El día en que
todo cambió/ARIEL DORFMAN
Revista
Proceso.
No. 1924, 14 de septiembre de 2013:
Si
estoy con vida, si 40 años más tarde puedo contar la historia del golpe del 11
de septiembre de 1973, es gracias a la ciega generosidad de mi amigo Claudio
Jimeno.
Lo
recuerdo ahora tal como lo vi entonces, cuando me despedí de él sin saber que
se trataba de una despedida final, sin saber que dentro de poco él estaría
muerto y yo iba a sobrevivir, ninguno de los dos anticipando que los militares
lo matarían a él en vez de ensañarse conmigo.
Nos
conocimos en 1960 cuando los dos cursábamos el primer año de estudios en la
Universidad de Chile. Incisivos sobresalientes y una mata de pelo negro erizado
le habían merecido un apodo, Conejo, que luciría hasta el día de su muerte.
Estaba de novio con Chabela Chadwick, una estudiante de química, y cuando yo
comencé a salir con Angélica, mi futura mujer, los cuatro participábamos, junto
a otros entusiastas condiscípulos, en un raudal de actividades: bailes y paseos
a la playa y, sobre todo, en manifestaciones de protesta. Porque lo que en
última instancia más nos unía, más allá de compartir confidencias y esperanzas,
era una feroz necesidad de batallar por la justicia social en un continente de
extrema pobreza y desarrollo frustrado.
Como
millones de otros chilenos, Claudio y yo éramos fervientes seguidores del
socialista Salvador Allende, quien proclamaba –en una época en que la guerrilla
se alzaba con furia en toda América Latina– que era posible una revolución en
nuestro país sin recurrir a la violencia, que podíamos crear una sociedad más
justa y soberana por medios democráticos y pacíficos. Nuestros sueños se
hicieron realidad cuando, 10 años más tarde, Allende ganó las elecciones
presidenciales de 1970.
Los
sueños y la realidad, sin embargo, no siempre van de la mano.
Ya
a mediados de 1973 el gobierno de Allende estaba asediado por sus enemigos
internos y externos, y la creciente amenaza de un pronunciamiento militar. De
manera que cuando Fernando Flores, el secretario general de Gobierno del
presidente, me pidió que sirviera como su asesor de prensa y cultura, no tuve
la menor duda. Una de mis responsabilidades más urgentes era que debía hacer
guardia una vez cada cuatro noches en La Moneda, para que pudiera comunicarme
con Allende en caso de alguna emergencia. El resto de las noches se rotaban entre
otros tres asesores, uno de los cuales era Claudio Jimeno.
De
manera que cuando me di cuenta de que me tocaba dormir en La Moneda la noche
del lunes 10 de septiembre, nada más natural que canjear ese turno con mi viejo
amigo, pedirle si era posible hacerme cargo de su guardia del domingo 9 de
septiembre. Me convenía ese domingo porque era la única ocasión que tenía para
mostrarle a Rodrigo, mi hijo de seis años, la galería de retratos de los
Primeros Mandatarios de Chile, y para que experimentara, antes de que su madre
viniera a buscarlo, ese momento mágico en que las luces del palacio se prendían
al crepúsculo.
Claudio
asintió sin la menor vacilación. En esos tiempos azarosos pasar aunque fuera
una hora extra con el hijo al que no teníamos la certeza de ver al día
siguiente constituía un regalo insuperable. De hecho, me agradeció el trueque,
ya que le permitía gozar de un domingo tranquilo con Chabela y sus dos hijos.
Y
entonces quiso la buena y la mala suerte que fuera Claudio Jimeno el que
respondió el teléfono en la madrugada del 11 de septiembre de 1973, recibiendo
la noticia de que el golpe, liderado por el general Augusto Pinochet, había
comenzado. Y fue Claudio el que llamó a Allende y Claudio el que luchó a su
lado en La Moneda y Claudio el que terminó siendo apresado y luego torturado y
finalmente muerto, convirtiéndose en uno de los primeros chilenos
desaparecidos.
Mientras
que yo desperté al lado del amor de mi vida, de Angélica, y traté de llegar a
La Moneda y no lo pude lograr, y heme aquí, 40 años más tarde, conmemorando a
mi amigo y lo que se perdió y lo que se aprendió, y recordando, porque Claudio
no lo puede hacer, cómo mantuvimos viva la esperanza en medio de la oscuridad.
Heme aquí, todavía sin poder visitar la tumba de Claudio porque los militares
que lo mataron todavía no revelan dónde echaron su cuerpo vejado.
El
destino de Claudio prefiguró el de su país.
Nos
aguardaban décadas de represión y pavor, de pesadumbre y combate. Aun cuando
terminamos derrotando a la dictadura, nuestra democracia restaurada se vio
severamente restringida. La siniestra Constitución de Pinochet, aprobada en un
referéndum fraudulento en 1980, sigue siendo hasta el día de hoy la ley suprema
de la república, obstaculizando numerosas reformas imprescindibles que el país
reclama.
Si
bien aquel 11 de septiembre de 1973 fue trágico para tantos chilenos, también
tuvo consecuencias más allá de nuestras orillas remotas. El naufragio de la
Revolución Chilena repercutió en forma significativa en Europa, donde llevó a una
fundamental reorientación de la izquierda en varios países (notablemente
España, Francia e Italia), la certeza de que no bastaba con una mayoría
electoral exigua para lograr transformaciones sustanciales en la sociedad, sino
que se necesitaba un consenso amplio y profundo.
En
Estados Unidos, la intervención de la CIA en la caída de Allende fue uno de
varios factores que condujeron a investigaciones del Congreso, de donde
surgieron leyes que limitan las intromisiones del Poder Ejecutivo estadunidense
en los asuntos internos de otras repúblicas –lo que abrió una discusión que es
en este momento más perentoria que nunca, en vista de que los presidentes de
Estados Unidos siguen adjudicándose el derecho a inmiscuirse ilegalmente en
cualquier rincón de la tierra donde sus intereses podrían peligrar, es decir, a
matar y espiar en todo el mundo.
Pero
el legado más crucial del 11 de septiembre chileno fueron las estrategias
económicas implementadas por Pinochet. Mi país se convirtió, en efecto, en un
laboratorio para un salvaje experimento neo-liberal, una tierra donde la
avaricia desmedida, la extrema desnacionalización de los recursos públicos y la
supresión de los derechos de los trabajadores fueron impuestas con virulencia a
un pueblo desamparado. Muchas de estas políticas fueron adoptadas más tarde por
Margaret Thatcher y Ronald Reagan (así como por líderes en el resto del globo),
acarreando una disparidad escandalosa en la distribución del ingreso y la
riqueza, y, podría argüirse, creando condiciones para las últimas crisis
financieras que han sacudido al planeta.
Por
cierto, este modelo chileno de un libre mercado exorbitante y sin frenos no ha
perdido hoy su atractivo. La drástica y
desastrosa privatización del sistema previsional sufrida en Chile es enaltecida
por derechistas de todas las estampas como una “solución” al “problema” de las
pensiones de los jubilados. Y recientemente el Wall Street Journal, en un
editorial, sugería que “ojalá los egipcios tuvieran la buena suerte de que sus
nuevos generales reinantes resultaran ser como Augusto Pinochet de Chile”.
Afortunadamente,
Chile no exportó únicamente las peores experiencias surgidas de la asonada
militar. También ha servido como un modelo de la forma en que un pueblo
desarmado puede, a través de la no violencia y una ardua campaña de
desobediencia civil, conquistar el miedo y liquidar a una dictadura. Los
alentadores movimientos de resistencia y en favor de la democracia que han
brotado en todos los continentes durante estos últimos años prueban que el
futuro no tiene que ser despiadado, que el 11 de septiembre chileno no marcó el
final de la búsqueda de libertad y justicia social por la que murió Claudio
Jimeno, que tal vez su sacrificio no fue enteramente en vano.
Y,
pese a ello, no me puedo consolar: a los 40 años todavía recuerdo su sonrisa de
conejo cuando me dijo adiós en La Moneda aquella noche de septiembre 10, 1973.
Al
día siguiente, ese martes desbordante de terror en Santiago, muchas cosas
cambiaron para siempre: cambios políticos y económicos que alteraron a Chile y,
se podría aventurar, también al mundo. Mas cuando contemplamos el pasado lo que
necesitamos recordar es que finalmente la historia la hacen y padecen seres
humanos reales, hombres y mujeres que quedan penosamente afectados; la historia
consiste de muchos Claudios y muchos Jimenos de nuestra especie, uno más uno
más uno.
Esa
es la historia irreparable, la que nos duele y conduele: no puede Claudio
despertar, como lo hago yo cada mañana, al canto interminable de los pájaros.
Claudio
Jimeno, el amigo que murió en mi lugar hace 40 años, nunca ha de ver a sus
nietos crecer, nunca podrá sonreírse cuando lo llamen “abuelo conejo”.
*Escritor
chileno. Su último libro es Entre sueños y traidores: un striptease del exilio.
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