La
noche que Hannah Arendt escuchó a Fidel Castro/Rafael Rojas es historiador cubano. Su último libro es Los derechos del alma. Ensayos sobre la querella liberal-conservadora en Hispanoamérica (Taurus, 2014).
El
País |6 de julio de 2014
Los
archivos de la Universidad de Princeton guardan una historia que ayuda a
comprender la deriva totalitaria de la Revolución Cubana y la difícil lectura
que hizo Occidente de ese fenómeno latinoamericano y caribeño. En abril de
1959, el primer ministro de la nueva Cuba, Fidel Castro, y su delegación se
desviaron de su itinerario de Washington a Nueva York en una primera visita a
Estados Unidos, organizada por la American Society of Newspapers Editors, y
pasaron un par de días en la Universidad de Princeton.
La
visita de Castro a Princeton fue facilitada por varios profesores e
instituciones de la Universidad: el historiador Roland T. Ely, estudioso de la
economía cubana y autor de los clásicos La economía cubana entre las dos
Isabeles (1960) y Cuando reinaba su majestad el azúcar (1963); el embajador
Paul D. Taylor, presidente de la American Whig Cliosophic Society, que extendió
la invitación a los cubanos, y la Woodrow Wilson School, cuyo programa de
Civilización americana había organizado por esos mismos días de abril de 1959
un seminario titulado The United States and the revolutionary spirit.
Castro
pronunció la conferencia magistral de ese seminario, el lunes 20 de abril de
1959, en la noche. Según las notas que tomó el embajador Taylor, el premier
cubano comenzó disculpándose de tener que hablar ante un grupo de expertos y
propuso que lo escucharan como a un revolucionario práctico, como a alguien que
no estudiaba sino que producía una revolución. Al decir de Castro, la
Revolución Cubana había derribado dos mitos de la historia latinoamericana del
siglo XX: que era posible vencer a un Ejército profesional, poseedor de armas
modernas, y que también era posible revolucionar al pueblo cuando este no
estaba hambriento.
La
segunda observación es interesante, a la luz del relato oficial de la historia
cubana, que, en el último medio siglo, ha insistido en presentar la sociedad de
la isla, anterior a 1959, bajo el triple flagelo del “hambre, la miseria y la
explotación”. Curiosamente, en abril de 1959, Fidel Castro decía a los
profesores y estudiantes de Princeton que una de las originalidades de su
revolución era que había triunfado en un país latinoamericano con un relativo
bienestar social. La cubana, según aquel Castro, había sido más una revolución
política y moral contra una dictadura corrupta que una rebelión de clases, de
pobres contra ricos. Por eso había sido apoyada por el “95% del pueblo”,
generando un fenómeno de “unanimidad de opinión”, inédito en la historia de
Cuba.
Este
análisis permitía a Fidel Castro sumarse al debate sobre Estados Unidos y el
“espíritu revolucionario”, entre historiadores, filósofos, sociólogos y economistas
de Princeton. El tema central en aquel seminario y en buena parte del
pensamiento filosófico e histórico, en Estados Unidos durante la Guerra Fría,
era el paralelo entre las revoluciones norteamericana, francesa y rusa, como
modelos contrapuestos de cambio social. Según las notas de Taylor, en su
conferencia Fidel Castro sostuvo que la cubana se inscribía más en la tradición
de 1776 que de 1789 o 1917 porque no alentaba el choque de clases. Tampoco
proponía la confrontación con Estados Unidos, ya que preservaba la distancia
del comunismo y sugería una defensa de los intereses nacionales de Cuba que
Washington podía aceptar porque se enmarcaba en su propia tradición
independentista.
Uno
de los profesores que intervino en ese seminario y que, probablemente, escuchó
a Fidel Castro aquella noche del 20 de abril de 1959 fue la filósofa alemana
Hannah Arendt. Justo en 1959, la autora de Los orígenes del totalitarismo
(1951) y La condición humana (1958) había sido contratada como profesora en
Princeton y comenzaba a investigar la historia de las revoluciones francesa y
norteamericana. La ponencia que Arendt presentó en el seminario fue el punto de
partida de su ensayo On revolution (1963). En los agradecimientos de este
libro, Arendt comentaba que la idea del volumen había surgido durante aquel
seminario sobre “Estados Unidos y el espíritu revolucionario”, organizado por
el programa de Civilización americana de la Woodrow Wilson School de Princeton.
En
su libro, Arendt sostenía que el enlace histórico entre la revolución y la
guerra, dos fenómenos, a su juicio, radicalmente distintos, había distorsionado
los objetivos básicos de la tradición revolucionaria moderna, que eran la
libertad y la felicidad. La ventaja que, a su entender, conservaba la
revolución de 1776 en Estados Unidos sobre la francesa y la rusa era que, al
enfrentar la “cuestión social” de la igualdad por medio del derecho
constitucional, había logrado aquellos objetivos históricos. El jacobinismo y
el bolchevismo, en cambio, producían una desconexión entre justicia y ley —lo
que Ferenc Feher conceptualizará luego como “revolución congelada”— que
alentaba el despotismo y dilapidaba el legado moral o el “tesoro perdido” de la
revolución.
A
pesar de haber escrito su libro entre 1959 y 1963, en Nueva York, una ciudad
donde se debatió intensamente la radicalización comunista de la Revolución
Cubana, Arendt no hizo alusiones a Cuba o a Fidel Castro. De hecho, la filósofa
solo se refería a América Latina una vez en su ensayo y lo hacía para colocar la
experiencia de las revoluciones del Tercer Mundo, en el siglo XX, más en la
tradición francesa y rusa que en la norteamericana. Podría elaborarse un
argumento similar al de Susan Buck-Morss en relación con la falta de alusiones
a la revolución haitiana en la Fenomenología del espíritu de Hegel, pero es muy
probable que en aquel silencio hubiera tanto prejuicio colonial como rechazo al
totalitarismo comunista, aún en una región tan dominada e intervenida por los
imperios atlánticos como el Caribe.
En
otros momentos de su libro, Arendt hablaba de las “dictaduras de un solo
partido” y de los regímenes burocráticos de la Unión Soviética y Europa del
Este como nuevas formas de tiranía. En 1963, esa parecía ser la elección
racional de los dirigentes cubanos, por lo que las palabras de Fidel Castro,
aquella noche en Princeton, debieron sonarle, cuatro años después, como un
perfecto embuste. Según aquel Castro, la diferencia entre la Revolución Cubana
y la francesa y la rusa era que, en estas, “un pequeño grupo había tomado el
poder por la fuerza e instaurado una nueva forma de terror”, mientras que en
aquella un pueblo entero se había movilizado por “odio a una dictadura”.
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