6 jul 2014

El discreto encanto de las imperfecciones


El discreto encanto de las imperfecciones/Pedro J. Bosch es oftalmólogo y articulista.
El País | 5 de julio de 2014
Nos describía Jordi Soler hace unas semanas (La era de Funes, EL PAÍS, 30-3-2014) a “esos hombres del siglo XXI, sentados e inmóviles frente a una pantalla de ordenador, con una memoria infalible de gigabytes, que disfrutan de una realidad mejorada…”, y no le faltaba clarividencia para intuir esa universal querencia por crear realidades paralelas en las que incluso el sexo real, tan farragoso y lleno de malentendidos, va cayendo en desuso a favor de sus sucedáneos virtuales, más controlables, y que insidiosamente empiezan a ser más reales que la propia realidad.

Y es que el ciudadano del siglo XXI parece anteponer la seguridad, el control de toda actividad potencialmente peligrosa, a su incondicional disfrute. Sexo sin sexo, cervezas sin alcohol, alimentos sin calorías ni colesterol, footing ortopédico con control mecánico de pulsaciones y jadeos, conversaciones con pantallita interpuesta, torsos sin vello… Todo ello parece formar parte de una ilusión o ensoñación colectiva por crear islas no solo de control y seguridad sin fisuras sino de perfección en medio del caos de un mundo sin más brújula que un mercado enloquecido que se debate entre sus propias sacudidas y las que provoca el permanente choque de identidades contrapuestas.
De esa tendencia hemos sido testigos y protagonistas los cirujanos oftalmólogos que no hace tanto operábamos cataratas para devolver la vista y ahora lo hacemos, además, para evitar la molestia de llevar gafas. Tiempos aquellos de pacientes agradecidos por la sustancial y espectacular mejora, a pesar de los aparatosos anteojos que se veían obligados a llevar, y tiempos estos en que puedes ir al juzgado porque a alguien le ha quedado media dioptría de astigmatismo después de una intervención presuntamente perfecta. Ya no es suficiente la seguridad del procedimiento, que ha alcanzado cotas espectaculares en los últimos años, sino que se requiere una excelsitud que nadie terrenal puede garantizar.
Esta obsesión por el control, la seguridad, la asepsia… la perfección es fuente de neurosis de todo tipo. Se está gestando una generación de optimistas radicales, mitómanos de la tecnología y su corolario de que todo tiene que funcionar como un reloj suizo y que, por tanto, esperan respuestas perfectas de sus imperfectos congéneres y de la propia vida, aleatoria por definición; seres permanentemente airados al comprobar una y otra vez la insuficiencia de las soluciones a sus exigentes requerimientos, impropias de sus inmarcesibles méritos y expectativas. Parece como si el eclipse parcial de la felicidad religiosa (los últimos fastos y milagros vaticanos ponen en cuestión el cacareado relativismo) hubiera dado paso a un ideal donde la tecnología de última generación, junto con la infinita potencia de nuestra psique, estimulada (¿manipulada?) por los gurús del pensamiento positivo, diera lugar a esas idílicas islas de perfección.
Quizás convendría volver la mirada a los únicos humanos, los científicos, con cierta experiencia en mundos perfectos. Por ejemplo, los físicos, observadores de sistemas como el de la electrodinámica cuántica, basada en la interacción de fotones y electrones, partículas sustancialmente sin fallos. Son esos hombres sabios (y sigo al catedrático menorquín Manuel Elices en su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales) quienes nos advierten de la necesidad de las imperfecciones, pues la resistencia y ductilidad de los materiales no dependen de la inmensa mayoría de los átomos que ocupan el sitio que les corresponde en la red cristalina, los perfectos, sino en las imperfecciones de la estructura, porque es ahí precisamente donde radica la información. Sin alguna de esas imperfecciones, los salmones, por ejemplo, no podrían regresar a su lugar de origen después de haberse alejado muchos kilómetros de él. Gracias a unos imperfectos anillos que se forman en sus oídos obtienen la información que necesitan sobre las características del agua de mar por donde han nadado. El estudio de las impurezas en esos anillos equivale a leer el cuaderno de bitácora de un barco.
Reconocer y valorar la inevitabilidad de las imperfecciones de nuestros prójimos puede ayudarnos a empatizar con ellos, incluidos los más idolatrados, como la mismísima actriz Scarlett Johansson, cuyo desnudo sin Photoshop nos permite disfrutar de la actriz en toda su plenitud, como apuntaba Elvira Lindo en su columna dominical, incluso o, sobre todo, con la bendita imperfección de esos pechos “caídos hacia arriba” que diría Francisco Umbral. Pues, al parecer, Twitter ha albergado indignadas reacciones ante las imperfecciones de la diva, denuestos de esos optimistas radicales convencidos de que Scarlett era el prototipo de la belleza sin mácula, ¿sintética?, ¡qué decepción!
Pasa lo mismo con la política: la democracia no es el sistema perfecto sino un bienintencionado intento de regular y aprovechar civilizadamente las imperfecciones de convivencia de los humanos para generar fórmulas cada vez más… perfectibles. Tanto en las relaciones de pareja, tan frágiles hoy día, como en las propiamente políticas, no hay que esperar utópicas felicidades eternas ni el cumplimiento de ideales salvíficos, sino arbitrar correcciones, una detrás de otra, sin pausa, sin fin y con una razonable tolerancia a las imperfecciones ajenas y al nunca desdeñable papel del azar. Claro que cabría preguntarse qué pasa cuando se produce un overbooking de imperfecciones, pero esa sería otra historia.

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