La
Ciudadela y Lecumberri: Los escenarios del crimen
(La Decena Trágica: tercera y
última parte)
LA
REDACCIÓN/ José Emilio Pacheco
Revista Proceso 1895, 24 de febrero de 2013
México
es el país en donde todo se olvida y todo se perdona. Pocos han querido ver
como coautores intelectuales del cuartelazo y los asesinatos de 1913 a personas
como José Juan Tablada que abrió el camino con su farsa Madero Chantecler. O al
director de El País,Trinidad Sánchez Santos, quien, como dijo Passolini, llevó
a la política todas las virtudes católicas excepto la compasión. Sánchez Santos
insistió en que el maderismo estaba financiado por la Standard Oil y creó para
Gustavo Madero el mote de Ojo Parado, apodo cuyas consecuencias veremos
enseguida en la Ciudadela. Nemesio García Naranjo insistió en que el ejército
se hallaba obligado a levantarse y deshacerse de la familia depredadora.-
Gracias
a estos autores y a caricaturistas como Ernesto García Cabral la oficialidad
porfiriana se convenció de que su deber era lavar con sangre la derrota de
1911. Era intolerable que las gloriosas tropas comandadas por el héroe inmortal
del 2 de abril hubiesen sucumbido a manos de unas gavillas de pelados a quienes
encabezaba un loco, un espiritista, un vegetariano, un homeópata.
Mediante
artículos y caricaturas la prensa convirtió a Madero de héroe y vencedor
absoluto en objeto de irrisión y desprecio. Centenares de libros y miles de
textos se han escrito durante un siglo y sin embargo hay muchas cosas que
todavía ignoramos. ¿Por qué el pueblo no se levantó para defender al régimen
maderista? ¿Quién financió las publicaciones más destructivas? ¿Cómo fue
posible que se permitiera la aniquilación de las escasas fuerzas que podían
apuntalar al maderismo? ¿Por qué se toleró a Huerta exterminar a los rurales
lanzándolos por Balderas a sabiendas de que jamás llegarían a la Ciudadela pues
en el edificio que más tarde fue de Novedades los esperaban nidos de
ametralladoras enemigas que acabaron con ellos y sus monturas?
Fracaso
en México
y
victoria en Francia
Para
el jueves 13 de febrero la colonia extranjera que ya no había alcanzado sitio
en las legaciones se refugió en el Hotel Geneve.- Los cañones de Mondragón
respetaron el hotel que aún está en pie pero dejaron caer sus bombas en las
casas contiguas. Así aumentaron la sensación de peligro inminente entre los
huéspedes y los pobladores de la colonia Juárez.
Taft,
presidente republicano que no tardaría en dejar la Casa Blanca al demócrata
Woodrow Wilson, era bombardeado con telegramas del embajador Henry Lane Wilson
para implorar que la armada norteamericana bloqueara nuestros puertos y las
tropas a las órdenes del general Funston se desplegaran otra vez a lo largo de
la frontera.
Si
Funston estaba destinado a ser el gobernador militar de Veracruz, su segundo al
mando, el general John J. Pershing, dirigió la expedición punitiva para
castigar a Villa por el asalto a Colombus. Paradojas de la historia: Pershing
fracasó en los desiertos de Chihuahua y sin embargo triunfó en Francia y su
llegada fue decisiva para dar la victoria en la Primera Guerra Mundial a Inglaterra
y a Francia.
Los
senadores
contra
el presidente
Madero
telegrafió a Taft para impedir la intervención. Le dijo que no estaba en
peligro la vida de los norteamericanos ni los demás extranjeros en México y que
el gobierno pagaría el daño sufrido en sus propiedades.-
Incitados
y encabezados por Pedro Lascuráin, secretario de Gobernación, los otros
miembros del gabinete, sin excluir al primo del presidente (Rafael Hernández,
de Gobernación) y su tío Ernesto Madero, fueron a implorarle que renunciara
para evitar la ocupación de México. Madero no los recibió y los senadores
consideraron este rechazo una injuria más que exigía venganza.
En
un intento de mitigar la hostilidad de este grupo, el presidente autorizó por
fin a De la Barra para interceder por la paz. De la Barra, cuyas simpatías
estaban muy claras, volvió de la Ciudadela con la respuesta de Mondragón y
Félix Díaz: la inmediata renuncia era la exigencia indispensable para entablar
negociaciones.
Todo
el mundo se daba cuenta de que el supuesto asedio a la fortaleza tenía abiertas
vías de intercomunicación. A la luz pública Huerta almorzó en el restaurante
Sylvain con Mondragón y Rodolfo Reyes, quien les propuso firmar un pacto
redactado por él. Al mismo tiempo proseguían los combates. Las tropas del
gobierno lograron desalojar a los felicistas de la iglesia del Campo Florido, a
espaldas de la Ciudadela. La casa de Madero en Berlín y Liverpool fue saqueada
e incendiada.
El
Pacto de la Embajada
El
fuego continuó el viernes l4 en tanto los senadores encabezados por Lascuráin
sumaban más partidarios en su cruzada por acabar con la familia Madero, que a
su juicio no era sino una banda de judíos saqueadores que devastaban las
riquezas mexicanas. Llegó al fin la respuesta de Taft en la que reiteraba su
amistad al legítimo gobierno y aseguraba que Estados Unidos en modo alguno
intervendría. Lane Wilson, por el contrario, se enfurecía por los telegramas
presidenciales que lo desprestigiaban ante la Casa Blanca. Convocó a otra
reunión de senadores y diplomáticos. Insistieron en que la única forma de conseguir
la paz eran las renuncias del presidente y del vicepresidente.
Ya
ebrio por completo, Lane Wilson gritó que muy pronto un acuerdo a punto de
conseguirse gracias a él provocaría la caída de Madero, a quien definió como
“un loco, un demente y un imbécil”. Ante este pobre diablo, agregó, sólo se
abrían dos caminos: el fusilamiento o el encierro perpetuo en un manicomio.
El
domingo 16 se logró un armisticio. Carretas con banderas blancas recorrieron la
ciudad para levantar los cadáveres y la basura e incinerarlos en Balbuena.
Quienes tenían recursos aprovecharon el cese de hostilidades para refugiarse en
Tacubaya, Mixcoac, Coyoacán, San Ángel y Tlalpan. Los que permanecían en la
capital lograron comprar a precio de oro algunos víveres y medicinas. Del mezcal
al coñac, lo que más se vendió fue alcohol pues la gente quería evadirse de la
incesante zozobra, el retumbar de cañones y ametralladoras y la hoguera de
rumores que resultaban tan inquietantes como la posibilidad de que los techos
se derrumbaran sobre los habitantes de cualquier casa o un obús penetrara por
la ventana para estallar en el patio.
Lascuráin
y los senadores se entrevistaron en la Ciudadela con los jefes del alzamiento.
Por la noche, en el escritorio de Lane Wilson, Rodolfo Reyes escribió el
llamado Pacto de la Ciudadela o más bien Pacto de la Embajada, en el que Huerta
y Félix sellaron su alianza.
El
último gran error
El
lunes 17 el bombardeo continuó. Huerta conversó con Aureliano Blanquet, culpó a
Madero del fusilamiento de Gregorio Ruiz y ordenó que su 29 batallón quedara de
guardia en el Palacio Nacional hasta entonces custodiado por los leales
carabineros de Coahuila y su comandante Jesús Agustín Castro.
Blanquet,
aunque aseguraba su fidelidad al presidente, tardó seis días en llegar de
Toluca a la Tlaxpana en la colonia Santa Julia. A media noche de ese lunes
Gustavo Madero y Jesús Urueta embriagaron a Huerta en la comandancia militar
que estaba en el mismo Palacio. Tras dos botellas íntegras de Hennessy lograron
que confesara su acuerdo con los rebeldes. A punta de pistola Gustavo Madero lo
llevó al despacho presidencial. Ante sus súplicas y sus protestas de absoluta
lealtad, Madero, en vez de fusilarlo por alta traición como era lo justo, le
concedió 24 horas para tomar la Ciudadela y en cambio le reprochó a Gustavo su
desconfianza. Huerta abrazó a los hermanos Madero y les dijo que sus sospechas
estaban justificadas pero él no quería dar un golpe en falso “exponiendo al
presidente a las contingencias de una derrota.”
Huerta
se desempeñó como un gran actor y en su farsa trágica incluyó todo excepto las
lágrimas. Se vanagloriaba de no derramarlas nunca. Y bien se sabe que el hombre
que no llora es porque le gusta hacer llorar a los demás. La noche del 17
Madero cometió el último y más trágico error en la cadena autodestructiva que
había ido eslabonando desde el comienzo de la Decena Trágica.
Tortura
y muerte
de
Gustavo Madero
El
martes 18 a las diez de la mañana Mondragón lanzó su último bombardeo contra
Palacio. A las dos de la tarde se debilitó el fuego de ambos bandos. A las tres
Huerta desconoció a Madero y se unió a los golpistas. Un pelotón encabezado por
el teniente coronel Jiménez Riveroll, favorito de Blanquet, irrumpió con armas
apuntadas en el salón de acuerdos de la presidencia. Riveroll forcejeó con
Madero y ordenó disparar. Rafael Hernández, hermano del secretario de
Gobernación y primo del presidente, protegió con su cuerpo al de Madero y cayó
muerto. Los capitanes Gustavo Garmendia y Federico Montes, ayudantes
presidenciales, mataron a Jiménez Riveroll y a su segundo, el mayor Izquierdo.
Madero
bajó por el elevador al patio donde Blanquet, con un gran contingente, lo tomó
preso al igual que a Pino Suárez. Los llevó a la intendencia donde ya estaba
cautivo Felipe Ángeles, quien se había negado a sumarse al cuartelazo.
Huerta
se vengó de la humillación que le había inferido Gustavo Madero y le tendió una
celada en el restaurante Gambrinus,- en la esquina de Plateros y Motolinía.
Era
un supuesto almuerzo de reconciliación. Brindaron y almorzaron en total
cordialidad hasta que Huerta recibió una llamada. Para ir a contestarla al
guardarropa del Gambrinus, le pidió prestada su pistola a Gustavo “porque en la
situación imperante no podía andar desarmado”. El telefonema era de Blanquet
para informarle de que ya tenía en sus manos a Madero, Pino Suárez y Ángeles.
Huerta
felicitó a Blanquet y no regresó a la mesa del convivio. En vez de él sus
hombres secuestraron a Gustavo Madero, lo llevaron a la Ciudadela y lo dejaron
en confinamiento solitario durante muchas horas. A media noche fue
indescriptiblemente vejado, martirizado y asesinado ante la estatua de Morelos.
Félix salió en piyama y después se retiró para no asistir al linchamiento
dirigido por Cecilio Ocón, un gángster que había prestado grandes servicios a
los traidores. En cambio, Mondragón lo presenció todo de principio a fin.
Una
turba alcoholizada, compuesta en parte por Aspirantes de Tlalpan, golpeó a don
Gustavo y le arrancó el ojo de vidrio para que Ocón jugara con él a las
canicas; le cegaron el otro de un bayonetazo, lo castraron, lo remataron a
golpes y patadas. Acto seguido torturaron y fusilaron al intendente de Palacio,
el marino Adolfo Bassó, a quien se acusaba sin justificación de haber manejado
la ametralladora que aniquiló a Bernardo Reyes.
Como
si pretendiera hacer de la tragedia un esperpento, Mondragón ordenó que un
guitarrista le pusiera fondo musical a las torturas. Tocaba y cantaba El
pagaré, una canción de moda que en este caso aludía a los supuestos grandes
negocios de Gustavo Madero. Es imposible escuchar sin estremecerse El pagaré
como sucede con La culebra después del asesinato de Luis Donaldo Colosio.
Los
esfuerzos
de
Márquez Sterling
Ignorante
de todo esto, Madero aceptó renunciar si le permitían salir rumbo a La Habana en
el crucero Cuba. Con la certeza de que al amanecer lo conduciría a Veracruz, el
ministro Márquez Sterling pasó la noche con el presidente en la improvisada
celda del Palacio Nacional.
El
miércoles 19 la Cámara de Dipu-tados aceptó la renuncia. Madero había suplicado
a su secretario de Relaciones, Pedro Lascuráin, que no la presentara antes de
que él, Pino Suárez y sus familias estuvieran a bordo del crucero cubano.
Lascuráin también lo traicionó. Para dar un barniz de legalidad al cuartelazo
asesino aceptó ser presidente durante 45 minutos antes de renunciar a favor de
Huerta. El “gobernante” más breve de la historia era, como De la Barra, el
epítome de la buena sociedad mexicana que se ahogaba entre la masa cobriza a
quienes ellos designaron como los pelados. Las campanas de todos los templos se
echaron a vuelo para celebrar el triunfo de los asesinos.
Lascuráin
heredó Romita, una aldea al margen de la ciudad, y a partir de ella hizo, en
terrenos de la Hacienda de la Condesa, la colonia Roma. El fraccionador se
asoció con el gran payaso del circo Orrín Ricardo Bell y varios inversionistas
norteamericanos. Sólo perdura el nombre de uno de ellos en la casa Lamm que fue
su residencia. Increíblemente para nosotros este personaje se llamaba Casius
Clay Lamm.
Huerta
formó su gabinete con De la Barra en Relaciones, Mondragón en la secretaría de
Guerra y Rodolfo Reyes en Justicia. Félix no aceptó ningún cargo para no
comprometer su ilusa candidatura a la presidencia. Doña Sara Pérez de Madero y
la madre del presidente rogaron en inglés a Lane Wilson que salvara la vida de
los presos. El embajador respondió que Madero tenía la culpa de todo pues no
supo gobernar y jamás recurrió a sus consejos. Los golpistas encabezaron un
desfile triunfal de la Ciudadela a Palacio y fueron aclamados por las mismas
multitudes que dos años atrás habían recibido en apoteosis a Madero. Él, desde
su prisión, escuchó las ovaciones con inmenso dolor.
Los
esfuerzos de Márquez Sterling y Anselmo Hevia, ministro de Chile, no cesaban.
Wilson les juró que el triunfador de 1910 saldría sano y salvo del país.
En
un acto que él juzgó como magnanimidad, Huerta permitió que su madre y su
esposa visitaran a Madero en la cárcel improvisada a tal punto de que para
dormir fue necesario juntar sillas. Enterado de lo sucedido con su hermano
Gustavo, si bien no de los espeluznantes detalles, Madero se derrumbó. Hasta
entonces había resistido con valor y entereza pero a partir de ese momento supo
que toda esperanza quedaba cancelada.
Los
asesinatos
de
Lecumberri
El
viernes 21 Huerta y su gabinete discutieron qué hacer con Madero. Las
instrucciones de la Casa Blanca eran precisas. El nuevo gobierno no podía
mancharse ante las naciones con la ejecución del presidente y el
vicepresidente. Reyes y los otros ministros insistieron en que si se permitía a
Madero llegar a La Habana de inmediato iba a regresar al norte de México para
emprender la contraofensiva.
El
sábado 22 Huerta se lavó las manos. Abandonó la reunión ministerial y dejó a
Blanquet a cargo de todo. Se urdió una patraña que aspiraba a culpar de los
asesinatos a sus propios partidarios. Iban a recurrir a una variante de la ley
fuga. El presidente y el vicepresidente morirían durante un tiroteo suscitado
cuando algunos maderistas intentaran liberarlos.
En
automóviles proporcionados por Ignacio de la Torre los mayores de rurales
Francisco Cárdenas y Rafael Pimienta se presentaron en el Palacio Nacional. Por
órdenes de Huerta dejaron en libertad a Felipe Ángeles y se encaminaron con sus
presos hacia la cárcel de Lecumberri. A espaldas de la prisión Cárdenas asesinó
a Madero y Pimienta a Pino Suárez. Cecilio Ocón, el verdugo de Gustavo Madero
en la Ciudadela, y otros facinerosos que se harían pasar por gobiernistas
llegaron tarde a la cita, de modo que ante los cadáveres tuvieron que simular
un ataque y dispararon contra los automóviles.
Los
trágicos desenlaces
Unos
años atrás Francisco Cárdenas, que operaba como guardia blanco del yerno
incómodo, se había hecho famoso cuando asesinó al guerrillero magonista Santana
Rodríguez, Santanón. En su única aventura militar, el poeta que en su juventud
había sido romántico y byroniano, y ya en esos años actuaba como espía del
vicepresidente Ramón Corral, partió en busca de Santana Rodríguez y no sólo
fracasó sino que hizo el ridículo. Huerta ascendió a coronel a este infame
matón. Cárdenas huyó, como tantos otros, a la caída del huertismo pero en
Guatemala fue apresado por Estrada Cabrera, El señor presidente de Miguel Ángel
Asturias. Al quedar libre en 1920 se suicidó en un parque de la capital
guatemalteca. Pimienta, el otro rufián, fue ejecutado en 1923 durante la
rebelión de Adolfo de la Huerta, a quien los libros extranjeros suelen
confundir escandalosamente con Victoriano Huerta.
Blanquet,
el tercer asesino material, era un mitómano. Se ufanaba de haber participado en
el fusilamiento de Maximiliano y a veces incluso se decía autor del tiro de
gracia. Ambas cosas son posibles pero incomprobables porque en el momento del
Cerro de las Campanas Blanquet no había cumplido los l8 años. Huerta lo
ascendió a general de división, lo hizo secretario de Guerra y por último se
desembarazó de él como de un trapo sucio. En 1919 Blanquet y Félix Díaz
intentaron un regreso imposible. En la Barranca de Chavaxtla, Blanquet fue ejecutado
y su cabeza putrefacta se exhibió en los portales de Veracruz.
Y
es que Huerta se esmeró en humillar y destruir políticamente a sus aliados de
la Ciudadela. Echó a patadas a Mondragón de la secretaría de Guerra bajo el
cargo de que su extrema ineptitud militar era culpable de los grandes triunfos
villistas y obregonistas. Con Félix fue todavía más irónico: lo nombró para
sustituir a Gustavo Madero como enviado especial a Japón. A medio camino,
cuando Félix ya estaba en Francia, lo cesó y le ordenó volver al país con casi
un centenar de piezas de equipaje.
Huerta
no se atrevió a vivir en Chapultepec y casi no volvió a pisar el Palacio
Nacional. Fue un precursor de la Blackberry en el concepto de oficina móvil
pues despachaba en su auto entre viajes ebrios y continuos del Café Colón al
San Ángel Inn, sólo interrumpidos por paradas en cantinuchas y en puestos de
fritangas pues juzgaba muy inferior el menú francés de los ricos mexicanos a
los tacos de moronga, buche y suadero. También tuvo un horrible final cuando
los norteamericanos lo apresaron en Forth Worth y le suprimieron su dosis
diaria de mariguana y coñac.
El
altar de los sacrificios
Iniciada
con sangre la Decena trágica concluyó también con sangre. En principio acogida
como una imposible restauración del porfiriato, su resultado final fue un
bumerang y provocó la rebelión armada de todo el país. La hermosa capital que
era el orgullo de la clase dominante y se había hecho a expensas del campo,
quedó destruida para no recuperarse jamás. Los futuros vencedores consumaron su
arrasamiento porque a los cargos que siempre habían pendido sobre ella se
añadieron los asesinatos de la Decena Trágica. La Ciudad de México ya no sólo
era la Sodoma y Gomorra de la prostitución y la droga, y la Babilonia de los
mercaderes nacionales y extranjeros, sino el templo del crimen y el altar de
los sacrificios.
JEP
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