Presionar
a los dos adversarios en Siria/Tzvetan Todorov es semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El
País | 15 de septiembre de 2013
Podemos
discutir tanto los motivos para justificar la intervención militar en Siria
como la identidad de los participantes o sus objetivos.
El
uso de armas químicas en Damasco parece ya confirmado; no está tan claro de
quién es la responsabilidad. Los Gobiernos occidentales habían anunciado que
esa era la línea roja que les empujaría, de manera automática, a una
intervención militar.Una condición como esa no tiene más remedio que suscitar
manipulaciones y provocaciones, y la historia de las guerras está llena de
episodios de este tipo: acusar de actos así a uno de los beligerantes permite
convertirle en objeto de oprobio y, como consecuencia, deshacerse de él. Sin
una investigación a fondo, no es posible disipar las dudas sobre la identidad
del responsable.
En
el mundo actual, la capacidad de tomar la decisión sobre una intervención
militar corresponde al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Esta
institución no está libre de críticas: su núcleo permanente está formado, no
por representantes de todos los continentes, ni de la mayoría de la población
mundial, sino por los vencedores de la II Guerra Mundial. Es decir, es la
encarnación del derecho del más fuerte.
En
la actualidad está bloqueado por el veto de dos de sus miembros permanentes,
Rusia y China, si bien todos los demás miembros han hecho también uso de ese
derecho en el pasado. Aparte del Consejo, se podría consultar a la Asamblea
General de la ONU, cuya conformidad permitiría, si no legalizar, al menos
legitimar la intervención. Pero esta situación también ha quedado descartada,
puesto que no está asegurado un voto positivo. Igual que se ha eliminado la
idea de exigir la aprobación del G20, el club de los 20 países más poderosos
del mundo, porque tampoco en ese caso está garantizada la mayoría. Por
consiguiente, se trata de conformarse con la solución actual: actuar en nombre
de una “coalición de voluntarios”, aunque no esté formada más que por dos
países, Estados Unidos y Francia.
Es
cierto que es una decisión que ya se ha tomado en otros casos recientes (las
intervenciones en Kosovo e Irak), pero esos precedentes no justifican nada;
pusieron en ridículo a sus propias instituciones. Qué paradoja: las reglas de
la vida internacional valen para todos, menos para los miembros permanentes del
Consejo de Seguridad, encargados de garantizarlas. Hoy, estas intervenciones se
apoyan explícitamente en la capacidad militar de los países que las emprenden.
Para el presidente de Estados Unidos, su país tiene una misión universal “por
ser la nación más poderosa del mundo”. El presidente francés explica su
decisión de intervenir en Siria con argumentos similares: “Existen pocos países
capaces de infligir una sanción con los medios adecuados. Francia es uno de
ellos”. Es decir, la fuerza sigue siendo la base del derecho.
Hace
100 años, Rudyard Kipling, cantor del colonialismo occidental, describió en
términos emocionados “la carga del hombre blanco”, obligado a “vigilar a los
pueblos salvajes, errantes / mitad diablos mitad niños” , que ni siquiera
reconocían los bienes que les proporcionaba; en pago, los colonizadores
recibían “la censura de vuestros superiores; / el odio de aquellos a quienes
protegéis”. El vocabulario del “castigo” empleado hoy evoca este reparto de
papeles: a un lado los niños turbulentos, que ignoran lo que les conviene (a
veces se les llama directamente bárbaros o monstruos); al otro, los señores,
que tienen la sabiduría y el poder.
La
diferencia con la época colonial es que una parte de los niños indisciplinados
pide a las potencias occidentales que expulsen a los gobernantes (Sadam Husein,
el coronel Gadafi, Bachar el Asad), pero que después se vayan de inmediato.
¿Será tal vez que la carga del hombre democrático (que solo vive en los países
occidentales, los que se autodenominan “la comunidad internacional”) consiste
en el deber de injerencia universal, la responsabilidad de proteger a los demás
pueblos del planeta?
Se
debate asimismo la cuestión de cuánto debe prolongarse la intervención. En
opinión de los neoconservadores estadounidenses y franceses, e incluso de
algunos jefes de Gobierno de la región, hay que aprovechar la oportunidad para
derrocar a quienes ocupan hoy el poder. Pero nadie puede garantizar que los
nuevos gobernantes vayan a ser mejores que los anteriores. El conflicto entre
unos manifestantes pacíficos que exigían libertades democráticas y el poder
represivo se ha convertido en un enfrentamiento entre distintos grupos
religiosos, sostenidos por las teocracias de la región, Arabia Saudí en un
bando e Irán en el otro. La guerra, una vez desatada, se rige por su propia
lógica, que arroja al olvido las justificaciones iniciales y las sustituye por
el resentimiento y la llamada a la venganza. Y las opciones extremistas pueden
más que la moderación.
Si
se establece de forma inequívoca la responsabilidad por el uso del gas,
limitarse a una sanción parcial y simbólica no permitirá eliminar el mal de
esta parte del mundo. Pero existe el temor a que la alternativa cause aún más
estragos, como ya ocurrió en intervenciones anteriores. En lugar de ayudar a
una de las partes beligerantes, ¿no sería mejor presionar a los dos odiados
adversarios, los “terroristas” y el “tirano”, para que se sienten a negociar?
Sería una solución imperfecta, pero Occidente debe tragarse su soberbia y
reconocer que no puede resolver todos los problemas del mundo, que la buena
voluntad choca contra una dimensión trágica de la historia.
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