28 feb 2012

A mí no me juzga nadie


A mí no me juzga nadie/ Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente
Publicado en EL MUNDO, 28/02/12:
Dos notas del autor. 1ª. Este artículo está basado en la novela El asesinato del perdedor, de Camilo J. Cela. 2ª. Si al lector le recordase algún proceso célebre, sepa que todo lo escrito es pura fantasía.
Comienza el relato. El jueves, 9 de febrero, de este mismo año, festividad de santa Apolonia, virgen y mártir que prefirió entregarse al fuego antes de ceder en su fe, el gran juez se encaró con sus propios jueces y despojándose de la toga, la de torear la ley, la de envolver muertos, la de recaudar diezmos y primicias, les dijo con estudiada parsimonia y voz impostada:
- Con esta toga puedo quitaros el honor con facilidad, pero no voy a hacerlo, sólo quiero advertíroslo. Escuchadme con atención. No despreciéis nunca al juez de jueces. Condenarme será para vosotros la peste; todas las enfermedades posibles caerán sobre vuestras familias; mi corte de incondicionales vociferantes suplicarán al cielo que las siete plagas asolen esta casa de corruptos y fascistas.
Todo esto y más decía su señoría, mientras en la calle, de forma terca e inclemente, llovían insultos como piedras volanderas.

Este artículo podría haberse titulado Yo soy el Supremo, o crónica de cómo un juez se cree Dios, pero si al final lo rechacé fue por no dar pie a que alguien me saliera con que había copiado el Yo -sin coma- el Supremo, de Augusto Roa Bastos y, lo que hubiera sido peor, que se comparase a su ilustrísima con Gaspar Rodríguez de Francia, aquel dictador de Paraguay que era un loco monomaniaco, fanático y cruel.
Este artículo iba a titularse Matar a un pavo real o los sueños del rey mago, pero resulta que el director de este periódico me lo ha corregido porque se parece mucho al de su carta del domingo 23 de mayo de 2010, donde llamaba al Tribunal Supremo «basílica de las leyes, templo de la razón y palacio del Derecho» y se refería al superjuez como «orondo animalejo y bicho pintoresco, extravagante, de alas desplegadas en un inmenso abanico».
El juez que se resiste a ser juzgado por haber cometido alguna fechoría es muy inmaduro. Su pecado original fue soñar que cuando estaba en el seminario de Peleas de Abajo, en la provincia de Zamora, el Espíritu Santo se le apareció en forma de paloma buchona y le ayudó a ganar las oposiciones a cambio del compromiso de borrar de la faz de la tierra el vicio y los malos hábitos, excluidos los suyos.
Santa Apolonia, la del 9 de febrero, decía que un juez enviado del cielo no puede pecar, pero esto es una ingenuidad de la santa, tan aficionada ella a jugar con las palabras. Todos los jueces pecan, unos más que otros; los hay que lo hacen venialmente y otros mortalmente.
- Un momento, que siempre hubo clases. Los jueces que usamos togas confeccionadas con los flecos de la túnica de Dios nunca pecamos porque es inconcebible que, en nuestra infinita grandeza, podamos ofender al cielo. Creer que yo puedo pecar es pecado de estulticia de quien así piense.
- ¿Algo más?
- Sí. Mi conciencia está limpia, yo soy el mejor juez que hay; incluso soy más bueno que justo y nada me importa que no se me admita porque lo que prevalece es mi conciencia.
El juez juzgado no debió nunca decir esto a los jueces que tenía enfrente, pues venía a reconocer que él había hecho con la ley lo que le salía por las cinco espitas de su cuerpo. Nunca hay que parapetarse en la conciencia sino vaciar la verdad por la boca. Una confesión debe hacerse en toda regla y no entre dientes; también con los pies descalzos sobre la tarima del estrado.
Este artículo podía haber tenido por título Oyendo al príncipe de las mareas y a otros o, si se prefiere, el honor de los jueces, pero al final renuncié a él para que no se pareciera al de un corto cinematográfico que recientemente ha obtenido un pequeño premio en un festival de arte y ensayo, aparte de que el diseñador de la página me dijo que al ser tan largo podía deslucir el contenido del texto.
El narrador vuelve al hilo de su historieta. A raíz de su condena el señor juez declaró que la sentencia era una aberración, que el juicio había sido una mera excusa y su caso manipulado por los enemigos de la justicia y los amigos de la corrupción. Para mí que debería haber callado para no desmerecer aún más, cosa que también podría haber hecho un fiscal retirado que dijo que el tribunal era una casta de burócratas, indigno de llamarse supremo y arrodillado ante la corrupción, algo muy parecido, por cierto, a lo que declaró un padre de la patria, muy progresista y de izquierdas él, de que nunca un tribunal tan alto pudo volar tan bajo y que la sentencia era una vergüenza nacional. Aunque el asunto es grave, tampoco hay porque dar tres cuartos al pregonero, pues ya se sabe que a los enfermos de verborragia, la pasión, en lugar de ayudar, sirve para cegar sus mentes y torcer sus juicios. Las palabras infames arrastran al que las pronuncia y afortunadamente la mayoría de los jueces españoles saben torear al morlaco de la insidia.
- El juez ecuánime y sereno, cuando le ofenden no descompone jamás la figura; aguanta tieso; traga saliva, pero no replica.
- En la familia judicial, los hombres y mujeres vivimos mejor o peor, pero de pie y seguimos el consejo de que la mayor venganza del sabio es olvidar el agravio.
Quien escribe está a punto de concluir. Dicen que el juez juzgado está muy cambiado después de la condena, que parece que le han dado la vuelta como a un calcetín. A lo mejor ya adivina que va de perdedor. Está comprobado que a la gente le gusta hacer prácticas de acoso y derribo con los jueces y que cuando están caídos los mira fijamente para oír como crujen y se estremecen. Lástima, porque siempre me pareció que se debe ser clemente con los derrotados y que un consejo desinteresado y una palabra de consuelo a tiempo cuando menos debieran funcionar a modo de bálsamo mágico. En círculos judiciales se dice que el juez juzgado piensa irse de España. Es más; en algunos programas del corazón o de más abajo del ombligo, que ya no se sabe distinguir, un par de tertulianos han dicho que su señoría se ha ido ya. A mí me parece que abandonar tu país no es pecado si crees que la huida es un punto de contrición con el que puedes salvar el alma. A los vencidos no hay que desahuciarlos, basta con ponerlos en el camino del exilio.
- ¿Quién dijo que la gloria no es sino el rumor del viento en los oídos?
- ¿Shakespeare?
- No.
- ¿Cela?
- No. Éste fue el que dijo que algún juez debería llevar una lucecita en mitad del entrecejo para avisar del peligro.
Declaración final. El verdadero nombre del autor de este artículo es el de Amador Crespo, uno que hace un puñado de años tuvo cierta fama, cuando le escribieron unas hojas que, más o menos, terminaban así: Nieva suavemente sobre el Campo de la Verdad, sobre el barrio del Sepulcro, sobre la calle de la Amargura, sobre la ronda del Degolladero; nieva como la justicia debe impartirse; despacio y con mucha serenidad, cayendo sobre los mortales, sin distinción de nombres, rentas y honores … ¡Ah, el tiempo! El tiempo es todo.


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