecha de indignidad y clientelismo que afecta al sistema en su conjunto. Todo el mundo se preocupa de demostrar si el presidente del Gobierno plagió o no, si hay un 13% o un 17% de citas textuales no atribuidas en su obra, cuando lo que resulta mucho más revelador es lo que esta dice, aunque no lo haya copiado. He tenido que luchar contra el bostezo durante horas para leer el tocho de 323 páginas de Pedro Sánchez Pérez-Castejón sobre un tema tan apasionante para cualquiera como Las innovaciones en la diplomacia económica española (análisis del sector público). En las conclusiones finales, fruto de un año de esfuerzo del autor, se llega felizmente a una nueva definición de lo que es la diplomacia económica: “Las acciones emprendidas por el conjunto de actores que conforman el Estado para lograr sus intereses económicos en los mercados mundiales”. No creo que haga historia esta aportación científica de la tan publicitada tesis, pero es útil para calibrar el pensamiento y la calidad intelectual de quien la firma. Quizá por ser consciente de eso, el propio presidente del Gobierno prefería que no se hiciera pública.
Pero el poder político no se obtiene en una oposición, como tampoco el económico, según han demostrado Bill Gates o Amancio Ortega. Recientemente hemos perdido a una buena presidenta de la Comunidad de Madrid y a una excelente ministra de Sanidad, de militancia ideológica contrapuesta, como consecuencia de escándalos mediáticos relacionados con su parvedad académica, no con sus deméritos en el Gobierno. La comunidad universitaria se siente atacada y parece incapaz de hacer una autocrítica que le permita exigir a la autoridad reformas estructurales para impedir el clientelismo descarado del que la sociedad ha sido testigo. Mientras, políticos y legisladores agotan las horas y la paciencia ajena en peleas que nada tienen que ver con la resolución de los problemas que nos acucian. Por último, tenemos que asistir a una batalla campal entre el poder y los medios que pone de los nervios a ministros y periodistas. Cosas como esta ya las hemos visto en la Casa Blanca de Trump, aunque él no ha tenido que defender la autoría de ninguna tesis porque nunca pretendió escribirla.
En Master and Commander, una de las grandes películas que Hollywood ha producido en su historia, el capitán del Surprise, navío británico cañoneado por el buque insignia de la Armada francesa, persigue a este por los siete mares hasta darle caza y destruirle. El capitán Jack Brown tiene que enfrentarse en la aventura no solo con su enemigo, sino también con su médico de a bordo, preocupado por los efectos perversos del arte de la guerra. Un master inglés, amén de un título universitario, es un conquistador, y un commander, el que manda en el barco. Mandar es tarea del jefe de Gobierno, pero si quiere tener éxito tiene que conquistar a la opinión pública. Alguien del equipo del presidente debería advertirle sobre los destrozos que el poder causa en quien lo ejerce, y la necesidad de la templanza en circunstancias como esta. En la nave de España se ha abierto un boquete descomunal que amenaza con hacerla zozobrar. Los partidos políticos que alumbraron el sistema constitucional vigente, hoy amenazado, tienen ante sí la urgente tarea de defenderlo contra las insidias y conspiraciones que se organizan contra él. Pueden seguir discutiendo sobre si sus líderes merecían un suspenso o un sobresaliente cum laude en sus ensueños juveniles, si fueron los primeros de la clase o unos enchufados por sus familias o sus jefes de agrupación, pero mejor sería percibir los daños colaterales de su gestión y tratar de atajarlos recurriendo cuanto antes al veredicto de las urnas. Por lo demás, si están dispuestos incluso al plagio para superar las insuficiencias que lucen en sus empleos, mejor copien a Cervantes que el Boletín Oficial del Estado.
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