10 sept 2006

Recordando el 11-S


Recordando el 11-S

Norman Birnbaum. Profesor emérito de la Universidad Georgetown. y asesor del Comité Progresista del Congreso, escribió: El traumatismo de nuestra vulnerabilidad; Barbara Probst Solomon, ecritora y periodista estadounidense escribió: Un martes bajo el terror,William Safire, columnista del New York Times: Otra jornada de infamia; ,Edward W. Said ensayista palestino, profesor de literatura comparada en la Universidad de Columbia Pasión colectiva y muchos muchos más estan en una compilación personal que hice sólamente para entender el 11-S.
Comparto en esta bitácora algunos:
El País, Miércoles, 12 de septiembre de 2001
El traumatismo de nuestra vulnerabilidad /NORMAN BIRNBAUM

Washington, 11 de septiembre. Escribo estas líneas en mi estudio que da al jardín de un barrio residencial de Washington, poblado de árboles, a unas pocas calles de la residencia del vicepresidente de Estados Unidos y de varias embajadas. Hay un único síntoma de que algo ha cambiado en el decorado: la ausencia absoluta de aviones en el cielo que se aprestan a aterrizar o acaban de despegar del cercano aeropuerto nacional y de los ocasionales cazabombarderos o helicópteros de las Fuerzas Aéreas.
El presidente Bush acaba de dirigirnos la palabra desde Luisiana, donde lo depositó el avión que horas antes le había evacuado de la Casa Blanca y a la que, inexplicablemente, no le ha devuelto para recuperar así su lugar en el puesto de mando. Bush ha utilizado un término que está hoy en boca de muchos: los que perpetraron los ataques de Nueva York y Washington son unos 'cobardes'. Curiosa palabra ésta, ya que muy pocos de los que abundan en su uso -y por encima de todo aquellos que hablan sin parar de la necesidad de que la nación sea fuerte- han mostrado alguna inclinación por lanzarse a defender causa alguna. Esa palabra también oscurece el hecho de que los perpetradores de tan criminales actos lo que han librado es una acción de guerra, en el sentido más contemporáneo de la palabra, contra la nación estadounidense. Está claro que la utilización de un vocabulario denigratorio y criminalizador pretende dar la explicación política más realista posible de por qué ha ocurrido algo que parecía imposible. Pero si seguimos por ese camino, ello nos condenará como nación a instalarnos cada vez más firmemente en la convicción de que Estados Unidos siempre tiene razón, y de que sus críticos y enemigos pueden estar en ocasiones equivocados, pero siempre sufren de una conducta irreductiblemente patológica.
El traumatismo de la nueva experiencia de nuestra vulnerabilidad como nación es muy grande. Tanto más cuanto que la burocracia del Departamento de Seguridad Nacional no ha cesado de hablar últimamente de la amenaza de los misiles procedentes de 'Estados irresponsables', y de debatir también constantemente sobre si nuestras Fuerzas Armadas pueden combatir con éxito en dos guerras al mismo tiempo, o más particularmente, de si debe o no debe haber soldados estadounidenses en los Balcanes. Lo que no se ha intentado en ningún caso es promover entre la opinión pública una discusión seria de nuestro papel a nivel mundial, la elección de nuestros aliados, o nuestra interdependencia de hecho con el resto del mundo. Y ahora el mundo ha contraatacado. En el momento en que escribo estas líneas se ignora por completo quiénes son los perpetradores del crimen, cómo consiguieron coordinar sus actividades y qué mensaje querían enviar al mundo con su comportamiento atroz.
Es posible que algunos de los ciudadanos estadounidenses reflexionarán ahora sobre por qué razón la nación puede enviar armas a los cuatro confines del globo, destacar asesores y agentes secretos por todo el planeta, y contraer alianzas sin tener que pagar por ello ningún precio, como el que es probable que inflijamos unilateralmente a aquellos que, a sabiendas o no, sean percibidos como enemigos del poder estadounidense. El presidente, un naïf ataviado de adulto, parecía profundamente conmocionado. Ése puede ser, quizá, el comienzo de una nueva pedagogía para él y para decenas de millones de nuestros conciudadanos. Si así es, esa educación de las masas va a llevar algún tiempo, y su resultado, en cualquier caso, es imposible de predecir.
El País, Viernes, 21 de septiembre de 2001
Atenas y Roma, ¿otra vez? /NORMAN BIRNBAUM
Cuando la CNN preguntó a la viuda de una de las víctimas de la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York acerca de las represalias, ella se hizo eco de las voces de las iglesias estadounidenses: era una idea desdichada. El entrevistador quedó visiblemente impactado, y la conversación se suprimió en las repeticiones del programa. La CNN estaba claramente cumpliendo con su deber patriótico: nuestros medios de comunicación de masas se han erigido en Ministerio de Propaganda y manipulan la rabia, la ansiedad, la credulidad, la ignorancia y la autocompasión de la opinión pública para fabricar un consenso nacional de extraordinaria crudeza, y enormes contradicciones. Fuimos atacados por ser tan buenos y generosos, además de tan ricos y poderosos. Nuestro orgullo nacional se mantiene firme. Sin embargo, el ataque no puede quedar sin respuesta, o parecerá que somos débiles. Dado que estamos en guerra, las contramedidas más devastadoras no sólo son legítimas, sino que son un imperativo moral. Manifestar dudas acerca de la competencia y buen juicio de nuestros líderes es una actividad subversiva: la unidad nacional en el respaldo al presidente es la orden del día.
Son varias las preguntas inquietantes que no se hacen. ¿Por qué fallaron tan lamentablemente los organismos de seguridad? ¿Son las pruebas contra Bin Laden convincentes o meramente prácticas? (ha sustituido al ayatolá Jomeini, a Gaddafi y a Sadam Husein en la demonología nacional). ¿Hay conexiones desconcertantes entre los perpetradores y Gobiernos ostensiblemente amistosos como el de Arabia Saudí? ¿Qué explicación hay de la presencia de un oficial israelí en uno de los aviones condenados? Como en tantos desastres nacionales estadounidenses (los asesinatos de Kennedy y King, el vuelo del avión coreano por el espacio aéreo soviético, la bomba de la ciudad de Oklahoma), el asunto puede tener dimensiones sin explicar. Por encima de todo, casi nadie ha pedido a la opinión pública que reflexione acerca de por qué la política estadounidense ha engendrado odio en otras partes del mundo. El grupo de presión israelí, que no suele destacarse por su discreción, ha mantenido silencio, excepto para recordar de vez en cuando que Israel no está sorprendido. Además, ninguna figura pública ha tenido el valor de señalar que la campaña de Israel contra los árabes ha intensificado las amenazas para sus ciudadanos. En cuanto a lo que Bush propone exactamente que se haga, la idea en sí de un debate parece un acto impío en una nación que se ve a sí misma como una iglesia.
Aquel predecesor histórico de Estados Unidos, Roma, fue también un imperio multicultural. Su dependencia espiritual de Atenas desapareció cuando los atenienses se resignaron a la insignificancia. ¿Están renunciando los atenienses contemporáneos, los europeos occidentales, a su propia cultura política? ¿De qué otra forma se puede explicar el cheque en blanco que la OTAN le entregó inicialmente al Gobierno de Bush, a pesar de la oposición expresa de los belgas y los holandeses, las dudas del canciller alemán y su ministro de Exteriores, y las declaraciones de Jospin de que Francia, desde luego, no estaba en guerra (lo que en la lógica francesa tendría que haber generado un veto a la decisión de la OTAN). Desde entonces, y para asegurarse, los europeos e incluso los británicos han hecho saber que esperan que se les consulte. Lo que no han dicho es qué alternativas políticas proponen en lugar de la costumbre estadounidense de inventarse enemigos y luego destruirlos. Un régimen tan débil como el del general que ejerce lo que en Pakistán pasa por gobierno ha insinuado que la ONU se involucre. La idea es vaga, casi hueca, pero las cancillerías de Berlín, Londres y París parecen incapaces hasta de ese gesto tan retórico. Mientras tanto, el premio a la mejor (o peor) síntesis de imbecilidad y cinismo seguro que recae en el ministro del Interior italiano, que vio en los ataques a Estados Unidos una continuación de las protestas de Génova. ¿Debe rebajarse tan drásticamente el nivel intelectual de la alianza occidental hasta estar a tono con el del Gobierno de Berlusconi?
Sin embargo, no hace falta la perspicacia de un De Tocqueville para ver que nuestro presidente es débil, que su Gobierno y su escasa mayoría están formados por intereses ideológicos y materiales encontrados, y por clanes políticos, y que la oposición misma está dividida y sin un programa claro, sobre todo en política exterior. El senador Joseph Biden, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, se comportó hasta la catástrofe como un crítico experimentado y racional de las necedades de Bush, el sabotaje al tratado de Kyoto, la destrucción del control de armamentos, los nuevos proyectos de misiles balísticos. El día después apareció en televisión realizando el trabajo del presidente y haciéndose eco de sus amenazas al estilo del Rey Lear: 'He de hacer tales cosas..., / las que serán aún no lo sé'.
Es cierto que los ataques a Nueva York y Washington han alterado el clima político. El presidente luchaba por ejercer autoridad, la economía era problemática, la oposición empezaba a reagruparse con algunas perspectivas de éxito para afrontar las elecciones al Congreso de 2002. Como en las elecciones de 2000, la política exterior seguía siendo competencia de los que estaban profesionalmente interesados en ella, y de los grupos de presión étnicos e ideológicos cuya influencia es todavía mayor debido a que la opinión pública se desentiende del mundo que está más allá de nuestras fronteras. Bush y su Gobierno aspiraban a institucionalizar un planteamiento unilateral ya formulado por la derecha estadounidense. Lo que se lo impedía no era exactamente la desorganizada oposición de los afroamericanos, las iglesias, los grupos ecologistas, los defensores de los derechos humanos, los sindicatos y demás adversarios de la globalización capitalista, ni el movimiento de las mujeres. Algunos demócratas del Congreso apoyaban el mantenimiento de los tratados de control de armamento y la cooperación internacional en general. La indiferencia pública también limitaba el entusiasmo por la versión de Bush de la hegemonía estadounidense a grupos específicos de las finanzas y la industria norteamericanas, a las iglesias protestantes fundamentalistas, y a un segmento de la opinión que conseguía la hazaña de fusionar la xenofobia con la convicción de que gran parte del resto de un mundo hundido busca desesperadamente imitar a Estados Unidos. Por el momento, estos conflictos morales y económicos han sido olvidados. Los acontecimientos del 11 de septiembre están siendo utilizados por Bush para borrar la política en la conciencia de una nación ya despolitizada. Por supuesto, a largo plazo, no puede tener éxito: pero, a corto plazo, puede muy bien neutralizar política interna económica y social, y adueñarse del debate sobre política exterior.
Esa política está ahora en manos de burócratas e ideólogos, que ven en la crisis actual una oportunidad para incrementar tanto sus presupuestos como sus poderes, y para dar legitimidad a proyectos que de otra forma podrían suscitar un debate. Las horribles imágenes de aviones secuestrados con pasajeros estrellándose contra edificios podría convencer a las mentes corrientes de que el escudo contra misiles balísticos es una fantasía irrelevante. Eso no ha empañado el entusiasmo de los defensores del escudo antimisiles. El subsecretario de Defensa ha hablado de 'acabar' con los Estados hostiles, y Libia, Siria, Irán e Irak se mencionan dentro y fuera del Gobierno como cuentas pendientes que deben saldarse ahora... Con un cinismo tan monstruoso que nos recuerda a Kissinger, las ofertas rusas de colaboración (claramente limitada) a cambio de la aceptación estadounidense de su guerra en Chechenia, y el respaldo chino a cambio del silencio con respecto a la opresión de sus musulmanes, han sido bien acogidas. A esto se le llama 'construir una coalición'. Y, naturalmente, la posibilidad de una guerra contra el mundo musulmán difícilmente podría desagradar al grupo de presión israelí, que ahora tiene que hacer frente al súbito, aunque sin duda temporal, cese de la guerra contra los palestinos por parte de Sharon debido, seguramente, a un ultimátum de Estados Unidos. El grupo de presión israelí no hace la política de los Gobiernos republicanos, y ni siquiera le pone límite. En vez de eso, procura sacar partido a la situación. El objetivo primordial del Gobierno es la restauración de los sueños estadounidenses de omnipotencia, de los que despertó la nación el 11 de septiembre para ver a sus élites impotentes. La correcta analogía histórica no es Pearl Harbour, 1941, sino la ofensiva del Tet en 1968.
El ataque ha resultado ser para el Gobierno una oportuna distracción de una situación económica que iba de mal en peor, y ha fortalecido su posición. Los gastos de armamento ahora pueden ser justificados como respuesta al ataque, por remota que pueda ser la relación. Un partido que siempre ha respaldado un Estado fuerte en lo que respecta a la aplicación de las leyes, ahora puede reclamar poderes extraordinarios para la policía, y para las fuerzas armadas, cosa contraria a las prácticas constitucionales estadounidenses. Un Gobierno que insistía en que los ciudadanos debían hacerse cargo de sí mismos ha demostrado de pronto su lado más compasivo: hacia sectores empresariales, como las líneas aéreas y compañías de seguros, amenazadas por las consecuencias del ataque. Una cierta cantidad de desempleo puede ser conveniente: no hay nada mejor para disciplinar a la mano de obra y los sindicatos. Un descenso del dólar no sería mal recibido por una gran parte de la industria estadounidense, después de que un dólar fuerte les permitiera invertir a bajo precio en gran parte del mundo.
La potencial fragilidad de la economía es una ventaja política estadounidense. En ausencia de algún orden internacional efectivo en lo monetario, lo regulador y las inversiones que no esté controlado por capital internacional, es muy importante para las demás naciones evitar el castigo del mercado de capital. El mercado de capital no es una institución económica aislada, es un instrumento de dominación política, principalmente de Estados Unidos. Por tanto, la estrategia del Gobierno de Bush consistirá en eliminar o neutralizar a una oposición estadounidense débil hasta el momento, fabricando hechos o difamándola como antipatriótica. La acción militar, racional o no, tendrá grandes elementos simbólicos y psicológicos que prolongarán el ambiente de asedio y tensión. La palabra 'terrorismo' se ampliará para abarcar todo tipo de movimiento y disidencia. Pronto veremos columnistas que comparen a los manifestantes contra la globalización con la yihad islámica. Los Estados árabes y musulmanes serán incorporados a la coalición antiterrorismo y se les hará incrementar su ya elevada cuota de represión (con qué consecuencias, es algo que nadie puede prever). Se intensificará la 'latinoamericanización' de los servicios de espionaje de la policía y el Ejército de los Estados árabes y musulmanes, es decir, su penetración por aquellos que están a sueldo de Estados Unidos. El problema es que las fuerzas conservadoras que se utilizan en Latinoamérica son absolutamente antimodernas en muchas partes del mundo árabe y musulmán. En lugar de ser un régimen teocrático dominado por fundamentalistas de Estados Unidos, la nación seguirá siendo un lugar de pluralismo, laicismo y otras abominaciones históricas para los conservadores islámicos. Franco, los coroneles griegos y Salazar fueron capaces de superar estas dificultades en Europa, pero sus homólogos islámicos no tienen que tratar con obispos complacientes, sino con mulás enfurecidos. Sus poblaciones, mientras tanto, están totalmente alejadas de la sociedad de consumo.
En este escenario, los europeos tienen un lugar reservado especialmente para ellos en el cielo estadounidense. Aún queda por ver si no resulta ser el infierno. Al haber proclamado inicialmente su disposición instantánea a seguir la política estadounidense, los líderes de las naciones de Europa occidental se han privado de cualquier medio para regatear con el Gobierno de Bush. El tipo de reservas que manifiestan ahora será retratado como cobardía, o algo peor. El punto de vista de que las proclamaciones abiertas de fidelidad total pueden ir unidas al uso confidencial del poder persuasivo es ilusoria (como supo De Gaulle y padeció Schmidt cuando tropezó con la crisis de los misiles). Bush padre se vio empujado a tratar con Gorbachov después de que Kohl y Thatcher redujeran públicamente su capacidad para negarse a hacerlo. Los europeos, algunos como los británicos y franceses con gran experiencia con el mundo islámico y grandes poblaciones musulmanas en su interior, pueden encontrar una forma de influir en el Gobierno estadounidense, famoso por su estrechez de miras y provincianismo. Una forma de hacerlo es prestar algo de atención a las potenciales fuentes de oposición estadounidense.
Por el momento, ésta parece muy limitada. Sólo un miembro del Congreso, Barbara Lee (que representa a la ciudad negra de Oakland y la ciudad universitaria de Berkeley), tuvo el valor para votar en contra de otorgar poderes extraordinarios al presidente. Hay más que estarían dispuestos a manifestar su oposición y sus críticas si pudieran referirse a iniciativas europeas para formar otro tipo diferente de coalición antiterrorista, una que aspirara a poner fin a los odios etnocéntricos, la pobreza desesperada y la subyugación permanente a un mercado mundial. Nadie en Washington ha sugerido que los perpetradores de los atentados se sometan a la nueva jurisprudencia internacional que se ha iniciado en La Haya, aunque la idea parezca evidente. Los europeos podrían también hacer propuestas serias para integrar una coalición antiterrorista con la labor de las Naciones Unidas.
Los aliados en potencia de los europeos se encontrarán en las iglesias. Puede que responda el segmento más moderno del judaísmo estadounidense, hasta ahora deprimido y callado ante la caída de Israel en el militarismo y el nacionalismo, pero de hecho consciente del peligro que representa Sharon para su existencia. La insistencia inequívoca de Europa en que Estados Unidos debe emplear sus abundantes medios para cambiar la política de Israel (y su Gobierno) tendría un efecto positivo. Grandes sectores del partido demócrata y algunos republicanos podrían sentirse inducidos por la claridad y firmeza europeas a recordar su propio pasado internacionalista.
Mientras tanto, en medio del estallido actual de chovinismo santurrón, es una señal esperanzadora que la reciente ocurrencia de los pastores fundamentalistas Falwell y Robertson haya provocado una amplia indignación e incluso una reprimenda presidencial, a pesar de las deudas políticas que Bush tiene contraídas con ellos. Declararon que los ataques a Nueva York y Washington eran un castigo de Dios por los pecados de Estados Unidos, que ellos veían encarnados en el pluralismo religioso, la tolerancia de la homosexualidad y el apego a las libertades civiles. Los ataques ciertamente han provocado una degradación del clima público: ha habido cientos de actos de agresión contra miembros de una comunidad de diez millones de estadounidenses que son musulmanes (aunque, dicho sea en su honor, el presidente los ha denunciado). Por encima de todo, ha sido escandaloso que el 89% de los encuestados respondiera 'sí' en una encuesta nacional a la pregunta de si se debían emprender acciones militares, aunque supusieran la muerte de miles de civiles inocentes. También en esto los europeos, con una experiencia mucho más amarga de la historia, tienen la oportunidad, y de hecho la obligación, de recordar a sus interlocutores trasatlánticos las consecuencias de una adhesión demasiado literal al mandamiento bíblico de 'ojo por ojo y diente por diente'. 'Bienaventurados los pacíficos' podría ser más adecuada y, desde un punto de vista histórico, mucho más realista.















El Mundo, Viernes, 14 de septiembre de 2001
En el interior del búnker /WILLIAM SAFIRE
A las 9.30 de la mañana del martes, mientras el vicepresidente Dick Cheney aparecía en televisión, el segundo avión secuestrado explotaba contra las Torres Gemelas. En ese mismo instante, sus servicios secretos le asieron y le llevaron prácticamente en volandas hasta el COEP.
El Centro de Operaciones de Emergencia de la Presidencia es una instalación subterránea extraordinariamente reforzada, hasta el punto de poder soportar la sobrepresión propia de una detonación nuclear. Mientras se dirigía allí, Cheney fue informado de que otro aparato, cargado de explosivos, se dirigía a la Casa Blanca. Cheney llamó al presidente, que se encontraba en Florida y acababa de subir al Air Force One, instándole a que no regresara a Washington.
Una vez en el COEP, Condoleezza Rice, asesora nacional de seguridad, y el secretario de Transportes, Norman Mineta, entre otras personas, se sumaron al vicepresidente. A todos ellos se les informó de que seis aviones comerciales estaban fuera de control y que eran potenciales misiles. Uno se habría estrellado supuestamente en Kentucky (luego se sabría que no era cierto) y otro en Pensilvania.
De acuerdo con las manifestaciones que me hacía un alto funcionario de la Casa Blanca, el avión comercial que había despegado del aeropuerto Dulles -AA 77- «hizo un 360» (lo que quiere decir que cambió de dirección desde la Casa Blanca) y a las 9.45 se estrelló contra el Pentágono.
Aproximadamente a la misma hora, los controles que empezaban a llegar al COEP indicaban que cuatro vuelos internacionales se dirigían a Washington a través del Atlántico y otro desde Corea. No se pudo determinar inmediatamente si formaban parte del esquema terrorista. Acto seguido se mandó despegar a aviones de combate y a una aeronave de control Awac.
Un amenazante mensaje que había recibido el servicio secreto se trasladó con toda premura a los agentes que acompañaban al presidente. El mensaje decía que «el Air Force One es el siguiente». Según el alto funcionario antes mencionado, en el mensaje se utilizaba el lenguaje cifrado americano, lo que demostraba que los responsables del mismo conocían nuestros procedimientos; consecuentemente, la amenaza se hacía aún más creíble.
Tengo una segunda fuente, extraoficial, que me informa sobre el mismo tema: Karl Rove, asesor senior del presidente, me dice: «Cuando el presidente dijo: 'No permitiré que unos despreciables terroristas me mantengan alejado de Washington', el servicio secreto le informó de que la amenaza recibida utilizaba un lenguaje que evidenciaba que los terroristas conocían no sólo todos los procedimientos sino, también, dónde se encontraba el presidente. Tomando como base una amenaza tan específica y creíble, se tomó la decisión de trasladarle vía aérea, con la escolta de aviones de combate».
Cuando el presidente aterrizó en Luisiana, y mientras grababa un vídeo para su difusión por televisión se encontraba, según palabras de Rove, «muy angustiado» por no poder estar personalmente en el centro de mando.
Bush dejó muy claro ante Cheney -según asegura mi fuente, que se encontraba en el búnker- su intenso deseo de volver a Washington de inmediato. El servicio secreto se opuso con todas sus fuerzas. El vicepresidente, quien fue secretario de Defensa, sugirió que el Air Force One se dirigiera a la Base de las Fuerzas Aéreas de Offutt, en Nebraska, cuartel general del Mando Estratégico Aéreo, base que contaba con los medios de comunicación adecuados para que el presidente pudiera convocar al Consejo de Seguridad Nacional.
«Hubiera sido una irresponsabilidad absoluta el que volviera a Washington sacando pecho, mientras que una aeronave hostil podría estar a punto de interceptarle a mitad de camino», afirma mi fuente. «Cualquier sugerencia en contra que él hubiera hecho habría estado fuera de lugar».
Confesión: yo hice una sugerencia a este respecto, lo que originó dos llamadas inmediatas. ¿Por qué el vicepresidente no hizo una aparición en televisión en lugar del presidente durante esa tarde tan larga? La razón oficial es que Cheney estaba muy ocupado en el búnker; la razón real, creo yo, estriba en que él creía que hacerlo hubiera sido muy presuntuoso por su parte.
Lo más preocupante estriba en la credibilidad del mensaje «el Air Force One es el siguiente». Evidentemente, este mensaje sólo se puede describir como una amenaza y nunca como una advertencia amistosa; porque, si así fuera, ¿a santo de qué enviarían los terroristas un mensaje así? Y, ¿cómo consiguieron los códigos cifrados y la tecnología del transpondedor, circunstancias ambas que manifiestan su mala fe?
El que los terroristas conocieran los códigos cifrados y los lugares donde se encontraba el presidente, además de los procedimientos secretos, indica que los terroristas podrían tener un topo en la Casa Blanca, en el servicio secreto, el FBI o la CIA. Y, si esto es así, lo primero que necesitamos en nuestra guerra contra el terror es un contraespionaje tipo Angleton.
El País, Miércoles, 19 de septiembre de 2001
Pasión colectiva /EDWARD W. SAID
El horror espectacular como el que golpeó a Nueva York (y en un grado menor también a Washington) ha abierto la puerta a un nuevo mundo de agresores desconocidos e invisibles, de misiones terroristas sin mensaje político, de destrucción sin sentido. Para los residentes de esta ciudad herida, la consternación, el miedo, y la constante sensación de ira y conmoción se mantendrán con seguridad durante mucho tiempo, como también la tristeza y aflicción genuinas porque tamaña matanza se haya infligido cruelmente a tantos. Los neoyorquinos han tenido la suerte de que el alcalde Rudy Giuliani, una figura normalmente repelente y desagradablemente combativa, incluso retrógrada, conocida por sus virulentos puntos de vista sionistas, ha alcanzado rápidamente la categoría de un Churchill. Con calma, sin sentimentalismos y con una compasión extraordinaria ha organizado a los heroicos servicios de policía, bomberos y emergencias de la ciudad con resultados admirables y, por desgracia, con una enorme pérdida de vidas. La voz de Giuliani fue la primera en advertir contra el pánico y los ataques patrioteros a las grandes comunidades árabes y musulmanas de la ciudad, la primera en expresar el sentimiento común de angustia, la primera en presionar a todos para que intentaran reanudar sus vidas después de los abrumadores golpes.
Ojalá fuera eso todo. Incansable e insistentemente, aunque no siempre de forma edificante, los informes de la televisión nacional, cómo no, han llevado a todos los hogares el horror de aquellos terribles monstruos alados destructores de hombres. La mayoría de los comentarios han subrayado, de hecho magnificado, lo esperable y predecible en el sentir de la mayor parte de los estadounidenses: pérdida terrible, rabia, indignación, sensación de vulnerabilidad violada, deseo de venganza y de represalia incontrolada. No ha habido otra cosa de qué hablar en todos los canales importantes de televisión, recordatorios repetidos de lo que había pasado, de quiénes eran los terroristas (hasta ahora no se ha probado nada, lo cual no ha impedido que se reiteraran las acusaciones hora tras hora), de cómo ha sido atacado Estados Unidos, y así sucesivamente. Más allá de las expresiones formales de dolor y patriotismo, todo político y experto o erudito acreditado ha repetido obedientemente que no seremos vencidos, que no nos harán desistir, que no pararemos hasta que el terrorismo sea exterminado.
Ésta es una guerra contra el terrorismo, según todo el mundo, pero ¿dónde, en qué frentes, para qué fines concretos? Nadie da respuestas, excepto la vaga insinuación de que a lo que 'nos' enfrentamos es a Oriente Próximo y el Islam, y que el terrorismo tiene que ser destruido.
Sin embargo, lo más deprimente es ver el poco tiempo que se emplea en intentar comprender el papel de Estados Unidos en el mundo y su implicación directa en la compleja realidad que hay más allá de las dos costas, que durante tanto tiempo han mantenido al resto del mundo extremadamente lejano y en la práctica fuera de la mente del estadounidense medio. Se podría pensar que 'América' era un gigante dormido en vez de una superpotencia casi constantemente en guerra, o en algún tipo de conflicto, en todos los dominios del Islam. El nombre y el rostro de Osama Bin Laden se han vuelto alucinantemente familiares para los estadounidenses, hasta el punto de borrar cualquier historia que él y sus tétricos seguidores puedan haber tenido (por ejemplo, como útiles reclutas en la yihad lanzada hace 20 años por Estados Unidos contra la Unión Soviética en Afganistán) antes de que se convirtieran en símbolos trillados de todo lo que resulta odioso y repulsivo para la imaginación colectiva. De forma también inevitable, las pasiones colectivas están siendo canalizadas hacia una campaña a favor de la guerra que se parece extraordinariamente a la persecución de Moby Dick por el Capitán Ahab, en vez de lo que está pasando en realidad, una potencia imperialista que ha sido herida en casa por primera vez y que persigue sistemáticamente sus intereses en lo que de pronto se ha convertido en una nueva geografía del conflicto, sin claras fronteras ni actores visibles. Se barajan símbolos maniqueos y escenarios apocalípticos, mientras a las futuras consecuencias y a la moderación retórica se las lleva el viento.
Lo que necesitamos ahora es la comprensión racional de la situación, y no más batir de tambores. George Bush y su equipo quieren claramente lo segundo, no lo primero. Y, sin embargo, para la mayor parte de la gente en los mundos islámico y árabe, el Estados Unidos oficial es sinónimo de poder arrogante, conocido principalmente por su apoyo santurrón y munificente no sólo a Israel, sino también a muchos regímenes árabes represivos, y por su falta de atención incluso a la posibilidad de diálogo con movimientos seculares y con gente que tiene quejas auténticas. El antiamericanismo en este contexto no está basado en un odio a la modernidad o en una envidia a la tecnología, como siguen repitiendo acreditados eruditos como Thomas Friedman; está basado en una sucesión de intervenciones concretas, de depredaciones específicas y, en los casos del sufrimiento del pueblo iraquí bajo las sanciones impuestas por Estados Unidos y el apoyo estadounidense a los 34 años de ocupación israelí de los territorios palestinos, en una política cruel e inhumana administrada con una pétrea frialdad.
Israel explota ahora cínicamente la catástrofe estadounidense intensificando su ocupación militar y la opresión de los palestinos. Desde el 11 de septiembre, fuerzas militares israelíes han invadido Jenin y Jericó, y han bombardeado repetidas veces Gaza, Ramala, Beit Sahur y Beit Jala, causando grandes bajas entre los civiles y enormes daños materiales. Todo esto, cómo no, se ha hecho descaradamente con armamento estadounidense y la habitual cantinela de mentiras sobre la lucha contra el terrorismo. Los que apoyan a Israel en Estados Unidos han recurrido a gritos histéricos como 'ahora todos somos israelíes', estableciendo una conexión entre los atentados contra el World Trade Center Gemelas y el Pentágono, y los ataques palestinos a Israel en una conjunción absoluta de 'terrorismo mundial' en el que Bin Laden y Arafat son entidades intercambiables. Lo que podría haber sido un momento para que los estadounidenses reflexionaran sobre las posibles causas de lo que sucedió, que muchos palestinos, musulmanes y árabes han condenado, se ha convertido en un enorme triunfo propagandístico para Sharon; los palestinos, simplemente, no están preparados para defenderse ni frente a la ocupación israelí en sus formas más horribles y violentas, ni frente a la malintencionada difamación de su lucha nacional por la liberación.La retórica política en Estados Unidos ha hecho caso omiso de estas cosas y lanza palabras como 'terrorismo' y 'libertad', mientras que, por supuesto, estas grandes abstracciones han servido principalmente para ocultar sórdidos intereses económicos, la utilidad del petróleo, grupos de presión sionistas y de defensa que ahora consolidan su dominio sobre todo Oriente Próximo y una hostilidad (e ignorancia) religiosa de siglos contra el 'Islam' que adopta nuevas formas cada día. La cosa más corriente es conseguir un comentario de televisión, publicar historias, celebrar simposios o anunciar estudios sobre el Islam y la violencia o sobre el terrorismo árabe, o cualquier cosa por el estilo, utilizando a los expertos de turno (como Judith Miller, Fuad Ajami y Steven Emerson) para pontificar y arrojar generalidades sin contexto ni autenticidad histórica. La pregunta de por qué no piensa nadie en convocar seminarios sobre el cristianismo (o el judaísmo) y la violencia es probablemente demasiado obvia.
Es importante recordar (aunque esto no se menciona en absoluto) que China pronto alcanzará a Estados Unidos en consumo de petróleo, y se ha vuelto aún más perentorio para Estados Unidos controlar más estrechamente el suministro de petróleo tanto del Golfo Pérsico como del Mar Caspio; por consiguiente, un ataque contra Afganistán, que incluya el uso de las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central como plataformas, consolida un arco estratégico para Estados Unidos que se extiende desde el Golfo hasta los campos de petróleo del norte y en el que a cualquiera le resultará muy difícil penetrar en el futuro. A medida que aumentan a diario las presiones sobre Pakistán, podemos estar seguros de que a los acontecimientos del 11 de septiembre les seguirán una gran inestabilidad e inquietud locales.
Sin embargo, la responsabilidad intelectual exige un sentido aún más crítico de la actualidad. Naturalmente, ha habido terrorismo, y casi todos los movimientos de lucha modernos se han basado en el terror en alguna de sus etapas. Esto fue tan cierto en el caso del Congreso Nacional Africano de Mandela como en todos los demás, sionismo incluido. Y aun así, bombardear a ciudadanos indefensos con F-16 y helicópteros de guerra tiene la misma estructura y los mismos efectos que el terrorismo nacionalista más convencional. Lo especialmente malo en todo terrorismo es cuando se vincula a abstracciones religiosas y políticas, y a mitos que lo reducen todo y que se apartan de la historia y del sentido común. Es aquí donde la conciencia seglar tiene que dar un paso adelante y hacerse sentir, tanto en Estados Unidos como en Oriente Próximo. Ninguna causa, ningún Dios, ninguna idea abstracta pueden justificar la matanza en masa de inocentes, y muy especialmente cuando sólo un pequeño grupo de personas están al cargo de estas acciones y sienten que representan una causa sin haber sido elegidas o tener un auténtico mandato para hacerlo.
Además, con tanto como se ha discutido sobre los musulmanes, no hay un solo Islam: hay varios Islam, igual que hay varios Estados Unidos. La diversidad es cierta en todas las tradiciones, religiones o naciones, aunque algunos de sus seguidores hayan intentado inútilmente trazar fronteras alrededor de sí mismos y definir claramente sus credos. La historia es demasiado compleja y contradictoria como para que pueda ser simbolizada por demagogos que son mucho menos representativos de lo que sus seguidores o adversarios afirman. El problema con los fundamentalistas religiosos o morales es que hoy sus ideas primitivas de revolución y resistencia, que incluyen una voluntad de matar y de que les maten, parece unirse demasiado fácilmente a una sofisticación tecnológica y a lo que parecen ser actos gratificantes de un horrible salvajismo simbólico. (Con sorprendente presciencia, Joseph Conrad trazó en 1907 el retrato del terrorista arquetípico, a quien él llama lacónicamente 'el profesor' en su novela El agente secreto; un hombre cuya única preocupación es perfeccionar un detonador que funcione en cualquier circunstancia y cuyo trabajo produce una bomba que hace estallar un pobre chico enviado, sin saberlo, para destruir el observatorio de Greenwich como un golpe contra la 'ciencia pura'). Los atacantes suicidas de Nueva York y de Washington parecen haber sido de clase media, personas con estudios, no pobres refugiados. En lugar de conseguir unos líderes sabios que resalten la importancia de la educación, la movilización de masas y la organización paciente al servicio de una causa, los pobres y los desesperados a menudo se ven embaucados por el pensamiento mágico y las soluciones rápidas y sangrientas que ofrecen tan espantosos modelos, todo ello envuelto en paparruchadas religiosas llenas de mentiras. Esto sigue siendo generalmente cierto en Oriente Próximo, y en Palestina en particular, pero también en Estados Unidos, a buen seguro el más religioso de todos los países. Es también un fallo importante de los intelectuales seglares no haber redoblado sus esfuerzos para proporcionar análisis y modelos que compensen los indudables sufrimientos de la gran masa de su gente mísera y empobrecida por la globalización y por un militarismo que no cede, y que no tiene prácticamente nada a lo que agarrarse, excepto la violencia ciega y las promesas vagas de salvación futura.
Por otra parte, un inmenso poderío económico y militar como el de Estados Unidos no es ninguna garantía de sabiduría ni de visión moral, especialmente cuando la obcecación se considera una virtud y se cree que la nación está llamada a ser excepcional. En la actual crisis, mientras 'América' se prepara para una larga guerra que se librará en algún lugar de por ahí, junto con aliados que han sido presionados para prestar su servicio sobre bases muy inciertas y para fines imprecisos, apenas se han escuchado voces escépticas y humanitarias. Tenemos que dar un paso atrás desde los umbrales imaginarios que supuestamente separan a unos pueblos de otros en civilizaciones que supuestamente chocan y volver a examinar las etiquetas, volver a considerar los limitados recursos disponibles y decidir compartir de alguna manera nuestros destinos con los demás, como en realidad han hecho las culturas en su mayor parte, a pesar de los belicosos gritos y credos.
El 'Islam' y 'Occidente' son banderas inadecuadas para seguirlas ciegamente. Naturalmente, algunos correrán tras ellas, pero el que las generaciones futuras se condenen a sí mismas a guerras y sufrimiento prolongados sin pararse a reflexionar, sin mirar a sus historias de injusticia y opresión dependientes entre sí, sin intentar la emancipación común y la ilustración mutua, parece que es obstinarse mucho más de lo necesario. La satanización del Otro no es una base suficiente para ninguna clase de política decente, y mucho menos ahora que el enraizamiento del terrorismo en la injusticia y la miseria se pueden reconducir, y los terroristas pueden ser aislados o disuadidos con facilidad, o, si no, puestos fuera de combate. Hace falta paciencia y educación, pero la inversión compensa más que los niveles aún mayores de violencia y sufrimiento a gran escala.
Las perspectivas inmediatas son de destrucción y de sufrimiento en una escala muy grande, con los artífices de la política estadounidense exprimiendo los miedos y aprensiones de sus votantes con la cínica certeza de que muy pocos intentarán una campaña contra el patriotismo inflamado y las beligerantes incitaciones a la guerra, que durante un tiempo han logrado que se pospongan la comprensión, la reflexión y hasta el sentido común. A pesar de ello, aquellos de nosotros que tenemos la posibilidad de llegar a la gente que está dispuesta a escuchar -y hay mucha gente así en Estados Unidos, en Europa y en Oriente Próximo-, por lo menos debemos intentarlo tan racional y pacientemente como sea posible.Edward W. Said es ensayista palestino, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia

1 comentario:

Anónimo dijo...

Exelentes artículos pa, especialmente la visión tan humanista del profesor Said.

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