Mensaje del
Papa Benedicto XVI para la Jornada Mundial de la Paz que se celebra el 1 de
enero de 2013
“Bienaventurados
los que trabajan por la paz”
1.- Cada nuevo
año trae consigo la esperanza de un mundo mejor. En esta perspectiva, pido a
Dios, Padre de la humanidad, que nos conceda la concordia y la paz, para que se
puedan cumplir las aspiraciones de una vida próspera y feliz para todos.
Trascurridos
50 años del Concilio Vaticano II, que ha contribuido a fortalecer la misión de
la Iglesia en el mundo, es alentador constatar que los cristianos, como Pueblo
de Dios en comunión con él y caminando con los hombres, se comprometen en la
historia compartiendo las alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias
anunciando la salvación de Cristo y promoviendo la paz para todos.
En efecto,
este tiempo nuestro, caracterizado por la globalización, con sus aspectos
positivos y negativos, así como por sangrientos conflictos aún en curso, y por
amenazas de guerra, reclama un compromiso renovado y concertado en la búsqueda
del bien común, del desarrollo de todos los hombres y de todo el hombre.
Causan alarma
los focos de tensión y contraposición provocados por la creciente desigualdad
entre ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad egoísta e
individualista, que se expresa también en un capitalismo financiero no
regulado. Aparte de las diversas formas de terrorismo y delincuencia
internacional, representan un peligro para la paz los fundamentalismos y
fanatismos que distorsionan la verdadera naturaleza de la religión, llamada a
favorecer la comunión y la reconciliación entre los hombres. Y, sin embargo,
las numerosas iniciativas de paz que enriquecen el mundo atestiguan la vocación
in- nata de la humanidad hacia la paz. El deseo de paz es una aspiración
esencial de cada hombre, y coincide en cierto modo con el deseo de una vida
humana plena, feliz y lograda. En otras palabras, el deseo de paz se corresponde
con un principio moral fundamental, a saber, con el derecho y el deber a un
desarrollo integral, social, comunitario, que forma parte del diseño de Dios
sobre el hombre. El hombre está hecho para la paz, que es un don de Dios. Todo
esto me ha llevado a inspirarme para este mensaje en las palabras de
Jesucristo: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados
hijos de Dios”.
La
bienaventuranza evangélica
2. Las
bienaventuranzas proclamadas por Jesús son promesas. En la tradición bíblica,
en efecto, la bienaventuranza pertenece a un género literario que comporta
siempre una buena noticia, es decir, un evangelio que culmina con una promesa.
Por tanto, las bienaventuranzas no son meras recomendaciones morales, cuya
observancia prevé que, a su debido tiempo – un tiempo situado normalmente en la
otra vida –, se obtenga una recompensa, es decir, una situación de felicidad
futura. La bienaventuranza consiste más bien en el cumplimiento de una promesa
dirigida a todos los que se dejan guiar por las exigencias de la verdad, la
justicia y el amor. Quienes se encomiendan a Dios y a sus promesas son
considerados frecuentemente por el mundo como ingenuos o alejados de la
realidad. Sin embargo, Jesús les declara que, no sólo en la otra vida sino ya
en ésta, descubrirán que son hijos de Dios, y que, desde siempre y para
siempre, Dios es totalmente solidario con ellos.
Comprenderán
que no están solos, porque él está a favor de los que se comprometen con la
verdad, la justicia y el amor. Jesús, revelación del amor del Padre, no duda en
ofrecerse con el sacrificio de sí mismo. Cuando se acoge a Jesucristo, Hombre y
Dios, se vive la experiencia gozosa de un don inmenso: compartir la vida misma
de Dios, es decir, la vida de la gracia, prenda de una existencia plenamente
bienaventurada. En particular, Jesucristo nos da la verdadera paz que nace del
encuentro confiado del hombre con Dios.
La
bienaventuranza de Jesús dice que la paz es al mismo tiempo un don mesiánico y
una obra humana. En efecto, la paz presupone un humanismo abierto a la
trascendencia. Es fruto del don recíproco, de un enriquecimiento mutuo, gracias
al don que brota de Dios, y que permite vivir con los demás y para los demás.
La ética de la paz es ética de la comunión y de la participación. Es
indispensable, pues, que las diferentes culturas actuales superen antropologías
y éticas basadas en presupuestos teórico-prácticos puramente subjetivistas y
pragmáticos, en virtud de los cuales las relaciones de convivencia se inspiran
en criterios de poder o de beneficio, los medios se convierten en fines y
viceversa, la cultura y la educación se centran únicamente en los instrumentos,
en la tecnología y la eficiencia. Una condición previa para la paz es el
desmantelamiento de la dictadura del relativismo moral y del presupuesto de una
moral totalmente autónoma, que cierra las puertas al reconocimiento de la
imprescindible ley moral natural inscrita por Dios en la conciencia de cada
hombre. La paz es la construcción de la convivencia en términos racionales y
morales, apoyándose sobre un fundamento cuya medida no la crea el hombre, sino
Dios: “El Señor da fuerza a su pueblo, el Señor ben dice a su pueblo con la
paz”, dice el Salmo 29.
La paz, don de
Dios y obra del hombre
3. La paz
concierne a la persona humana en su integridad e implica la participación de
todo el hombre. Se trata de paz con Dios viviendo según su voluntad. Paz
interior con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y con toda la creación.
Comporta principalmente, como escribió el beato Juan XXIII en la Encíclica
Pacem in Terris, de la que dentro de pocos meses se cumplirá el 50 aniversario,
la construcción de una convivencia basada en la verdad, la libertad, el amor y
la justicia. La negación de lo que constituye la verdadera naturaleza del ser
humano en sus dimensiones constitutivas, en su capacidad intrínseca de conocer
la verdad y el bien y, en última instancia, a Dios mismo, pone en peligro la
construcción de la paz. Sin la verdad sobre el hombre, inscrita en su corazón
por el Creador, se menoscaba la libertad y el amor, la justicia pierde el
fundamento de su ejercicio.
Para llegar a
ser un auténtico trabajador por la paz, es indispensable cuidar la dimensión
trascendente y el diálogo constante con Dios, Padre misericordioso, mediante el
cual se implora la redención que su Hijo Unigénito nos ha conquistado. Así
podrá el hombre vencer ese germen de oscuridad y de negación de la paz que es
el pecado en todas sus formas: el egoísmo y la violencia, la codicia y el deseo
de poder y dominación, la intolerancia, el odio y las estructuras injustas.
La realización
de la paz depende en gran medida del reconocimiento de que, en Dios, somos una
sola familia humana. Como enseña la Encíclica Pacem in Terris, se estructura
mediante relaciones interpersonales e instituciones apoyadas y animadas por un
“nosotros” comunitario, que implica un orden moral interno y externo, en el que
se reconocen sinceramente, de acuerdo con la verdad y la justicia, los derechos
recíprocos y los deberes mutuos. La paz es un orden vivificado e integrado por
el amor, capaz de hacer sentir como propias las necesidades y las exigencias
del prójimo, de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, y de tender
a que sea cada vez más difundida en el mundo la comunión de los valores
espirituales. Es un orden llevado a cabo en la libertad, es decir, en el modo
que corresponde a la dignidad de las personas, que por su propia naturaleza
racional asumen la responsabilidad de sus propias obras.
La paz no es
un sueño, no es una utopía: la paz es posible. Nuestros ojos deben ver con
mayor profundidad, bajo la superficie de las apariencias y las manifestaciones,
para descubrir una realidad positiva que existe en nuestros corazones, porque
todo hombre ha sido creado a imagen de Dios y llamado a crecer, contribuyendo a
la construcción de un mundo nuevo. En efecto, Dios mismo, mediante la
encarnación del Hijo, y la redención que él llevó a cabo, ha entrado en la
historia, haciendo surgir una nueva creación y una alianza nueva entre Dios y
el hombre, y dándonos la posibilidad de tener “un corazón nuevo” y “un espíritu
nuevo”.
Precisamente
por eso, la Iglesia está convencida de la urgencia de un nuevo anuncio de
Jesucristo, el primer y principal factor del desarrollo integral de los pueblos,
y también de la paz. En efecto, Jesús es nuestra paz, nuestra justicia, nuestra
reconciliación. El que trabaja por la paz, según la bienaventuranza de Jesús,
es aquel que busca el bien del otro, el bien total del alma y el cuerpo, hoy y
mañana.
A partir de
esta enseñanza se puede deducir que toda persona y toda comunidad –religiosa,
civil, educativa y cultural– está llamada a trabajar por la paz. La paz es
principalmente la realización del bien común de las diversas sociedades,
primarias e intermedias, nacionales, internacionales y de alcance mundial.
Precisamente por esta razón se puede afirmar que las vías para construir el
bien común son también las vías a seguir para obtener la paz.
Los que
trabajan por la paz son quienes aman, defienden y promueven la vida en su
integridad
4. El camino
para la realización del bien común y de la paz pasa ante todo por el respeto de
la vida humana, considerada en sus múltiples aspectos, desde su concepción, en
su desarrollo y hasta su fin natural. Auténticos trabajadores por la paz son,
entonces, los que aman, defienden y promueven la vida humana en todas sus
dimensiones: personal, comunitaria y trascendente. La vida en plenitud es el
culmen de la paz. Quien quiere la paz no puede tolerar atentados y delitos
contra la vida.
Quienes no
aprecian suficientemente el valor de la vida humana y, en consecuencia,
sostienen por ejemplo la liberación del aborto, tal vez no se dan cuenta que,
de este modo, proponen la búsqueda de una paz ilusoria. La huida de las
responsabilidades, que envilece a la persona humana, y mucho más la muerte de
un ser inerme e inocente, nunca podrán traer felicidad o paz. En efecto, ¿cómo
es posible pretender conseguir la paz, el desarrollo integral de los pueblos o
la misma salvaguardia del ambiente, sin que sea tutelado el derecho a la vida
de los más débiles, empezando por los que aún no han nacido? Cada agresión a la
vida, especialmente en su origen, provoca inevitablemente daños irreparables al
desarrollo, a la paz, al ambiente. Tampoco es justo codificar de manera subrepticia
falsos derechos o libertades, que, basados en una visión reductiva y
relativista del ser humano, y mediante el uso hábil de expresiones ambiguas
encaminadas a favorecer un pretendido derecho al aborto y a la eutanasia,
amenazan el derecho fundamental a la vida.
También la
estructura natural del matrimonio debe ser reconocida y promovida como la unión
de un hombre y una mujer, frente a los intentos de equipararla desde un punto
de vista jurídico con formas radicalmente distintas de unión que, en realidad,
dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular
y su papel insustituible en la sociedad.
Estos
principios no son verdades de fe, ni una mera derivación del derecho a la
libertad religiosa. Están inscritos en la misma naturaleza humana, se pueden
conocer por la razón, y por tanto son comunes a toda la humanidad. La acción de
la Iglesia al promoverlos no tiene un carácter confesional, sino que se dirige
a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa. Esta acción se
hace tanto más necesaria cuanto más se niegan o no se comprenden estos
principios, lo que es una ofensa a la verdad de la persona humana, una herida
grave infligida a la justicia y a la paz.
Por tanto,
constituye también una importante cooperación a la paz el reconocimiento del
derecho al uso del principio de la objeción de conciencia con respecto a leyes
y medidas gubernativas que atentan contra la dignidad humana, como el aborto y
la eutanasia, por parte de los ordenamientos jurídicos y la administración de
la justicia.
Entre los
derechos humanos fundamentales, también para la vida pacífica de los pueblos,
está el de la libertad religiosa de las personas y las comunidades. En este
momento histórico, es cada vez más importante que este derecho sea promovido no
sólo desde un punto de vista negativo, como libertad frente – por ejemplo,
frente a obligaciones o constricciones de la libertad de elegir la propia
religión –, sino también desde un punto de vista positivo, en sus varias
articulaciones, como libertad de, por ejemplo, testimoniar la propia religión,
anunciar y comunicar su enseñanza, organizar actividades educativas, benéficas
o asistenciales que permitan aplicar los preceptos religiosos, ser y actuar
como organismos sociales, estructurados según los principios doctrinales y los
fines institucionales que les son propios.
Lamentablemente,
incluso en países con una antigua tradición cristiana, se están multiplicando
los episodios de intolerancia religiosa, especialmente en relación con el
cristianismo o de quienes simplemente llevan signos de identidad de su
religión.
El que trabaja
por la paz debe tener presente que, en sectores cada vez mayores de la opinión
pública, la ideología del liberalismo radical y de la tecnocracia insinúan la
convicción de que el crecimiento económico se ha de conseguir incluso a costa
de erosionar la función social del Estado y de las redes de solidaridad de la
sociedad civil, así como de los derechos y deberes sociales. Estos derechos y
deberes han de ser considerados fundamentales para la plena realización de
otros, empezando por los civiles y políticos.
Uno de los
derechos y deberes sociales más amenazados actualmente es el derecho al
trabajo. Esto se debe a que, cada vez más, el trabajo y el justo reconocimiento
del estatuto jurídico de los trabajadores no están adecuadamente valorizados,
porque el desarrollo económico se hace depender sobre todo de la absoluta
libertad de los mercados. El trabajo es considerado una mera variable
dependiente de los mecanismos económicos y financieros. A este propósito,
reitero que la dignidad del hombre, así como las razones económicas, sociales y
políticas, exigen que “se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso
al trabajo por parte de todos, o lo mantengan”.
La condición
previa para la realización de este ambicioso proyecto es una renovada
consideración del trabajo, basada en los principios éticos y valores
espirituales, que robustezca la concepción del mismo como bien fundamental para
la persona, la familia y la sociedad. A este bien corresponde un deber y un
derecho que exigen nuevas y valientes políticas de trabajo para todos.
Construir el
bien de la paz mediante un nuevo modelo de desarrollo y de economía
5. Actualmente
son muchos los que reconocen que es necesario un nuevo modelo de desarrollo,
así como una nueva visión de la economía. Tanto el desarrollo integral,
solidario y sostenible, como el bien común, exigen una correcta escala de
valores y bienes, que se pueden estructurar teniendo a Dios como referencia última.
No basta con disposiciones de muchos medios y una amplia gama de opciones,
aunque sean de apreciar. Tanto los múltiples bienes necesarios para el
desarrollo, como las opciones posibles deben ser usados según la perspectiva de
una vida buena, de una conducta recta que reconozca el primado de la dimensión
espiritual y la llamada a la consecución del bien común. De otro modo, pierden
su justa valencia, acabando por ensalzar nuevos ídolos.
Para salir de
la actual crisis financiera y económica – que tiene como efecto un aumento de
las desigualdades – se necesitan personas, grupos e instituciones que promuevan
la vida, favoreciendo la creatividad humana para aprovechar incluso la crisis
como una ocasión de discernimiento y un nuevo modelo económico. El que ha
prevalecido en los últimos decenios postulaba la maximización del provecho y
del consumo, en una óptica individualista y egoísta, dirigida a valorar a las
personas sólo por su capacidad de responder a las exigencias de la
competitividad. Desde otra perspectiva, sin embargo, el éxito auténtico y
duradero se obtiene con el don de uno mismo, de las propias capacidades
intelectuales, de la propia iniciativa, puesto que un desarrollo económico
sostenible, es decir, auténtica mente humano, necesita del principio de
gratuidad como manifestación de fraternidad y de la lógica del don.
En concreto,
dentro de la actividad económica, el que trabaja por la paz se configura como
aquel que instaura con sus colaboradores y compañeros, con los clientes y los
usuarios, relaciones de lealtad y de reciprocidad. Realiza la actividad
económica por el bien común, vive su esfuerzo como algo que va más allá de su
propio interés, para beneficio de las generaciones presentes y futuras. Se
encuentra así trabajando no sólo para sí mismo, sino también para dar a los
demás un futuro y un trabajo digno.
En el ámbito
económico, se necesitan, especialmente por parte de los estados, políticas de
desarrollo industrial y agrícola que se preocupen del progreso social y la
universalización de un estado de derecho y democrático. Es fundamental e
imprescindible, además, la estructuración ética de los mercados monetarios,
financieros y comerciales; éstos han de ser estabilizados y mejor coordinados y
controlados, de modo que no se cause daño a los más pobres. La solicitud de los
muchos que trabajan por la paz se debe dirigir además – con una mayor
resolución respecto a lo que se ha hecho hasta ahora – a atender la crisis
alimentaria, mucho más grave que la financiera.
La seguridad
de los aprovisionamientos de alimentos ha vuelto a ser un tema central en la
agenda política internacional, a causa de crisis relacionadas, entre otras
cosas, con las oscilaciones repentinas de los precios de las materias primas
agrícolas, los comportamientos irresponsables por parte de algunos agentes
económicos y con un insuficiente control por parte de los gobiernos y la
comunidad internacional. Para hacer frente a esta crisis, los que trabajan por
la paz están llamados a actuar juntos con espíritu de solidaridad, desde el
ámbito local al internacional, con el objetivo de poner a los agricultores, en
particular en las pequeñas realidades rurales, en condiciones de poder
desarrollar su actividad de modo digno y sostenible desde un punto de vista
social, ambiental y económico.
La educación a
una cultura de la paz: el papel de la familia y de las instituciones
6.Deseo
reiterar con fuerza que todos los que trabajan por la paz están llamados a
cultivar la pasión por el bien común de la familia y la justicia social, así
como el compromiso por una educación social idónea.
Ninguno puede
ignorar o minimizar el papel decisivo de la familia, célula base de la sociedad
desde el punto de vista demográfico, ético, pedagógico, económico y político.
Ésta tiene como vocación natural promover la vida: acompaña a las personas en
su crecimiento y las anima a potenciarse mutuamente mediante el cuidado
recíproco. En concreto, la familia cristiana lleva consigo el germen del
proyecto de educación de las personas según la medida del amor divino. La
familia es uno de los sujetos sociales indispensables en la realización de una
cultura de la paz. Es necesario tutelar el derecho de los padres y su papel
primario en la educación de los hijos, en primer lugar en el ámbito moral y
religioso. En la familia nacen y crecen los que trabajan por la paz, los
futuros promotores de una cultura de la vida y del amor.
En esta
inmensa tarea de educación a la paz están implicadas en particular las
comunidades religiosas. La Iglesia se siente partícipe en esta gran
responsabilidad a través de la nueva evangelización, que tiene como pilares la
conversión a la verdad y al amor de Cristo y, consecuentemente, un nuevo
nacimiento espiritual y moral de las personas y las sociedades. El encuentro
con Jesucristo plasma a los que trabajan por la paz, comprometiéndoles en la
comunión y la superación de la injusticia.
Las
instituciones culturales, escolares y universitarias desempeñan una misión
especial en relación con la paz. A ellas se les pide una contribución
significativa no sólo en la formación de nuevas generaciones de líderes, sino
también en la renovación de las instituciones públicas, nacionales e
internacionales. También pueden contribuir a una reflexión científica que
asiente las actividades económicas y financieras en un sólido fundamento
antropológico y ético. El mundo actual, particularmente el político, necesita
del soporte de un pensamiento nuevo, de una nueva síntesis cultural, para
superar tecnicismos y armonizar las múltiples tendencias políticas con vistas
al bien común. Éste, considerado como un conjunto de relaciones interpersonales
e institucionales positivas al servicio del crecimiento integral de los
individuos y los grupos, es la base de cualquier educación a la auténtica paz.
Una pedagogía
del que trabaja por la paz
7. Como
conclusión, aparece la necesidad de proponer y promover una pedagogía de la
paz. Ésta pide una rica vida interior, claros y válidos referentes morales,
actitudes y estilos de vida apropiados. En efecto, las iniciativas por la paz
contribuyen al bien común y crean interés por la paz y educan para ella.
Pensamientos, palabras y gestos de paz crean una mentalidad y una cultura de la
paz, una atmósfera de respeto, honestidad y cordialidad. Es necesario enseñar a
los hombres a amarse y educarse a la paz, y a vivir con benevolencia, más que
con simple tolerancia. Es fundamental que se cree el convencimiento de que “hay
que decir no a la venganza, hay que reconocer las propias culpas, aceptar las
disculpas sin exigirlas y, en fin, perdonar” ,de modo que los errores y las
ofensas puedan ser en verdad reconocidos para avanzar juntos hacia la
reconciliación.
Esto supone la
difusión de una pedagogía del perdón. El mal, en efecto, se vence con el bien,
y la justicia se busca imitando a Dios Padre que ama a todos sus hijos. Es un
trabajo lento, porque supone una evolución espiritual, una educación a los más
altos valores, una visión nueva de la historia humana. Es necesario renunciar a
la falsa paz que prometen los ídolos de este mundo y a los peligros que la
acompañan; a esta falsa paz que hace las conciencias cada vez más insensibles,
que lleva a encerrarse en uno mismo, a una existencia atrofiada, vivida en la
indiferencia. Por el contrario, la pedagogía de la paz implica acción,
compasión, solidaridad, valentía y perseverancia.
Jesús encarna
el conjunto de estas actitudes en su existencia, hasta el don total de sí
mismo, hasta “perder la vida” . Promete a sus discípulos que, antes o después,
harán el extraordinario descubrimiento del que hemos hablado al inicio, es
decir, que en el mundo está Dios, el Dios de Jesús, completamente solidario con
los hombres. En este contexto, quisiera recordar la oración con la que se pide
a Dios que nos haga instrumentos de su paz, para llevar su amor donde hubiese
odio, su perdón donde hubiese ofensa, la verdadera fe donde hubiese duda.
Por nuestra
parte, junto al beato Juan XXIII, pidamos a Dios que ilumine también con su luz
la mente de los que gobiernan las naciones, para que, al mismo tiempo que se
esfuerzan por el justo bienestar de sus ciudadanos, aseguren y defiendan el don
hermosísimo de la paz; que encienda las voluntades de todos los hombres para
echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para
estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca
comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta
manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y
florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz.
Con esta
invocación, pido que todos sean verdaderos trabajadores y constructores de paz,
de modo que la ciudad del hombre crezca en fraterna concordia, en prosperidad y
paz.
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