La Vanguardia | 3 de mayo de 2014
La fiesta de Sant Jordi en Barcelona fue durante décadas el día más alegre de una ciudadanía que se sentía primaveral por aunar algo tan insólito como una rosa y un libro. Como un sueño de poeta en el que cabía desde Rilke a Salvat-Papasseit.
¡Una fiesta ciudadana, laica! Sin triduos ni misas ni beatas basílicas patrióticas, ni oscuros recordatorios de quemadores de libros y maltratadores de rosas. Un libro y una rosa. Me confieso un voyeur permanente desde hace muchos años de esta fiesta única de la civilización (el libro) y la sensibilidad (la rosa). No es precisamente el día más idóneo para comprar libros, al menos para aquellos que lo practicamos con asiduidad, pero constituye un placer visual ver a gente que probablemente no se acerca a las librerías en todo el año cómo lleva con orgullo su rosa y su libro.
Aseguran que lo inventó el eminente editor Gustavo Gili (1868-1945), activo militante de la Lliga Regionalista y creador de una saga de sabios editores. Evoco con satisfacción los años finales del franquismo y lo que tenía de fiesta cívica, libre, exhibicionista como esa primavera que en general se mostraba generosa, con días de un sol deslumbrante.
Pero eso me temo que se acabó. ¡Qué capacidad tiene la sociedad barcelonesa actual para ir liquidando aquellas manifestaciones de orgullo cívico que la distinguían con honra de todas las demás! En toda España, desde Madrid al culo de cualquier ciudad peninsular, hay ferias del libro. Nada comparable con el libro y la rosa de Sant Jordi. Pero una vez más los poderes han decidido que se acabó esa simpleza de un libro y una flor, y que no están los tiempos para flors i violes.
Llevo años sin salir de casa el día de Sant Jordi. Exactamente desde que las industrias editoriales decidieron archivar el libre criterio de los ciudadanos e impusieron a unos individuos que han escrito un libro, o dos, o un ciento, da lo mismo, que te esperan ansiosos en las librerías esperando que les compres el suyo y te lo dediquen.
Una fiesta cívica y libertaria, en la que uno pasea, compra un libro, le regalan una flor o se la compra, se ha convertido en un ejercicio comercial más parecido a las ferias de ganado. Se ha despreciado a la ciudadanía para sustituirlo por la ávida fauna literaria. Lo importante son los autores, es decir, las empresas, es decir, el marketing. ¿En qué se diferencian del ganado?
Yo jamás podría decir que los ciudadanos que paseaban y exhibían su rosa y su libro fueran parecidos; cada uno era él mismo. Pero que una señora cuyos méritos intelectuales desconozco, por buen nombre Belén Esteban, esté junto a Pilar Suburbano, cuyos deméritos conozco muy bien, y cerca de Almudena Grandes, y todas las tres firmando algo parecido a un libro… ¿Para qué necesitan la rosa? Mejor comprarla en una floristería y ponerla en un jarrón y olvidarse de la estantería de los libros jamás leídos. Por cierto, en los últimos seis años han cerrado en Barcelona 450 floristerías; imagino que la cifra de librerías clausuradas será similar. Ni rosas ni libros.
Propondría que, de seguir así, llamáramos al día de Sant Jordi la Jornada del Negro Desconocido. Porque negro es como llamamos en el gremio al plumilla que escribe lo que luego firma una vedette, o un presentador mediático, o una furcia espabilada.
Nunca he participado en ninguna Feria de Ganado Literario. Una cosa es que presentes un libro y firmes ejemplares, o des una conferencia y hagas lo mismo. Pero meterse en una caseta esperando a que lleguen los clientes es algo que ya agotaron en el barrio rojo de Amsterdam unas profesionales, que con toda seguridad darán mejor servicio y a precios más asequibles.
Que la cosa del libro va mal es algo tan obvio como que vivimos en una sociedad que se basta con la mitología del fútbol y la caja idiota, más idiota que nunca. Asegura el conseller Mascarell, que ha inaugurado para la tradición cultural el “Brindis de Sant Jordi” –un cava con picoteo, dedicado a escritores y periodistas de la pomada– que el índice de lectura en Catalunya se acerca al de Europa: ¡65%! No hay cosa que diga Ferran Mascarell que no sea una mentira edulcorada, le viene de antiguo. El representante de los libreros, con tienda en Manresa, Antoni Daura, no muy ducho en el lenguaje, sostiene que los “datos empíricos” aseguran este año la venta de 1,6 millones de libros; como se trata de “empíricos”, cabe pensar que no se lo cree ni él. Pero lo más jugoso viene en letra pequeña: se han vendido 22.571 títulos diferentes. Imagino a los editores echándose las manos a la cabeza. ¡Una ruina!
No hay lugar de España donde el índice de lectura “de libros” sobrepase al subdesarrollo, razón por la cual los grupos editoriales se inventan los subterfugios más estrambóticos para “hacer escribir” –¡feliz negro!– a famosetes de la tele o de los periódicos o del deporte, tertulianos, que sé por experiencia que no saben escribir ni un párrafo sin que llegue el corrector, el bendito corrector, a ponérselo en legible.
Vamos a soñar. A mí me hubiera gustado pasearme por la Rambla, tratando por todos los medios de no percibir que la hasta ayer Casa del Libro acaba de ser sustituida por una jamonería high class. Y hubiera buscado entre esos 22.571 libros que tuvieron el feliz azar de ser comprados, dos, sólo dos. No sólo porque sus autores no pudieron estar en la mesa para firmar autógrafos, ni siquiera asistido a los ágapes para escritores que se han puesto de moda entre nuestra casta dirigente como señal de señorío –cava y bocaditos y mucha foto; siempre los mismos, con algún aspirante–. Con toda seguridad un escritor de antes los hubiera mandado educadamente a tomar por el culo.
No me imagino Scipio Slataper en una fiesta de los posmodernos del Sant Jordi. Nacido en Trieste en 1888, habría de morir en la Primera Gran Guerra (1915), después de haber dejado una huella indeleble en sus contemporáneos, como bien escribió Claudio Magris en su Trieste. Una identidad de frontera. Nos legó un libro, Mi Carso, poco más de un centenar de páginas que acaba de editar en castellano la para mí desconocida editorial madrileña Ardicia. Una prosa para aprender, que con toda probabilidad leerán sólo los negros de las grandes editoriales, cada vez más convencidos de que son ellos los que convierten en prosa la basura de los analfabetos.
Un relato sencillo, de gente de frontera, dedicado a la tierra que conoce bien, el Carso, en el que hay también mucho de evocación y un elogio exultante de la naturaleza que se echa encima de ese Trieste que fue puerto del Gran Mundo Comercial. Una prosa y una traducción que consiente gozar, que es lo más que puede pedir un lector. Tiene algo de lo que muchos años después sería nuestra Helena, o el mar del verano, de Julián Ayesta, pero con una literatura más hecha, más sólida. Porque ¡ay!, el Gijón de Ayesta nunca podrá compararse al Trieste de Slataper.
Y antes de salir del gentío y de las caras de somalíes hambrientos del minuto de gloria que concede firmar un libro, conseguiría esa pieza maestra que es El hombre desconocido, del sueco Stig Dagerman (Nórdica). Con una singularidad que ya de por sí merece llevárselo: los dos traductores, Juan Capel y Marina Torres, se atreven a hacer un prólogo y un epílogo que son opuestos en su apreciación sobre ese personaje que fue Dagerman, un anarquista golfo, borracho, trepador, sin principios, que se suicidó por asfixia en el garaje de su casa, a los 31 años (1954). Bastaría decir que en ese libro hay un cuento, quizá el más largo de la antología que recorre su obra –¿ Dónde está mi jersey irlandés? (1947)– que me conmovió hasta tal punto que lo considero uno de los más impresionantes que he leído en mi vida.
Pero, en fin, Sant Jordi ha pasado. Se han vendido muchas rosas y según los profesionales “empíricos” del gremio hasta un 5% más que el año pasado. Lo que nunca nos precisan es de qué.
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