Respuesta a Mario Rivera (15 de julio de 2013)
Leer
a Mario Rivera es como leer a una esfinge inmune al paso del tiempo, una prueba
persistente de que se puede ser absolutamente refractario incluso al más
minúsculo destello de conciencia de la complejidad de las cosas.
El
arsenal “teórico” y las verdades inmutables, de validez universal y eterna que
blande Rivera siempre y en toda ocasión, con independencia absoluta del tema
que supuestamente está tratando, no es que se hayan hecho viejos y adquirido
irrealidad, no. Con esa simpleza escolar nunca fueron teoría ni verdades
“científicas” en la época del nacimiento y elaboración del marxismo, tampoco
durante la eclosión y el auge de la Revolución de octubre; vamos, eran
banalidades y simples frases vacías incluso durante el estalinismo.
El
gesto, la terminología, las frases huecas; la ridícula y eterna vocación de
profeta, el lamentable determinismo disfrazado de “previsión científica”, y a
fin de cuentas la definitiva inocuidad y la nula penetración “en las masas” de
un discurso machacón y circular, cuya profundidad habría que medir con un
micrómetro, ha conocido siempre como único habitáculo a una porción del
espectro ideológico (de algún modo respetable hay que llamarle) que se
autodefine compulsiva y obsesivamente como izquierda proletaria, como los
comunistas verdaderos.
Silvestre
y de una conmovedora comicidad involuntaria ya en aquellos tiempos, esta
fraseología hoy continúa inmutable: clases oprimidas en lucha, elementos no
proletarios, movimientos pequeñoburgueses, guerra de clases declarada por los
ricos, filisteos pequeñoburgueses, victoria final del proletariado y un
prolongado etcétera.
La
única bondad de estas fruslerías terriblemente radicales les viene precisamente
de su oquedad. Inútiles para cualquier análisis y comprensión de las
situaciones, justamente por ello son “aplicables” a cualquier tema y a
cualquier escenario. Del mismo modo –exactamente el mismo– Rivera baraja,
acomoda y repite una y otra vez aquellas letanías tanto si simula hablar de la
economía estadounidense como de la crisis del euro, igual si escribe una reseña
de algún libro de Günter Grass que si opina, tonante, acerca del libro que
sobre algunos aspectos de la guerrilla escribió Guillermo Robles Garnica. De
ese modo, como beneficio adicional, Rivera puede pasar ante los aún más simples
que él como conocedor de los asuntos terrenos y celestes por el simple
procedimiento de apenas hablar de ellos y embutirlo todo –haciendo fuerza al
más elemental intelecto– en el esquema de los filisteos pequeñoburgueses, los
revolucionarios proletarios, la guerra de clases y el proletariado finalmente
victorioso.
Así
las cosas ya desde la primera línea del comentario que ustedes han tenido a
bien enviarme, en la presentación del libro La guerrilla olvidada de Guillermo
aquél habla para variar de “un estremecimiento filisteo” que, según él, el
texto habría suscitado “en amplios sectores de la izquierda progresista
mexicana”, y a continuación disminuye tanto al libro como al autor al referirse
a este como a un “escritor no profesional, de extracción estudiantil” y
bondadosamente apuntar “una sensible mejoría en la técnica y el estilo
narrativo del autor”, aunque “no haya logrado aún la perfección de los grandes
narradores”. La desgracia para Rivera es que justo ahí donde emite estos
juicios con aire de superioridad se le cuela un espantoso “tribialidades” (así,
con “b” de burro), según él “rutinarias de la literatura mercantil” que –otra
vez la acémila al trigo– no se propone “blindar la memoria de las clases
oprimidas en lucha”. De los “escritores de extracción estudiantil” habría que
decir tan solo que casi todos lo son, a excepción de gente como Saramago, que
fue autodidacta.
Como
resulta en él inevitable, también al inicio Rivera hace la obligada referencia
“marxista” al aludir a “Wilhelm Weitling, a quien Marx definió como el primer
escritor socialista de extracción proletaria”. Y sí, pero no dice o no sabe que
muy pronto los caminos de Marx y de Weitling se separarían. Es conocido (no de
todos, por lo visto) el episodio contado por Annenkov sobre una discusión
sostenida por ambos y en la cual en determinado momento Marx, harto ya por las
trivialidades “revolucionarias” y la palabrería “radical” de Weitling, pierde
la compostura y dando un manotazo sobre la mesa le espeta: “¡La ignorancia
nunca le ha servido a nadie!”.
Pero
es en su doble papel de defensor del gobierno cubano y censor de la guerrilla
mexicana donde “el método científico” de Rivera se despliega con grandioso
esplendor. Un método que, premunido con ocho o nueve frases aprendidas de
memoria en lecturas parciales y no digeridas –muchas de ellas ni siquiera
directas sino escuchadas en los mítines o de labios de lectores de manuales–,
pretende emprender operaciones quirúrgicas no con un bisturí sino con un
machete.
Ante
las quejas de Guillermo –y de otros guerrilleros mexicanos exiliados en Cuba en
los años 70– sobre el trato recibido por las autoridades cubanas de la época
(entre otros: ser “arraigados” temporalmente en casas de seguridad, interferir
su correspondencia y la prohibición de acudir a determinados lugares o actos públicos),
Rivera echa mano, por supuesto, de otra generalidad: “A nuestro juicio –dice–
tales diferencias se explican fundamentalmente, de un lado, porque no hay que
olvidar que durante la etapa de transición del capitalismo a la sociedad
comunista se vive un largo proceso de lucha de clases que no termina sino hasta
la misma desaparición de todas ellas”.
¿De
modo que algo se explica porque “no hay que olvidar” otro algo? ¿Con qué cara
se puede pretender explicar un evento tangible, particular y con nombre y
apellidos recurriendo a una generalísima frase de manual? Lo mismo habría dado
si Rivera hubiese dicho que aquel maltrato se explica, “fundamentalmente”,
porque así lo quiso la Divina Providencia.
Navegando
en las plácidas y eternas brumas de la fraseología, Rivera nos instruye: “los
‘errores’ nacionalistas, geopolíticos y oportunistas de parte de los Estados
socialistas pueden ser inducidos por los elementos no proletarios actuantes
dentro de sus instituciones”; esos “errores”, de hecho, “son en el fondo
consustanciales a la naturaleza pluriclasista del proceso revolucionario, aun
bajo la dictadura del proletariado”.
Apoltronado
en estos maravillosos, novísimos y concretísimos puntos de partida, Rivera
procede a liquidar con más frases “marxistas” a la guerrilla mexicana in toto.
Aunque moralmente justificado y digno de simpatía “por parte de los
comunistas”, el mexicano era “un movimiento armado que no era proletario ni en
su forma ni en su contenido”; no era más que “un movimiento mayoritariamente
pequeñoburgués”. Y como no eran obreros fabriles armados sino un montón de
universitarios “pequeñoburgueses” –y además no tuvieron la suerte de contar con
la guía de este marxista infalible, que todo lo resuelve con tres frases y que
a saber dónde estaría en aquellos años– fueron indefectiblemente derrotados
“porque las condiciones económico-sociales no habían madurado y por lo tanto,
la hora de la insurrección general aún no había sonado”.
Esta
clase de marxistas-comunistas-y-proletarios, lo mismo que sus canciones de cuna
y sus salmos laicos, han existido desde siempre. Se encontraban, y no en
reducido número, en el fenecido Partido Comunista Mexicano, no se diga en los
otros agrupamientos menores de “trotskistas”, “maoístas” y tutti quanti. Aun
ahora continúan por ahí, incluso entre muchos de los ex guerrilleros y otros,
antiguos burócratas de cuarta en el PCM, que hoy pretenden “renovar a la
izquierda”.
Algunos
de ellos –no sólo Rivera, hay que ser justos– han logrado el milagro de
condensar el marxismo en no más de cuatro cuartillas, hazaña que ni la misma
Marta Harnecker ni los manualeros soviéticos lograron en su momento. Con esas
escasas frases sacramentales pretenden comprenderlo todo, explicarlo todo y
resolverlo todo.
Pensándolo
bien estos repetidores de frases, razonadores, revolucionarios y teóricos de
caricatura son anteriores al propio marxismo. El mismo Marx se cachondeó de
esta persistente plaga en innumerables ocasiones. Ya hemos visto cómo finiquitó
al “proletario” Weitling, con un espíritu que –de haber sabido de la anécdota y
si se hubiese tratado de otro pero no de Marx– Rivera seguramente habría
calificado de “pequeñoburgués” y “no proletario”.
De
hecho, Marx escribió un libro completo cuyo contenido principal se endereza
contra esta clase de “revolucionarios”: Héroes del destierro, escrito en 1852.
Ya entonces Marx constataba que “la sustitución del contenido con formas y de
las ideas con frases ha producido en Alemania un ejército de sacerdotes
declamatorios”. Apuntó que si bien incluso en la teología era indispensable un
cierto conocimiento así fuese superficial, no ocurría de ese modo en el
movimiento democrático, en el cual “una retórica, sonora y elocuente pero
vacua, vuelve superfluas la inteligencia y la comprensión de la realidad”,
conduciendo al triunfo de “una fraseología enteramente vacía”.
Su
artillería sarcástica cayó también sobre la pandilla de Arnold Ruge (a ustedes
debe serles familiar por lo menos el nombre, junto con los de Bruno Bauer,
Stirner y demás, si han ojeado las obras “juveniles” de Marx), en particular
sobre un tal Rudolph Schramm, a quien Marx describe como “un hombrecillo
revoltoso, gritón y en extremo confuso, cuya divisa procede de El sobrino de
Rameau: ‘prefiero ser hablador impertinente que no ser nada’”.
A
riesgo de incurrir en el mismo pecado que Rivera citando a Marx para cualquier
ocasión y propósito, acerca de aquella patética suficiencia con la aquél
sepulta al movimiento guerrillero mexicano de los años 70 y le señala sus
“errores” desde su atalaya de “comunista” indubitable y probo, no puedo
resistirme a decir lo mismo que Marx dijo de Heinzen: “Tenía una especial
aversión a caminar bajo una lluvia de balas y en general a la guerra
convencional, en la cual los principios no defienden a nadie de los
proyectiles”.
El
pensamiento no sólo lineal, sino además estático y parcelado en trozos
digeribles incluso para los niños de escuela, no es algo exclusivo de esta
“verdadera izquierda comunista”; paradójicamente comparte ese remedo de
razonamiento con su supuesto extremo contrario, es decir, la derecha más
silvestre y menos ilustrada. Y en medio de ambos sedicentes extremos tampoco es
que la cosa esté como para lanzar cohetes. El pensamiento profundo e informado
vive malas épocas. Aparte de la mala fe, la hipocresía y la opinión
teledirigida según soplen los vientos, lo anterior puede ser verificado
diariamente en cualquier publicación.
La
vaga superficialidad, la pobreza de estilo, la extravagancia y la ocurrencia
vendidas como genialidad, el análisis sesgado y la opinión variable a
conveniencia son claramente mayoritarias, y la solidez ya no digamos teórica
sino meramente cultural destaca precisamente porque no está, salvo las siempre
infaltables excepciones.
La
izquierda institucional –donde el adjetivo tiende a difuminar al sustantivo, lo
mismo que los actos y opiniones de este– no sirve más que para beneficiar a sus
sucesivos “dirigentes” y para contribuir formalmente al sano esparcimiento
“democrático”. Por desgracia la otra izquierda tampoco es en modo alguno
eficaz. Y nunca lo será mientras siga ignorante de la teoría que
declarativamente la anima y sustenta, sustituyéndola por catecismos, letanías y
tablas de la ley; mientras continúe viviendo al contragolpe y se limite a
existir a expensas de que ocurra alguna tropelía, delito o injusticia para
limitarse a reunir firmas y emitir proclamas y declaraciones; mientras siga
levantando el puño, haciendo episódicamente profesión de fe proletaria y
revolucionaria –como si el ser marxista se fundara en los gritos coreados y las
consignas encerradas entre múltiples signos de admiración– y su sustento
teórico sigan siendo las reseñas de las síntesis de los resúmenes de los
manuales “marxistas”.
Claro
está que cada quien puede seguir montado en su macho –como sagazmente deduzco
que ocurrirá– y, así como rezaba cierta sabia y antigua frase según la cual es
demasiado fácil ser liberal a costa del feudalismo, continuar incrustados en la
comodidad de creerse marxistas sin conocer a Marx.
Y
miren ustedes que ya son años, en algunos casos demasiados, viviendo en esa
tesitura. Por mi parte, y aunque no es la primera vez que ante ustedes lo hago,
sólo diré imitando al multimencionado padre fundador: Dixi et salvavi animam
meam.
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