25 ago 2009

Las enseñanzas de Antîgona

Las enseñanzas de Antígona/Gustavo Martín Garzo
publicado en EL PAÍS, 24/08/09;
Los montes Torozos son las únicas elevaciones en la inmensa llanura de Tierra de Campos. Durante la Guerra Civil, especialmente durante el terrible verano de 1936, se convirtieron en un cementerio improvisado. Era allí, aprovechando sus cortes y vaguadas, donde grupos de falangistas conducían diariamente a sus rivales políticos y, tras matarles con frialdad, los enterraban entre carrascas, quejigos y encinas. En estos montes se concentra el mayor número de fosas comunes de la provincia de Valladolid.
No fueron meros ajustes de cuentas, sino asesinatos perfectamente organizados cuyo objetivo era el exterminio “planificado, sistemático y generalizado de todo el tejido asociativo y las corporaciones municipales de la Segunda República”. Asesinatos consentidos y apoyados por las nuevas autoridades, tan crueles como innecesarios, pues no hubo en la zona ni un conato de resistencia. Las patrullas de falangistas recorrían los pueblos de los alrededores y se llevaban a hombres, muchachos y, en algún caso, mujeres, con la obscena impunidad del que acude a los puestos de la feria a elegir el ganado para el matadero.
Es difícil saber la cifra total de los asesinados, pero la Asociación para la Memoria Histórica habla de unos 2.000, lo que en una zona escasamente poblada es una cifra estremecedora. Un informante que ha vivido en estos montes toda su vida recuerda a su padre comentando que llegaban camiones con más de 20 personas cada noche. Sólo en Medina de Rioseco, la capital de la comarca, un pueblo con una importante tradición sindical y republicana, mataron alrededor de 200 personas.
Todos los años, en un lugar de los montes Torozos, situado junto a Peñaflor de Hornija, a unos 20 kilómetros de Valladolid, se reúnen familiares y amigos para recordar lo que pasó. Es una ceremonia sencilla y emocionante, en que se leen poemas y testimonios personales ante un monumento improvisado con dos vigas de tren.
Este año acudió Sabina de la Cruz, viuda del poeta Blas de Otero. Su familia procede de Cuenca de Campos, un pueblo cercano, y su padre es uno de los desaparecidos. Vivía en Bilbao pero quiso la mala suerte que regresara a su pueblo ese verano para visitar a su familia y aprovecharan para matarle. En los años sesenta, ella y Blas de Otero se acercaron a estos montes tratando de encontrar algún indicio de su fosa, pero nadie quiso hablar con ellos. “Allí no había nada” se dice en el poema estremecedor que ella escribiría a su regreso. “Ni una tumba que Miguel diga dulcísima, / ni esa brizna de hierba que refresca / los huesos de los muertos”. Los muertos del bando nacional figuran en placas expuestas a laentrada de las iglesias, pero estos otros no tienen derecho ni siquiera a que se pronuncien sus nombres. Sorprende el silencio de las autoridades y, en general, de la sociedad vallisoletana, que consiente estas manifestaciones anuales como si se tratara de reuniones nostálgicas de ancianos que rememoran tristes batallas de juventud. Y sorprende sobre todo el silencio de la Iglesia, para quien enterrar dignamente a los muertos es una de las tareas esenciales de su credo. Y digo que sorprende porque la mayoría de los asesinados eran creyentes y sin duda habrían deseado para sí mismos un entierro con los rezos, las bendiciones y el amor de sus sacerdotes.
Han pasado 70 años y es más necesario que nunca hablar de todo esto. Los familiares más directos de los desaparecidos son ya muy ancianos, y dentro de poco no quedará nadie que los recuerde. Interesarse por ellos es un acto con un profundo significado cívico, pues a un crimen político se ha respondido con un crimen ontológico. “Los desaparecidos -ha escrito George Steiner- son nuestra memoria. Un mal que existe en nuestros cuerpos personales, una huella con la que vivimos y que ninguna justicia puede borrar. Deuda impagable, sin compensación posible. Así trabaja la memoria, como una marca con la que debemos vivir, como una terrible elección. El desaparecido dejaría de ser si la memoria de los desaparecidos dejara de existir”. Y añade: “Si lo que sucedió no se reconoce, entonces no tiene más remedio que seguir ocurriendo siempre, en un eterno retorno”.
Somos lo que recordamos. Si al hombre le privaran de memoria perdería su humanidad. Gracias a la memoria no sólo vivimos nuestra vida sino la de los demás. La cultura es memoria. Las bibliotecas, los museos, los monumentos el pasado, son construcciones de la memoria. En ellos se guardan las huellas de los hechos y las vidas de los que nos precedieron, lo que nos permite dialogar con ellos y burlar a la muerte. Todos los seres queridos que desaparecen, siguen viviendo en los relatos de quienes les sobreviven. La memoria es “lo más necesario de la vida”. Sin embargo, en muchas cunetas y vaguadas de España aún yacen enterrados sin identificar decenas de hombres y mujeres que fueron asesinados vilmente durante la Guerra Civil. Reconocerlo no es un acto caprichoso ni irresponsable. No se trata de ajustar cuentas con el pasado, sólo de ocuparnos de estos miembros de nuestra comunidad como desearíamos que se ocuparan de nosotros.
Antígona fue condenada a muerte por querer enterrar a su hermano, abandonado al arbitrio de los perros y los cuervos por orden del rey de Tebas.
Cuidar a nuestros muertos, nos enseña Antígona, es integrar su muerte en la vida. Es un acto de amor, tender ese lazo posible y deseado entre seres que se pertenecen y que se ven unos a otros como seres humanos. Los que fueron enterrados sin amor ni lágrimas, fueron deshumanizados por este acto. Recordarles es devolverles la humanidad que se les negó.
Es esto lo que significa la historia del zamorano Venancio Prieto. Su padre fue asesinado en agosto del 36 con otros del pueblo. Dejó mujer y cinco hijos muy pequeños. No tenían para comer y Venancio, que sólo tenía seis años, iba a pedir pan y manojos de leña por las casas. Cuando le preguntaban de quién era él, contestaba candorosamente: “De Medero, el que mataron”.
Tiene razón Almodóvar, hay muchos tipos de familia. Por ejemplo, la de ese niño y su padre asesinado por los fascistas; o las de todos los que aún se empeñan en buscar a los seres que perdieron una noche aciaga de hace 70 años. Una familia es un grupo de personas que cuida de un pequeño ser, ha dicho Pedro Almodóvar. Seres pequeños son los niños, pero también los muertos que amamos. No hay nadie más insignificante ni más necesitado que ellos, pues basta que dejemos de recordarlos para que desaparezcan para siempre.
Sorprende que en este país, donde hay tantos defensores de la familia, se olviden de familias tan ejemplares y fieles. Frente a la crueldad de los que una noche entraron en sus casas para privarles de lo que amaban, ellas siguen pronunciando a solas los nombres de esos pequeños seres que son sus muertos. Quieren tomarles de la mano y conducirles, como a niños maltratados, a un país justo donde puedan encontrar el respeto y la ternura que se les negó. Ayudarles en esa tarea es una obligación no sólo política sino moral. Una tarea de todos que no debe demorarse más
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