Esa abstracción llamada Estado/Javier Sicilia
Revista Proceso # 1966, 5 de julio de 2014
Para
José Manuel Mireles, un hombre digno
A
la ya larga lista de políticos criminales o corruptos que continúan en la
impunidad se han venido a sumar a últimas fechas los nombres de Fausto Vallejo,
cuyos vínculos con el crimen organizado se hacen cada vez más evidentes; de
Purificación Carpinteyro, quien intentó utilizar su condición de legisladora
para negocios personales, y del comisionado Castillo, quien incurrió en la
estúpida acción de encarcelar a José Manuel Mireles –no se encarcela a Pancho
Villa–. Ese lugar común del escándalo en México no sólo pone nuevamente de
manifiesto la inmensa corrupción de la vida política y sus profundos vínculos
con el crimen, sino también el tema del Estado en el que florece la clase
política.
Un
Estado, según las teorías modernas, tiene una función –la única que le da razón
de ser–: cuidar la seguridad, la justicia y la armonía de los ciudadanos, es
decir, de la gente. Pero en el fondo, en términos reales, ¿qué es? Una
abstracción sin contenido específico. Una “superstición política”, señala
Gustavo Esteva, es decir, “una ilusión, un fantasma” que, como los términos
“democracia” o “nación”, captura inmerecidamente nuestra fe (Nuestras
supersticiones políticas, La Jornada, 23 de junio de 2014). Una palabra, diría
Iván Illich, a la que podemos asignarle cualquier valor.
“Conozco
–escribió alguna vez Albert Camus– algo peor que el odio: el amor abstracto”.
Ciertamente, nadie ama al Estado –“el más frío de los monstruos fríos”, observa
Nietzsche. Sin embargo, esa abstracción ha servido para promover el amor a
otra: la nación. Por eso la teoría del Estado los ha puesto juntos: el
Estado-nación. En su nombre, Hitler creó Auschwitz y desató una espantosa
guerra; en su nombre, Stalin exterminó a 70 millones de sus conciudadanos, y
Harry Truman arrojó la bomba atómica sobre dos ciudades. Ha servido lo mismo
para la represión brutal que –las menos de las veces pienso en Mandela o en De
Gaulle– para la conciliación y la paz; lo mismo para el crimen selectivo que
para su conquista mediante la revolución. No está en ningún sitio y, no
obstante, todos –apunta Esteva– quieren conquistarlo “por la vía de las armas o
de las elecciones. Se trata de emplearlo para revoluciones y
contrarrevoluciones, (de) controlarlo o dominarlo (para) hacerlo expresión de
una hegemonía”. Pero no hay manera de darle sentido a su razón de ser.
En
México, desde su nacimiento en 1824, sólo ha servido para generar guerras
intestinas y dictaduras; ha servido también como un paraguas para la corrupción
y el uso discrecional de las leyes que dice resguardar y custodiar. Su uso
patrimonialista, es decir, la utilización de sus bienes para el intercambio de
favores personales que permite a la clase política conseguir apoyos e ingresos
económicos ilegales, ha degenerado en las redes de complicidad criminal que hoy
tienen destrozada a la gente. Esa abstracción llamada Estado es hoy un lodo que
disputan las asociaciones criminales y los mercaderes del dinero, un lugar
donde se gestiona, como traté de mostrarlo en Los administradores del infierno
(Proceso 2014), el crimen. Bajo la ilusión de su existencia que cada día
construyen sus clientes –medios de comunicación, empresas globales, partidos
políticos, poderes fácticos y politólogos que encerrados en sus cubículos creen
que existe una relación entre la teoría y la realidad–, la gente, a la que dice
servir, en realidad es manipulada, controlada, asesinada, desaparecida,
explotada y violada en sus derechos. No en vano Hobbes lo definió con lo único
que puede asir una abstracción tan sobrecogedora, una metáfora: la del monstruo
mítico llamado Leviatán, la bestia marina que el libro del Génesis asocia con
Satanás y cuya etimología hebrea quiere decir “enroscado”. En el frontispicio
de la primera edición de ese libro terrible aparece su deformidad: un horrendo
rey hecho de seres humanos, armado con una espada y un báculo. Sólo otra imagen
puede competir con ella, la de la Fama (el Escándalo o el Rumor), que aparece
en el canto cuarto de la Eneida: un ser cuyas plumas están compuestas de
innumerables ojos, bocas, lenguas y oídos, que lleva por todos lados verdades y
mentiras.
Las
presencias escandalosas de Fausto Vallejo, de Purificación Carpinteyro, del
comisionado –los rostros de moda del frontispicio del Leviatán mexicano–
muestran no sólo esa deformidad, sino también la inexistencia del Estado, su
absurda mentira como garante de la seguridad, la justicia y la armonía de las
personas. Su desmoronamiento. O, para usar las palabras de Esteva, su condición
ilusoria y fantasmal es cada vez más evidente. Lo dice el reciente informe del
Colmex y el IFE sobre la Calidad de la Ciudanía en México: 42% de los mexicanos
no confía en las autoridades; 82%, en los diputados, y más de la mitad de los
jóvenes no se identifica con ningún partido político. ¿Cuántos más se sumarán
después del encarcelamiento del doctor Mireles? Contra esa abstracción, el
antídoto es la concretud de lo autonómico, de lo limitado y proporcional, de lo
frugal de la subsistencia donde florecen los vínculos de solidaridad. Allí lo
monstruoso no tiene cabida. La lógica de los ámbitos de comunidad es el mejor
remedio para la abstracta irracionalidad del Estado.
Además
opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra,
liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los zapatistas y atenquenses
presos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y
funcionarios criminales.
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