La
deuda con Ernesto de la Peña/JORGE CARRASCO ARAIZAGA
Revista
Proceso.
No. 1924, 14 de septiembre de 2013:
Transcurrió
un año del fallecimiento del erudito Ernesto de la Peña, considerado el gran
humanista mexicano de la segunda mitad del siglo XX, y aquí rememoran su amplia
trayectoria en el ejercicio del conocimiento tanto su viuda, María Luisa
Tavernier, como sus íntimos amigos, el especialista en ópera Sergio Vela y los
poetas Eduardo Lizalde y Jaime Labastida, este también presidente de la
Academia Mexicana de la Lengua, que el pasado día 12 le rindió un homenaje en
Bellas Artes. Queda sin embargo un pendiente: La vasta obra que De la Peña
produjo ha quedado reducida a tres tomos, pues el Estado no le dio mayor
difusión desde 2007.
Las
últimas palabras en público de Ernesto de la Peña, cuatro días antes de morir,
fueron: “La inmortalidad artística es la sombra póstuma de los grandes”.
Con
ellas cerró su discurso de aceptación del Premio Internacional Menéndez Pelayo;
y aunque no le gustaba hablar de su propia muerte, a sus 84 años, agotado por
la insuficiencia renal, antecedió su dicho con una cita del poeta latino
Catulo: “Y nosotros, una vez que se extinga una breve luz, tenemos que dormir
una noche eterna”.
La
noche sin fin de Ernesto de la Peña comenzó al alba del lunes 10 de septiembre
de 2012. Gozoso como siempre fue, el día que recibió el premio que lleva el
nombre del humanista español fue a su última celebración con su esposa y amigos
íntimos al restaurante La Taberna del León, que por años fue de sus favoritos.
Ya no pudo saborear el vino y la comida, placeres que disfrutaba tanto como su
pasión por el conocimiento. Apenas y probó un poco de champagne.
Aunque
él mismo se definía como un mero diletante, que cultivaba el saber sólo como
aficionado, nadie duda de que fue el erudito humanista de la segunda mitad del
siglo XX y de la primera década del siglo XXI mexicanos.
Lo
que más se sabe es que dominaba 33 lenguas. Siete las hablaba de forma precisa;
no sólo latinas, entre las que tuvo al francés como segunda lengua, sino otras
tan diversas como el ruso, el mandarín y el hebreo. Su conocimiento alcanzaba a
las lenguas muertas como el sánscrito y el griego antiguo, desde el que tradujo
Los evangelios según Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
Es
la única versión directa de un texto bíblico original al español de México,
razón por la que la Iglesia católica mexicana le dio el Imprimatur, la licencia
para imprimir un libro eclesiástico. Agnóstico, sin religión determinada, la Biblia
fue el vehículo para conocer idiomas. La leía en sus tres lenguas originales:
el hebreo, el arameo y el griego.
A
los seis años ya conocía el alfabeto griego, que aprendió por su tío Francisco
Canale, medio hermano de su madre, quien murió cuando Ernesto de la Peña,
nacido el 21 de noviembre de 1927, tenía año y medio de edad. Creció con su
primo Eleazar Canale, mucho más grande que él y a quien siempre llamó padre. Su
padre biológico se desapareció tras la muerte de su madre. Su primer libro, La estratagema
de Dios, lo dedicó a sus benefactores: “A ti, Eleazar, padre amadísimo, a ti,
sabio Francisco, que me abriste el griego desde mis seis años”.
Con
los Canale no hacía sino leer en la vasta biblioteca de la casa de la calle
Lucerna, en la colonia Juárez. Empezó por la Biblia en distintas lenguas que al
principio sólo comparaba. Él mismo decía que esa obra le despertó el interés
literario, filológico, histórico, arqueológico y novelístico.
Así
se explican su condición de políglota, humanista, ensayista y traductor, sin
dejar de lado la melomanía que cultivó hasta sus últimos años y que lo
convirtió en uno de los principales conocedores en México del género teatral
musicalizado. Parte de su colección de ópera ahora está en resguardo en la
UNAM. Lo que pocos saben es que además fue autor de una prolífica producción
poética (ver recuadro).
No
fue del todo autodidacta, pero tampoco tuvo una dilatada formación profesional.
Hizo estudios de licenciatura como alumno irregular en la entonces Facultad de
Filosofía de la UNAM, asentada en la casona de Mascarones, en la colonia Santa
María la Ribera. Ahí fue compañero de Juventivo Castro y Castro, el ministro de
la Suprema Corte de Justicia de la Nación fallecido en abril de 2012 y que ha
pasado como uno de los pocos integrantes de avanzada del máximo tribunal.
Fueron
los años en que convivió además con el escritor Carlos Fuentes, muerto también
el año pasado. Eran tiempos de bohemia y diversión, en los que el sabio
mexicano era bailador de tango. Años “de pachanga”, contó a la prensa en
noviembre de 2007, en vísperas del homenaje que le hizo el Instituto Nacional
de Bellas Artes por sus 80 años de vida.
Saber,
por encima de todo
Embebido
en el conocimiento, fue escaso su interés por lo material. “Te vas a morir de
hambre”, le dijo su padre Eleazar cuando le aseguró que su vocación era
estudiar letras. Para sobrevivir, vivía de la traducción, tanto en la
Secretaría de Relaciones Exteriores como en el Tribunal Superior de Justicia
del Distrito Federal, donde estaba acreditado como perito calificado en 18
idiomas.
Por
sus conocimientos, estuvo más allá de la burocracia. Ambas instituciones
pasaron por alto que no tuviera acta de nacimiento. La tramitó hasta entrada la
primera década de este siglo, cuando se obligó a los ciudadanos mexicanos a
obtener la Clave Única del Registro de Población (CURP). Ni certificado de
primaria tenía.
Heredero
de la biblioteca de su tío, en la que había ejemplares originales de los siglos
XVII y XVIII, la acrecentó con su propio acervo. Buscador incansable de libros
antiguos y ediciones originales, fue asiduo de las librerías europeas en el
Distrito Federal. Con su esposa, María Luisa Tavernier, salía en busca de los
pocos ejemplares que podían conseguir en francés, italiano, alemán o inglés.
Otros los mandaba pedir él mismo en las librerías virtuales.
En
el terremoto de 1985 en la Ciudad de México, el edificio donde vivía en la
colonia Condesa resultó afectado. Se tuvo que salir y dividir su biblioteca en
tres casas, una de ellas, la de su prima María Elena, en Coyoacán. Años después
la logró reunir cuando regresó a vivir a aquella colonia, en la Avenida
Veracruz.
En
1997, a sus 70 años, decidió vender su biblioteca a Carlos Slim. Unos 24 mil
volúmenes y 700 discos de acetato de
ópera. El tesoro ya no le pertenecía, pero no dejó de vivirlo. Cada mañana iba
a Chimalistac, en San Ángel, a trabajar al Centro de Ciencias y Humanidades de
la Fundación Telmex, como el hombre más rico del mundo bautizó al lugar que
alberga desde entonces la colección del humanista.
A
su encuadernador, de nombre Mateo, Ernesto de la Peña lo llamaba San Mateo, por
la recuperación que lograba de sus libros, a los que les hacía imprimir un
pequeño búho, símbolo de la sabiduría. En sus últimos años, logró integrar otra
biblioteca, de unos cuatro mil volúmenes, que su viuda donó en su mayoría a la
Academia Mexicana de la Lengua, de la cual era miembro desde 1993.
Pocos
fueron los libros que él compró directamente en el extranjero. No le gustaba
viajar; y sin embargo, sabía de lugares
como si hubiera estado ahí. Era el caso del restaurante Lardy, ubicado en el
número 8 de la calle Carrera de San Jerónimo, en Madrid.
“¿Pero
cómo sabes dónde está?”, le preguntó asombrado su amigo de medio siglo, el
abogado Javier Quijano, en una ocasión que hablaban sobre lo que se servía en
el lugar durante las entreguerras en Europa. “Pérez Galdós, Javier”, le
contestó en alusión a los Episodios nacionales, la serie de novelas en las que
el escritor español describe el sitio en boca de varios de sus personajes.
Publicaciones
tardías
En
un proyecto cultural patrocinado por Eduardo Patiño Díaz, de Producciones
Rayuela, viajó a Europa, Medio Oriente y norte
de África para
hacer una serie
de programas de televisión
sobre la ruta de Jesús, a propósito de los dos mil años del
cristianismo. Su figura de viejo sabio lo hacía pasar en Palestina por “padre”;
en Israel, como rabino. Los programas nunca se transmitieron.
No
viajaba mucho porque le tenía miedo a los aviones. Le daban terror porque
sentía que se iban a caer, dice Tavernier, quien fue clave para la producción
editorial del erudito mexicano. Cuando lo conoció, en septiembre de 1983, él ya
tenía 56 años y, con todo y su conocimiento, ni un solo libro publicado.
“Era
muy autocrítico consigo mismo por lo mucho que sabía”, dice el director de
ópera Sergio Vela, otro de sus íntimos amigos.
Después
de leer a Homero en griego, a Virgilio en latín, a Dante en italiano, a Goethe
en alemán, a Víctor Hugo en francés, a Shakespeare en inglés o a Dostoievsky en
ruso, nada de lo que escribiera le parecía de altura. A insistencia de su
esposa escribió su primer libro, Las estratagemas de Dios, una serie de cuentos
sobre la teodicea fundada en la razón. Pero lo hizo de forma lúdica, como en
Receta para la confección de ángeles o en Fórmula expedita para la comprensión
divina.
Empezó
a escribirlo cuando aún vivía asilado en casa de su prima. Ya casado con
Tavernier, cada noche le leía los avances de su libro. Pero no tenía editor.
Otro de sus amigos, el político veracruzano Eugenio Méndez Docurro, se lo
publicó en una edición de autor, muy modesta, pero con la que Ernesto de la
Peña ganó el Premio Xavier Villaurrutia en 1988.
A
partir de entonces comenzó a publicar, pero su obra no es tan extensa como sus
conocimientos. Es de brevedad borgiana, describe su viuda. El también poeta y
melómano Eduardo Lizalde, quien fue su amigo por más de 40 años, prologó sus
poemas reunidos en 2005, luego de décadas de haber sido escritos, bajo el
título Palabras para el desencuentro.
Ahí,
Lizalde dijo de su escasa producción editorial:
“Conocido
desde su juventud… como persona de notable cultura y excéntrico políglota,
Ernesto de la Peña no alardeó sino escasamente entonces, al menos por escrito,
de sus grandes capacidades creativas. Y debido a esa extraña contención, propia
acaso de un severo espíritu autocrítico y un temple de perfeccionismo
insospechado, sus propios contemporáneos lo tuvieron por largos años
precisamente como un superdotado y estéril erudito.”
Pero
aclaró que sus dotes críticas y creativas afloraron en su madurez en libros y
un “copioso acervo de escritos inéditos de lingüista, de historiador del arte,
de narrador, de pensador, de traductor, de poeta e inventor de ficciones nada
ordinarias”. Entre ellas, Castillo para Homero (2008); el ensayo Kautilya o el
Estado como mandala (2009), en el que habla del “Maquiavelo hindú” y Alejandro
Magno a partir de textos en sánscrito, y La rosa transfigurada (1999), en el
que recurre a la poesía, la narración y el ensayo para adentrarse en el
espíritu del hombre.
Sus
obras completas quedaron compiladas sólo en tres tomos, en una edición especial
que hizo el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en 2007, con motivo
de su octogésimo nacimiento y cuando estaba al frente de la institución Sergio
Vela.
Hasta
ahí se ha quedado la publicación de su obra por parte del Estado mexicano. Ni
la expresidenta del Conaculta, Consuelo Sáizar, ni el actual, Rafael Tovar y de
Teresa, han dado un paso más por difundirlo. El Senado le otorgó de forma
póstuma la medalla Belisario Domínguez, y este año sólo editará un libro sobre
los galardonados, en el que lo menciona. En el primer año de su muerte, sólo la
fundación Telmex ha organizado un homenaje en el museo Soumaya, donde daba
clases de griego y hebreo, mientras que TV UNAM transmitirá una semblanza.
Más
allá de todo, Ernesto de la Peña fue un gran difusor de su conocimiento.
“Era
un gran divulgador. Su conocimiento lo compartía. No se quedaba con él. Tuvo
muchos alumnos en seminarios, charlas y medios de comunicación, en los que
motivaba a sus interlocutores a acceder a un conocimiento más alto, sin que
fuera imposible alcanzarlo”, dice Vela, con quien compartía la atracción
intelectual por la ópera.
El
Instituto Mexicano de la Radio (IMER), fue su principal foro a través de
pequeñas cápsulas bajo el nombre de Testimonio y celebración (que se
retrasmiten todavía), programas de música como Al hilo del tiempo y Música para
Dios, y los comentarios que hacía de la transmisión de la ópera de Nueva York.
En TV UNAM tenía el programa Operamanía, que grababa en su biblioteca de la
Fundación Telmex, junto con Lizalde.
Este,
con la lingüista de origen hispano e investigadora de la UNAM Concepción
Company Company y Jaime Labastida, presidente de la Academia Mexicana de la
Lengua, participaron el jueves pasado en un homenaje a De la Peña organizado
por la institución en el Palacio de Bellas Artes. El también poeta, quien está
al frente de Siglo XXI Editores, fue hace un año el orador principal durante el
homenaje de cuerpo presente en el mismo recinto, y prevé publicar el ensayo que
De la Peña dejó inconcluso sobre el escritor y humanista del Renacimiento
francés FranÇois Rabelais, a quien admiraba tanto como a Miguel de Cervantes. Y
es que El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, la obra universal de
Cervantes, lo leía tanto como la Biblia, y le dedicó su libro de ensayos La
sinrazón sospechosa, a propósito de los 400 años de su publicación que se cumplieron
en 2005.
También
fue motivo de su conferencia Las realidades del Quijote (2012), como tituló su
discurso de aceptación del Premio Internacional Menéndez Pelayo. Ya no pudo
viajar a Santander, España, a recibir el galardón. El comité de premiación lo
escuchó vía satélite desde El Colegio de México.
Después
de la ceremonia se fue a comer con su mujer, Javier Quijano y su esposa y
Sergio Vela. Pasó el fin de semana bajo hemodiálisis. El lunes muy temprano,
entre las cinco y las seis de la mañana, Ernesto de la Peña llamó a María Luisa
Tavernier. Le dijo que ya no podía más. Que se quedara con él porque “ya me
está llegando. Ya no quiero más que estar inerte”.
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