La
Verdad Sospechosa/SABINA
BERMAN
Revista Proceso # 1966, 5 de julio de 2014
El
doctor Mireles salió de una fonda a una calle del poblado de La Mira, con una
pata de pollo en la diestra, cuando fue capturado por elementos del Ejército.
El parte del Ejército dice en cambio que Mireles no llevaba una pata de pollo
en la mano, sino un arma larga de uso exclusivo del Ejército y que se le
encontraron en el vehículo cinco bolsas con droga, cuatro con mariguana y una
con cocaína, amén de 30 mil pesos.
No,
ha dicho Mireles luego a través de su abogada, no había bolsas de nada y eran
90 mil pesos, de los que los soldados tomaron una comisión para sí.
Por
supuesto, el disenso es insignificante si se contrasta con el que subyace a la
escena de la detención. El doctor Mireles considera que el gobierno federal
está infiltrado absolutamente por el crimen, que es de cierto uno de sus brazos
ejecutores, y por tanto las autodefensas que él encabeza deben continuar
armadas e independientes. Por su parte el gobierno federal considera que el
doctor Mireles es un subversivo y un catalizador de la anarquía que debe
extirparse de la vida social de Michoacán, para su pacificación.
Bienvenidos
a un episodio más de La Verdad Sospechosa. Un serial tan largo como la historia
mestiza del país. Tan ancho como nuestro territorio. Un serial que sería una
comedia si no condujera a la tragedia tan a menudo. Una trama que en México se
resuelve primero en un escándalo de opiniones, como si la opinión fuese un
sustituto digno de la verdad, y finalmente en la imposición por hechos
violentos de una verdad incontrovertible. Si el gobierno federal no captura en
breve tiempo a la cabeza del crimen organizado, La Tuta, y el crimen prosigue
en Michoacán matando gente y exprimiendo cada aspecto de la vida, le creeremos
a Mireles eternamente; si La Tuta cae, se detiene el crimen y la vida diaria se
civiliza, le creeremos al gobierno federal.
Tan
común es en México que la Verdad sea Sospechosa que raramente consideramos al
fenómeno como una de las fuentes más abundantes de la discordia social. Y sin
embargo lo es: nos roba la posibilidad de una comprensión serena de nuestros
problemas y de soluciones justas. Toda verdad nos resulta incompleta y
facciosa, y lo suele ser, y a toda sospecha le vemos visos de verdad. Habría
que poner a un lado el anecdotario del padecimiento y afirmarlo: nuestra
dificultad con la verdad es una enfermedad grave y profunda, y antigua.
Escribía antes: tan larga como nuestro mestizaje. No es casual que la obra de
teatro más montada a lo largo de nuestra historia se llame La Verdad Sospechosa
y en su trama estén también las razones de que la certeza y la justicia sean
lujos de otras latitudes.
Un
joven estudiante se enamora de una joven dama de la nobleza, y para
conquistarla se inventa a sí mismo una alta cuna y hazañas heroicas. Sus
mentiras van acumulándose hasta que revientan en la desgracia. Pierde el amor
de su amada y pierde también su honra. Juan Ruiz de Alarcón, el espléndido
dramaturgo novohispano, sitúa la acción en Madrid, pero él mismo, como desde el
estreno de la pieza en 1624 lo señalaron los críticos, acude en ello al engaño.
La disposición mentirosa del protagonista resultaba inverosímil en Madrid y en
cambio en la capital de la Nueva España no sólo era verosímil, sino endémica,
dadas las condiciones de la Colonia.
Nueva
España carecía de una fuente de verdad. Los documentos legales que podían fijar
la cuna de los inmigrantes españoles y otros datos de su vida estaban muy
lejos, del otro lado de un viaje de meses por el océano. Las mismas autoridades
de la Colonia eran dudosas: los puestos de autoridad eran de común vendidos al
mejor postor, en el sobreentendido de que el comprador cobraría a los súbditos
el favor de sus decisiones. Cualquier pícaro podía inventarse un pasado y podía
planearse un futuro donde lo criminal y lo legal conviviesen, y cualquier
funcionario era de seguro otro pícaro ladrón, con la impunidad asegurada para
él y para desdicha del Bien Común.
Desde
esa Nueva España mentirosa hasta el México de hoy nunca se ha construido en
nuestro país una maquinaria de justicia insobornable y eficaz que arroje
certezas. A lo largo del siglo XX lo que tuvimos fue un Estado fuerte y pícaro
que administró el crimen y las falacias. Tocaba a la generación de los
políticos del inicio del siglo XXI, la generación variopinta que la democracia
permitió entrar al gobierno, desarmar la tiranía pícara y suplirla por el
imperio de la ley: no fue así, esa generación se disgregó en múltiples
propósitos, incluidos los del enriquecimiento personal, y debilitó al Estado. Y
hoy vivimos el despliegue completo de los horrores de la enfermedad original,
La Verdad Sospechosa.
México
hoy es la decimocuarta economía mundial a la par de una zona de barbarie, dadas
nuestras cuentas semanales de homicidios, secuestros, robos y extracciones al
erario. El pícaro novohispano se ha metamorfoseado en La Tuta, un asesino de
miles; o en el exgobernador Moreira, que debe al Bien Común la friolera de 33
mil millones de pesos; el pícaro de hoy es el soldado que es también empleado
del crimen; el Estado pícaro de ayer es hoy una convención de malandrines de
cuello blanco que comercian bienes comunes como si fueran propios y se sientan
a la mesa con La Tuta para administrar igual resultados electorales que pagos
de secuestros.
La
enfermedad sembrada en nuestro origen colonial se ha vuelto mortífera en
nuestro presente. Su cura radical ha sido desde siempre la creación de
instituciones de justicia blindadas al crimen. Una cura que en lo inmediato
sería posible sólo por un acto heroico del Estado pícaro: su propia purga. Pero
admite la media-sanación que México vivió a lo largo del siglo XX: otra vez el
empoderamiento del Estado para que detente tanto el monopolio de la picardía
como de la distribución de la injusticia resultante. Y admite igual una tercera
solución, y que también México ha vivido: la catastrófica: un estallido social
que en nombre de la purificación arrolle a la sociedad.
El
27 de junio de este año el presidente Peña Nieto declaró en Estados Unidos que
su decisión es la primera, la creación de instituciones de justicia probas, que
controlen el delito fuera y dentro del gobierno. Lo antes dicho al inicio de
este texto, Michoacán es la maqueta donde los hechos, no las palabras, nos
dirán pronto si tal es cierto o si la opción realmente elegida por el
presidente es la del Estado del Monopolio de la Picardía. O si la solución que
avanza desde el horizonte es la proliferación de las autodefensas, las bandas
de ciudadanos desesperados y armados que lleven a una conflagración caótica.
Atento lector: me temo que usted y quien esto escribe estaremos, queramos o no,
para verlo y para contarlo.
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