El
discreto encanto de las imperfecciones/Pedro J. Bosch es oftalmólogo y articulista.
El
País | 5 de julio de 2014
Nos
describía Jordi Soler hace unas semanas (La era de Funes, EL PAÍS, 30-3-2014) a
“esos hombres del siglo XXI, sentados e inmóviles frente a una pantalla de
ordenador, con una memoria infalible de gigabytes, que disfrutan de una
realidad mejorada…”, y no le faltaba clarividencia para intuir esa universal
querencia por crear realidades paralelas en las que incluso el sexo real, tan
farragoso y lleno de malentendidos, va cayendo en desuso a favor de sus
sucedáneos virtuales, más controlables, y que insidiosamente empiezan a ser más
reales que la propia realidad.
Y
es que el ciudadano del siglo XXI parece anteponer la seguridad, el control de
toda actividad potencialmente peligrosa, a su incondicional disfrute. Sexo sin
sexo, cervezas sin alcohol, alimentos sin calorías ni colesterol, footing
ortopédico con control mecánico de pulsaciones y jadeos, conversaciones con
pantallita interpuesta, torsos sin vello… Todo ello parece formar parte de una
ilusión o ensoñación colectiva por crear islas no solo de control y seguridad
sin fisuras sino de perfección en medio del caos de un mundo sin más brújula
que un mercado enloquecido que se debate entre sus propias sacudidas y las que
provoca el permanente choque de identidades contrapuestas.
De
esa tendencia hemos sido testigos y protagonistas los cirujanos oftalmólogos
que no hace tanto operábamos cataratas para devolver la vista y ahora lo
hacemos, además, para evitar la molestia de llevar gafas. Tiempos aquellos de
pacientes agradecidos por la sustancial y espectacular mejora, a pesar de los
aparatosos anteojos que se veían obligados a llevar, y tiempos estos en que
puedes ir al juzgado porque a alguien le ha quedado media dioptría de
astigmatismo después de una intervención presuntamente perfecta. Ya no es
suficiente la seguridad del procedimiento, que ha alcanzado cotas
espectaculares en los últimos años, sino que se requiere una excelsitud que
nadie terrenal puede garantizar.
Esta
obsesión por el control, la seguridad, la asepsia… la perfección es fuente de
neurosis de todo tipo. Se está gestando una generación de optimistas radicales,
mitómanos de la tecnología y su corolario de que todo tiene que funcionar como
un reloj suizo y que, por tanto, esperan respuestas perfectas de sus
imperfectos congéneres y de la propia vida, aleatoria por definición; seres
permanentemente airados al comprobar una y otra vez la insuficiencia de las
soluciones a sus exigentes requerimientos, impropias de sus inmarcesibles
méritos y expectativas. Parece como si el eclipse parcial de la felicidad
religiosa (los últimos fastos y milagros vaticanos ponen en cuestión el
cacareado relativismo) hubiera dado paso a un ideal donde la tecnología de
última generación, junto con la infinita potencia de nuestra psique, estimulada
(¿manipulada?) por los gurús del pensamiento positivo, diera lugar a esas
idílicas islas de perfección.
Quizás
convendría volver la mirada a los únicos humanos, los científicos, con cierta
experiencia en mundos perfectos. Por ejemplo, los físicos, observadores de
sistemas como el de la electrodinámica cuántica, basada en la interacción de
fotones y electrones, partículas sustancialmente sin fallos. Son esos hombres
sabios (y sigo al catedrático menorquín Manuel Elices en su discurso de ingreso
en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales) quienes nos
advierten de la necesidad de las imperfecciones, pues la resistencia y
ductilidad de los materiales no dependen de la inmensa mayoría de los átomos
que ocupan el sitio que les corresponde en la red cristalina, los perfectos,
sino en las imperfecciones de la estructura, porque es ahí precisamente donde
radica la información. Sin alguna de esas imperfecciones, los salmones, por
ejemplo, no podrían regresar a su lugar de origen después de haberse alejado
muchos kilómetros de él. Gracias a unos imperfectos anillos que se forman en
sus oídos obtienen la información que necesitan sobre las características del
agua de mar por donde han nadado. El estudio de las impurezas en esos anillos
equivale a leer el cuaderno de bitácora de un barco.
Reconocer
y valorar la inevitabilidad de las imperfecciones de nuestros prójimos puede
ayudarnos a empatizar con ellos, incluidos los más idolatrados, como la
mismísima actriz Scarlett Johansson, cuyo desnudo sin Photoshop nos permite
disfrutar de la actriz en toda su plenitud, como apuntaba Elvira Lindo en su
columna dominical, incluso o, sobre todo, con la bendita imperfección de esos
pechos “caídos hacia arriba” que diría Francisco Umbral. Pues, al parecer,
Twitter ha albergado indignadas reacciones ante las imperfecciones de la diva,
denuestos de esos optimistas radicales convencidos de que Scarlett era el
prototipo de la belleza sin mácula, ¿sintética?, ¡qué decepción!
Pasa
lo mismo con la política: la democracia no es el sistema perfecto sino un
bienintencionado intento de regular y aprovechar civilizadamente las
imperfecciones de convivencia de los humanos para generar fórmulas cada vez
más… perfectibles. Tanto en las relaciones de pareja, tan frágiles hoy día,
como en las propiamente políticas, no hay que esperar utópicas felicidades
eternas ni el cumplimiento de ideales salvíficos, sino arbitrar correcciones,
una detrás de otra, sin pausa, sin fin y con una razonable tolerancia a las
imperfecciones ajenas y al nunca desdeñable papel del azar. Claro que cabría
preguntarse qué pasa cuando se produce un overbooking de imperfecciones, pero
esa sería otra historia.
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