Nueva
etapa política turca/Didier
Billion, director adjunto del Instituto de Relaciones Internacionales y
Estratégicas de París.
Publicado en La
Vanguardia, 15 de julio de 2013
Las
dos primeras semanas del mes de junio en Turquía estuvieron marcadas por un
movimiento de protesta que reveló parte de las contradicciones de la sociedad.
Más allá de la emoción suscitada por el uso excesivo de la violencia por las
fuerzas policiales contra los manifestantes, cabe formular algunas reflexiones
políticas.
La
primera reside en el hecho de que el movimiento no fue previsto por nadie. Si,
durante estos últimos años, se habían producido diversos movimientos de
contestación social en Turquía, ninguno de ellos había llegado a desarrollarse.
¿Por qué este, salido del pequeño parque de Gezi, se ha expandido tan
rápidamente y con tal amplitud? Probablemente porque es la expresión de un
descontento latente de una parte de la población turca que contesta las
decisiones de la mayoría parlamentaria y sobre todo el modo de gobernar del
primer ministro Recep Tayyip Erdogan. Una parte de la población considera que
numerosas declaraciones y decisiones del jefe de Gobierno son atentados
inaceptables a la vida privada y ya no quiere aceptarlas más. Las decisiones
adoptadas sobre proyectos inmobiliarios en el parque Gezi parecen en realidad
bastante secundarias pero han sido la gota que ha hecho desbordar el vaso. En
realidad es una ley de la historia que los movimientos sociales surgen
frecuentemente en un momento en que no se les espera, de modo espontáneo, sin
que ninguna mano invisible los desencadene. En este sentido, las declaraciones
de Erdogan acusando de estos movimientos a supuestos agentes provocadores
manipulados desde el extranjero –es decir, elementos terroristas– no son
razonables ni se corresponden con la realidad. Este tipo de argumentario
complotista, ni serio ni convincente, revela la incapacidad del Gobierno turco
para escuchar y comprender las profundas aspiraciones de una parte de la
ciudadanía turca y evidencia una forma de autismo político.
En
Turquía, como en cualquier país democrático, es legítimo organizar
manifestaciones. El único criterio es que se desarrollen sin uso de violencia y
sin alterar el orden público. En contrapartida, los dirigentes políticos tienen
varias responsabilidades: intentar comprender las razones que causan estos
movimientos de protesta, no recurrir a la violencia de modo desproporcionado
contra los que se manifiestan y, sobre todo, no enfrentar a los diversos
sectores de la población unos contra otros. Un hombre de Estado se caracteriza
especialmente por su capacidad para no exacerbar los conflictos sino por
intentar apagarlos para que la situación no se agrave. Si nadie puede
cuestionar ni la legitimidad del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP)
ni la del primer ministro, elegidos en el respeto del ejercicio democrático,
tampoco es aceptable pretender que el Gobierno represente a la “verdadera
Turquía” como ha expresado repetidas veces Erdogan. Los manifestantes turcos
representan tanto Turquía como los que no se han manifestado. El hecho de que
el partido en el poder haya recogido casi el 50% de votos en las últimas
elecciones legislativas no le da derecho a menospreciar a los que no lo
votaron. La democracia es el respeto al veredicto de las urnas al tiempo que el
respeto a la minoría. Ejercer la democracia no se reduce sólo a la competición
electoral, aunque esta sea evidentemente fundamental, sino que los responsables
políticos han de tener en cuenta también otras formas de expresión política,
como por ejemplo las manifestaciones. Así, este movimiento de protesta, pese a
sus límites, es la clara expresión de una exigencia de método de gobernar
distinto que el AKP haría bien en tomar en consideración en los meses próximos.
Una
de las dificultades del análisis de esta situación está en su paradoja. Se
puede considerar que el balance del ejercicio del poder por el AKP desde hace
seis años ha modificado positivamente la cara de Turquía. Desde el punto de
vista de las libertades individuales y colectivas seguramente se vive ahora
mejor en Turquía que hace quince años, pero peor que hace tres años. Las
múltiples reformas que han marcado los años posteriores al 2011, los resultados
económicos espectaculares, el hecho de que la institución militar haya sido
obligada a volver a los cuarteles y ya no pueda intervenir en los asuntos
políticos, el principio de la solución del problema kurdo son
incontestablemente hechos en el activo del Gobierno que le han permitido
ampliar su base social y electoral. Son hechos esenciales que no hay que
olvidar aunque no estén exentos de contradicciones. Así, por ejemplo, la puesta
en marcha de una economía ultraliberal ha engendrado buenos resultados
macroeconómicos pero también y al mismo tiempo ha desarrollado prácticas
especulativas poco democráticas y no ha contribuido a reducir
significativamente las desigualdades sociales, favoreciendo la aparición de un
individualismo consumista desenfrenado en Turquía. Paradójicamente son partes
de la población que se han beneficiado de estos progresos económicos las que
critican hoy al poder porque rechazan el intento del Gobierno de meterse en su
vida privada o de instaurar un orden moral que no aceptan. Por esta razón, y
más allá de los incontestables buenos resultados que puede exigir el poder en
numerosos dossiers, su modo de gobernar debería cambiar.
Y
queda la cuestión del futuro del movimiento de protesta y de la política de la
oposición parlamentaria. El carácter espontáneo del movimiento supone a la vez
su fuerza y su debilidad. Su fuerza porque por primera vez se han agrupado codo
con codo militantes de la izquierda radical, kurdos, kemalistas, feministas,
ecologistas, apolíticos, seguidores de equipos de fútbol, jubilados,
asalariados… que han cantado las mismas consignas. Su debilidad porque –y es
una ley de la historia– si esta revuelta no encuentra una salida política se
extinguirá. Hoy por hoy, parece que los partidos de la oposición parlamentaria
no son capaces de asumir este desafío. La pregunta, entonces, es si hay que
construir una nueva fuerza política capaz de consolidarse en las próximas
elecciones locales y presidenciales en el 2014 y en las legislativas del 2015.
En este sentido, exigir la dimisión de Erdogan es la expresión de una
exasperación de parte de la población pero apenas tiene sentido si, a la vez,
las fuerzas contestatarias no son capaces de proponer una alternativa política
creíble.
Habrá
que profundizar en estos análisis para medir los desafíos, las fuerzas y las
flaquezas de la construcción democrática de Turquía. Los interrogantes que se
plantean son de la misma naturaleza que en diversos países y muestran los
límites de un sistema en el que la búsqueda permanente del enriquecimiento y
del consumismo no es suficiente para asegurar la cohesión de las sociedades en
las que vivimos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario