‘Esos
malditos extranjeros’/Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El
País |5 de julio de 2014
Estúpida.
Incoherente. Corta de miras. Torpe. Entrometida. Contraproducente. Me faltan
adjetivos para calificar la insensatez que supone la estrategia actual del
Gobierno británico respecto a los estudiantes extranjeros. Trabajo en una
universidad británica y veo sus nefastas consecuencias a diario: una burocracia
insolente y kafkiana, que trata a todos como sospechosos. Un prestigioso
funcionario de Singapur al que se rechaza porque no domina bien la lengua
(cuando, en Singapur, la Administración funciona en inglés). Hijos que no
pueden ir a sus países a ver a sus ancianos padres porque el absurdo Organismo
de Fronteras de Reino Unido les retiene los pasaportes durante meses.
Estudiantes idealistas y llenos de talento a los que se envía de vuelta a India
o América el mismo día que terminan sus clases, pese a que son exactamente el
tipo de fermento creativo que necesitamos aquí.
Y
eso sin contar a aquellos a los que se impide incluso presentar la solicitud
para venir a estudiar. Según las cifras oficiales del Ministerio del Interior
británico, entre septiembre de 2012 y septiembre de 2013, los visados de
estudiante concedidos en India descendieron un 24%, además del 50% que ya
habían disminuido en los 12 meses anteriores. Sin embargo, las relaciones con
India son una de las grandes prioridades de política exterior del Gobierno.
¿Por
qué esta locura? Porque en enero de 2010, el entonces líder de la oposición
David Cameron hizo una promesa electoral irresponsable y populista, la de
reducir la inmigración neta a “decenas de miles, en vez de cientos de miles”, y
con ella se arrojó piedras sobre su propio tejado. “Inmigración neta” es el
número de los que entran menos los que salen, pero Interior no puede “procesar”
el número de británicos que deciden irse del país en un año concreto (claro que
el Gobierno podría hacer que Reino Unido se vuelva tan desagradable que
millones de personas decidan marcharse: misión cumplida). Además, ese objetivo
mete en el mismo saco todos los tipos de inmigración: el asilo político, la
reunificación familiar, los procedentes de la UE y de fuera, los trabajadores y
los estudiantes. Una señal de prudencia sería empezar a distinguirlas, y en
particular separar a los estudiantes de los demás.
Ya
que critico la política del Gobierno, empezaré por decir que sé que estamos
ante un problema real. En el universo hipotético y teórico de algunos
politólogos es posible que controlar la inmigración sea una muestra de
intolerancia, pero, en el mundo real, controlar la inmigración es una condición
indispensable para preservar una sociedad democrática. La inmigración se ha
convertido en una de las principales preocupaciones de los votantes, en Reino
Unido y en la mayoría de las democracias occidentales (no hay más que ver el
reciente referéndum en Suiza para restringir la entrada de ciudadanos de la
UE). Los medios de comunicación y los políticos irresponsables alimentan ese miedo
hasta transformarlo en histeria, pero la preocupación de fondo es algo que debe
tomarse en serio.
Por
eso resulta todavía más increíble con qué pocos datos se toman las decisiones.
El Ministerio del Interior está empezando a utilizar los procedimientos y la
tecnología que le permiten contar cuánta gente se va de Reino Unido. Pero hasta
ahora ha perdido la pista a cientos de miles de personas, entre ellas muchos
estudiantes y graduados.
Hasta
2012 no empezó a preguntar el International Passenger Survey (que no hace más
que un muestreo) a los que se iban del país si originalmente habían llegado a
él con el propósito de estudiar. Con las últimas cifras disponibles, hasta
junio de 2013, el doctor Scott Blinder, del Observatorio de las Migraciones en
la Universidad de Oxford, calcula que entre los que llegaron para estudiar y
los que se van que dicen que vinieron a estudiar hay una diferencia de unas
99.000 personas. Si esta cifra es más o menos cierta, representa una parte
enorme del total de inmigración neta para ese mismo periodo, que ascendió a
166.000 personas según el mismo sondeo (182.000, según cifras oficiales).
Por
consiguiente, si el primer ministro Cameron pretende aproximarse a su objetivo
de las “decenas de miles” antes de las próximas elecciones, en mayo de 2015, va
a tener que, o bien organizar una matanza de estudiantes extranjeros, o, como
ha sugerido con discreción su propio secretario de Universidades, reconocer que
los estudiantes son un caso aparte. Es decir, habría que procesar sus datos de
manera independiente, aunque por supuesto se contarían como inmigrantes
regulares en el caso de que se queden a trabajar aquí. En su libro The british
dream, el autor David Goodhart, destacado crítico de los fallos de la política
de inmigración en el pasado, sugiere esta misma posibilidad.
Existe
un serio problema con la entrada de “falsos estudiantes”, pero, a la hora de la
verdad, nos distrae del objetivo principal. Incluso aunque consigamos eliminar
todo el fraude en los visados de estudiante, tendremos que decidir si estamos
dispuestos a acoger a 100.000 o 300.00 estudiantes legítimos al año.
De
modo que la cuestión de los estudiantes debe abordarse con sus propias
complejidades, sin meterla en un saco demagógico con la etiqueta de inmigración
(también llamado esos malditos extranjeros). Por supuesto, recibir a
estudiantes extranjeros tiene un coste. Muchos se quedan después, incluso en
estos tiempos. Y tenemos muchos. En 2008, Reino Unido tenía el segundo grupo
más numeroso de alumnos extranjeros de toda la OCDE. Existen buenas razones
para ello. Reino Unido cuenta con las mejores universidades de Europa, además
de buenas instituciones de educación continua y escuelas de idiomas. Posee
relaciones históricas con todo el mundo. Hablamos inglés, es decir, la lengua
planetaria.
El
coste es grande, pero los beneficios son aún mayores. En 2011-2012, los alumnos
internacionales gastaron alrededor de 10.200 millones de libras (12.400
millones de euros) entre matrículas y alojamientos. Los beneficios en materia de
relaciones humanas, modos de pensar, afinidades culturales y aprecio
internacional son incalculables. Un estudio realizado el año pasado por el
Departamento de Empresa, Innovación y Talento, que es responsable de la
educación terciaria, descubrió que el 84% de los que habían estudiado en Reino
Unido conservaba sus lazos y el 90% decía que después tenía mejor imagen del
país. Imaginemos que Bill Clinton, Benazir Bhutto, Aung San Suu Kyi y Manmohan
Singh, que estudiaron en Oxford, le hubieran tomado antipatía por haber sufrido
un trato como el que reciben hoy mis alumnos extranjeros.
Todo
esto forma parte del poder blando de Reino Unido, junto con el cine, la
literatura, la música, el deporte y la BBC. Con todo el respeto a nuestros
soldados, diplomáticos y banqueros, creo que el prestigio británico debe tanto
o más que a ellos a nuestros actores, periodistas, escritores y profesores. La
autora de Harry Potter, J. K. Rowling, vale por 10 portaviones de la Royal
Navy. A medida que nos adentramos en el siglo XXI, es muy probable que este
poder blando resista mejor que un poder militar y económico cada vez menor. Ah,
y, además, formamos a seres humanos, ciudadanos del mundo. ¿Deberíamos pedir
disculpas, por cuadruplicado, al Organismo de Fronteras?
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