Revista
Proceso
No. 1988, 6 de diciembre de 2014
¿Cómo
“trascender” a Julio Scherer?*/VICENTE
LEÑERO
En
el libro Periodismo de emergencia publicado por la editorial Debate, Vicente
Leñero reconstruye el día en el que Carlos Salinas de Gortari, entonces
candidato a la Presidencia de la República, le pregunta: “¿Cómo podría Proceso
trascender a Julio Scherer, Vicente?”. El verbo fue tan ambiguo como revelador.
Salinas le sugería al amigo y cofundador de la revista que repitiera la vieja
historia de traición de Regino Díaz Redondo…
En
1988 ya había muerto Echeverría, hundido a arponazos después del coletazo de
1976 contra Julio Scherer García. Ya había desaparecido José López Portillo
soltando, entre sus estertores, aquel “no pago para que me peguen” con el que
suspendió toda publicidad a Proceso como si él fuera dueño del país. Se estaba
apagando ya la veladorcita de Miguel de la Madrid cuya tibieza lo llevó a
soslayar durante su sexenio al director de Proceso, y empezaba a centellar,
prepotente, Carlos Salinas de Gortari, obsesionado desde que lo desearon como
candidato por la figura periodística de Julio
Conocí
a Carlos Salinas a principios de ese año, cuando salimos del Centro de Arte
Dramático de Héctor Azar después de un encuentro con intelectuales. Margarita
González Gamio –quien apuntaba para una secretaría de la mujer y terminó como
delegada de la Miguel Hidalgo– me entoriló en el cuatropuertas blanco del señor
Candidato.
–¿Qué
le pasa a Julio? –me preguntó Salinas al iniciar una larga perorata contra la
mala leche de Proceso, contra los cartones de Naranjo, contra las cabezas de
nuestras portadas…
–Hable
con él –le dije.
–¿Qué
le pasa?
–Hable
con él –insistí porque no encontraba el modo de frenar su tono -despectivo.
–No,
no. Ni pensarlo. Luego Julio va a publicar nuestra conversación en un libro.
Salinas
me amenazó con seguir platicando conmigo “en estos días”, y unas semanas
después me invitaron –que de su parte– a acompañar al Candidato en una gira por
San Luis.
Acepté
por la maldita curiosidad de estar en una farsa de aquéllas, pero a unas
cuantas horas de mi llegada a San Luis, antes de asistir a la comida para
invitados especiales, antes de intercambiar palabra alguna con Salinas, un
achichincle de la campaña me montó en un autobús, me condujo al aeropuerto, y
en un avión me regresaron a México como persona non grata sin la menor
explicación.
En
lugar de emberrincharme escribí en Proceso una crónica del desaire, y al rato
ahí estaba un tal Pedro Navarro, secretario del secretario particular del
Candidato, o no sé qué, telefoneándome para que fuera a tomar un café con
Salinas en su cuartel de Cracovia. La cita era para ese día de madres –diez de
mayo de 1988– a las dos p.m.
Se
lo comenté a Julio la víspera en las oficinas de Proceso. Julio estaba
encabritado. Nos reunió a Enrique Maza, a Froylán, a Rafael Rodríguez, a Carlos
Marín y a mí, para contarnos los incidentes de una cena que había tenido con
Otto Granados y Miguel López Azuara, encargados de las cuestiones de prensa del
Candidato. Todos conocíamos bien al par de informadores priistas. En algún
tiempo –antes de El Colegio de México, antes de ser secretario de Reyes Heroles
en Educación Pública y mucho antes de trabajar en la embajada de Madrid– Otto
Granados colaboraba con notitas de libros en la sección cultural de Proceso y
lo hacía muy bien. A López Azuara lo conocíamos mejor. Fue gente de Julio
cuando Julio no llegaba aún a la dirección de Excélsior, y con el reginazo
abandonó el periódico con él y fue miembro importante de nuestro grupo en la
fundación de Proceso. Se partió la madre en los primeros años difíciles (se
jefeaba con Julio: “jefe Julio” le decía Miguel, y “jefe Miguel” le respondía
Julio) hasta que se cansó. Agarró el camino del servicio público para terminar
de comunicador ¡del gobierno de Patricio Chirinos en Veracruz! Lo que hay que
ver.
Estaba
diciendo, pues, que Julio encabritado nos platicó aquella víspera del diez de
mayo cómo Otto Granados y Miguel López Azuara lo invitaron a cenar para
regañarlo. Por lo mismo: que la línea de Proceso, que los cartones de Naranjo,
que esto no podía seguir así: no podía ser, no podía ser… Según Julio, el jefe
Miguel se mantenía parco y dejaba el tono prepotente a un Otto que empezaba a
sentir a sus espaldas, impulsándolo, la fuerza del poder.
–A
mí no tienen que decirme cómo hacer mi trabajo –les respondió Julio. Y los
mandó a calacas y palomas.
Con
ese antecedente llegué a la casa de Cracovia, puntual, de traje, antesito de
las dos. Un guarura funcionario me condujo hasta un pequeño salón con ventana
al hermosísimo jardín. Todo parecía nuevo: la mesa con cuatro sillas, el par de
sillones tapizados con lana blanca, la alfombra de Temoaya a la que habían
olvidado desprenderle, de una orillita, la etiqueta del precio. Fotografías
enmarcadas en el muro de allá: Salinas en su toma de protesta como candidato al
PRI, Salinas en un mitin citadino, Salinas de gira entre indígenas. Y en blanco
y negro: el padre de Salinas con López Mateos, junto a Lázaro Cárdenas y Ruiz
Cortines.
–¿No
quiere un café?
Me
tomé dos cafés antes de que llegara, a las dos y cinco, Otto Granados. Lo vi
más cachetón que la última vez en Madrid. Más sonriente. Me preguntó por mi
hija Isabel a quien conoció en España por el 85 cuando ella era becaria de
artes plásticas.
–Salúdamela
mucho.
–Claro
que sí.
luego:
–¿Cómo
te fue con Julio en la cena?
–¿Ya
te contó?
–No
–mentí.
–Me
fue bien, muy bien. Aunque ya sabes: es muy difícil hablar con Julio. Es muy
radical.
–Así
es Julio.
–Pero
nos fue bien.
Entonces
llegó Salinas. De traje azul marino, cortado por el mismísimo Dios, y corbata
azul y roja. Fresquecito y limpio como lo vería siempre, después. Ya se sentía
el presidente pero todavía se le podía decir licenciado.
Se
escurrió Otto Granados con sonrisa saludante y de inmediato Salinas aludió a mi
crónica del desaire.
–¿Por
qué escribió eso, Vicente? No había necesidad.
–Me
pareció muy significativo, -licenciado.
–No
tiene nada de significativo.
–No
en lo personal, licenciado. Me pareció interesante por lo que revela de las
campañas políticas. El folclor de las giras… Me regresaron y escribí lo que me
pasó, lo que vi. Tal cual. Nada más.
–No
había necesidad, Vicente. ¿Y quiere que le diga la verdad? Todavía no sé por
qué lo regresaron. No sé qué pasó.
–Yo
menos, licenciado.
Salinas
se veía de buen humor. Me tomó de un brazo y me llevó al jardín.
–¿No
quiere tomar algo?
Iba
a decir un whisky pero dije un -refresco.
–¿Cocacola?
–Un
sidral, licenciado.
Se
apareció por ahí un servidor y al rato nos trajo dos vasos: cocacola para
Salinas y sidral para mí. Con mucho hielo. Hacía calor.
–Lo
que voy a hacer ahora –dijo Salinas bromeando, cuando caminábamos por el
jardín– es dejarlo hablar a usted, sólo usted. Usted habla y yo escucho. Para
que luego no escriba nuestra conversación.
–No,
licenciado. Si leyó mi crónica se habrá dado cuenta de que no puse nada de lo
que me dijo en su auto. Porque lo consideré una conversación privada… ¿Lo vio?
–Sí,
me di cuenta. Por eso está usted aquí –y me palmeó la espalda, afectuoso–. El
que no respeta las conversaciones privadas es Julio.
No,
no, licenciado. Sobre eso estamos de acuerdo Julio y yo. Pensamos igual.
–¿Sobre
las conversaciones privadas?
–Sí,
licenciado… Mire, cuando Julio estaba escribiendo Los presidentes/
–Salinas
me interrumpió con un gesto de fuchi apenas cité el libro de Scherer, que para
entonces tenía dos años de editado. Dijo:
–A
eso me refiero precisamente: al libro de Julio.
–Pues
él tenía algunos escrúpulos cuando lo estaba escribiendo, licenciado. Por eso
mismo, por las conversaciones privadas. Y llegamos a una misma conclusión que
yo tenía clara desde Los periodistas. Las conversaciones privadas dejan de ser
off the record cuando lo que se dijo en ellas ya no afecta directamente, en lo
político, a los implicados. Ya no tienen efecto político. Ya se diluyeron.
Pasan a ser un material histórico aprovechable para el escritor. Legítimo. Toda
la literatura periodística que se hace ahora… y hay un boom de esos libros,
licenciado, hay un boom. Toda esa literatura está basada en ese principio. No
hay otra manera de reportar nuestra realidad, de hacer historia contemporánea.
Y no sólo los libros políticos, licenciado, las memorias de los grandes
personajes. ¿Usted no ha leído los cuentos biográficos de Truman Capote?, ¿lo
que dice de Marilyn? ¿No ha leído las memorias de Arthur Miller?
Iba
a soltarme hablando de Vueltas al tiempo, que acababa de leer y traía muy en la
memoria, pero el silencio de Salinas me interrumpió. Nada había chistado
durante mi rollo interminable –dictado por mi nerviosismo, más que por mi
seguridad– y ahora tenía una sonrisita irónica y me clavaba sus ojos.
Sin
duda fue él quien recordó mi crónica del desaire donde yo había escrito “sus
ojos se convirtieron de pronto en alfileres”, porque me preguntó de sopetón:
–¿De veras lo miré con ojos de alfileres, Vicente?
Me
sentí de pronto fuera de balance, como agarrado en curva.
–Así
me pareció, licenciado.
–Pero,
¿por qué?
–Tal
vez por énfasis, licenciado.
–¿Cuál
énfasis?
–La
forma en que me dijo que no quería hablar con Julio por ningún motivo. Fue
usted muy radical, licenciado.
–Julio
es el radical –replicó Salinas y hasta ese momento se puso de veras serio,
enérgico–. Es un hombre incapaz de dialogar. Es intransigente. No admite
razones de nadie. No entiende que Proceso no puede seguir así.
–Julio
es el mejor periodista de México, licenciado. Un periodista que no admite
presiones, ni chantajes ni embustes. Verdaderamente honrado.
–Ese
no es el punto.
–Y
Julio es honrado, perdóneme usted… Julio es honrado, no por un prurito moral,
sino porque para ser buen periodista se tiene por fuerza que ser honesto. Y él
es un apasionado de eso, licenciado, usted lo conoce. Él se la pasa reporteando
a todo el mundo, preguntando y preguntando. No vive más que para eso… Y sí, es
radical en lo de averiguar cosas, en la independencia de Proceso, en hacer un
periodismo objetivo.
–No
me diga que Proceso es objetivo, Vicente. Eso no se lo cree ni usted. Si a
veces parecen panistas. Se la pasan criticando al gobierno sin ton ni son. Ahí
están los cartones de Naranjo.
–Julio
no tiene nada que ver con los cartones de Naranjo, licenciado. Hable usted con
Naranjo.
–Julio
es el responsable.
–No
todo lo que se publica en Proceso lo revisa Julio.
–Pero
él es el director, ¿sí o no?
–El
lee los reportajes hasta que se publican, licenciado.
–Pero
es el director, ¿sí o no?
–Sí
lo es, licenciado, claro.
–Y
como director es el responsable de todo lo que se publica, ¿sí o no?
–Sí,
licenciado, es el responsable.
–Ahí
tiene.
–Por
eso le digo que hable con él, -licenciado.
Estábamos
sentados en una banca, a pleno sol, en una especie de terraza enladrillada que
se adelantaba hacia el jardín. El Candidato me había invitado a que nos
quitáramos el saco y bebíamos ya una segunda ronda de refrescos. Salinas mojó
sus labios en la cocacola con mucho hielo cuando me atreví:
–¿Le
puedo decir algo, licenciado?
–Dígame
lo que quiera, Vicente. Para eso le pedí que viniera: para que usted hable,
para que me diga lo que piensa. Yo lo escucho, me interesa mucho oírlo.
–El
único interlocutor de Julio es usted, licenciado. Véalo, de veras. Para que
usted le diga esto que piensa de Proceso: que es muy radical, que no hacemos un
periodismo objetivo, que parecemos panistas, todo eso. Él tiene mejores
respuestas que las mías.
–Ya
le dije que con Julio no se puede.
–Es
que lo que me parece muy ofensivo, licenciado, es lo de la otra noche. Que a un
matador de toros como es Julio, usted le manda dos becerritos a lidiar con él.
–Qué
becerritos.
–Otto
Granados y López Azuara, -licenciado.
–Ah,
Otto.
–Es
un becerrito, licenciado.
–Pues
se va a convertir en un toro, ya verá.
–Pero
todavía no lo es… Y así como usted habla con Regino, con Socorro Díaz, con
Carlos Payán, así debería hablar con Julio. Ese es el nivel.
–Proceso
solamente se interesa por el gobierno para criticarlo.
–También
nos tienen marginados, -licenciado.
–Cuál
marginados. Publican lo que quieren. Nadie los censura.
–Quiero
decir… informativamente. Nos impugnan como una revista de primera y nos tratan
como Quehacer Político.
–Eso
no es cierto.
–No
hay reporteros de Proceso acreditados en su campaña, licenciado. Y así no se
puede cubrir bien la información.
–Ninguna
revista está acreditada.
–Porque
piensan que todas las revistas son como Siempre! o Quehacer Político. Y no es
cierto. Nosotros tenemos tanto derecho a la información como cualquier
periódico.
Un
breve silencio.
–En
eso tiene razón, Vicente. Vamos a ver cómo lo resolvemos.
Salinas
se puso de pie. Dejamos los vasos de refrescos no sé dónde y él me tomó del
codo para que camináramos nuevamente bordeando el jardín. Me sentía más suelto,
más confiado, todavía nervioso pero mejor. A diferencia de otros presidentes
que conocí tangencialmente –López Portillo, De la Madrid…–, Salinas Candidato
se antojaba más dispuesto a conversar, a oír. Sin duda era más inteligente y
más enérgico que sus inmediatos antecesores, pero sus cuarenta años de edad le
daban un aire juvenil que lo aproximaba a la charla con cualquiera.
Volvió
a la carga contra Proceso, ése era el tema: es criticón, es negro, es
exagerado. Y recargó las tintas sobre Julio Scherer: ésa era su obsesión: Julio
es el culpable.
–Si
un marciano llegara a México y en un primer momento sólo leyera Proceso, se
llevaría una impresión tremenda y totalmente equivocada de lo que es nuestra
realidad –remató Salinas.
–Pero
bastaría con que encendiera la televisión –le respondí rápido, me vi bien– para
que de inmediato sintiera que todo es bonito.
Por
primera vez rió Salinas con toda la boca –parecía divertido con la ocurrencia–
y su risa me dio permiso para encadenar una frase cursi:
–Al
fin de cuentas, licenciado, la misión del periodista, como la del escritor, es
desentrañar el lado amargo de la vida. Sobre todo en un país tan lastimado. Lo
mejor de la Divina Comedia no es el cielo, licenciado, es el infierno.
–Por
lo que yo voy a luchar en la presidencia –me miró Salinas– es para que no
lleguemos al infierno.
Un
servidor llegó hasta nosotros en ese momento y le entregó un papelito. Salinas
lo leyó de un vistazo y tomó rumbo a la construcción.
–Discúlpeme
un momento… ¿No quiere otro refresco? –negué con la cabeza al servidor, que se
fue tras de Salinas hasta desaparecer. Regresé a la banquita del jardín
deseando que terminara pronto la entrevista. Que dijera: adiós, tengo una
urgencia, hasta luego.
Pero
no. Volvió hasta mí, siempre en mangas de camisa, como si hubiera preparado una
nueva argumentación contra Julio mientras hablaba por teléfono. El modo me
pareció extraño. Seguía con las cacallacas contra el director de Proceso, pero
no como si fuera una lata exclusivamente para él y para el gobierno sino
también para mí y para todos los que trabajábamos en la revista. Decía algo así
como: Yo sé que Julio es muy difícil, que para ustedes debe ser muy complicado,
que ha de resultar muy agobiante trabajar con una persona así…
Y
de pronto el remate, al ángulo:
–¿Cómo
podría Proceso trascender a Julio Scherer, Vicente?
Me
acalambré de golpe. Sin duda había utilizado mal el verbo “trascender”. Hubiera
podido decir: “desplazar a Julio”, “quitarlo de en medio”, “derrocarlo”,
“sustituirlo”, pero trató de ser elegante usando el errático “trascender a
Julio”. Desde luego entendí la expresión y me enojó muchísimo que Salinas me
tratara de pronto como a un Regino cualquiera. Qué se está pensando, carajo.
Sentí
en la cara sus ojos. Las comisuras de los labios oprimían ligeramente sus
carrillos para dibujar una muy leve sonrisa entre irónica y terrible. Soslayé la respuesta porque me
sentía francamente atemorizado.
–Es
imposible, licenciado. No se puede.
–¿Por
qué?
–Es
totalmente imposible. Proceso es Julio Scherer.
Salinas
no dijo más. Él mismo canceló el tema, como un bajón de cortina metálica, y en
lugar de decirme “hasta luego, que le vaya bien”, empezó a hablar de literatura
y de teatro durante otro buen rato.
–Pero
usted ya no escribe, Vicente.
–Cómo
no –suspiré aliviado–. La semana próxima estreno en El Galeón una obra que
dirige Luis de Tavira. Se llama Nadie sabe nada y trata justamente de las
relaciones entre la prensa y el poder.
–¿De
veras? Debe estar interesante.
–Lo
invito al estreno, licenciado. Es un thriller.
–No
puedo –dijo sonriendo. Y bromeó–: Yo ando metido en otro thriller.
Reí
también para descargar la tensión y el susto mientras él abordaba un tema que
desde luego no le interesaba demasiado:
–A
mí me encanta la novela policiaca… John Le Carré. Lo último que leí fue La
chica del tambor. ¿La conoce?
Hablamos
un poco de La chica del tambor, de El espía que volvió del frío, de Llamada
para un muerto. Le recomendé a la Highsmith, que en aquel entonces me
entusiasmaba.
–¿Y
por qué le gusta ese escritor?
–Es
mujer, licenciado. Patricia Highsmith… lo que me gusta es que nos mete en el
alma del asesino, en su psicología, en su compulsión por matar. Nos despierta
los peores instintos.
–¿De
veras?
Volvimos
al tema del teatro porque él fue teatrero en su infancia –¿no sabía eso,
Vicente?– y hacía montajes en familia, en privado, nada más por diversión. Yo
aproveché entonces el momento para echar mi eterno rollo sobre la necesidad de
impulsar nuestro teatro nacional tan desdeñado por los intelectuales de alto
nivel.
–¿Por
qué no me escribe unas ideas sobre eso? Es muy interesante –comentó Salinas–.
No le pido una ponencia porque luego usted se burla de las ponencias, como en
su crónica –volvió a bromear–. Nada más unas ideas en una tarjetita.
Mándemelas. A ver qué se puede hacer por el teatro en el futuro.
Un
nuevo servidor interrumpió, ahora sí definitivamente. Era una chica de largas
piernas que venía a avisar al Candidato que su madre acababa de llegar.
–Voy
a comer con ella para celebrarle el diez de mayo –explicó.
–¿Qué
edad tiene su madre, licenciado?
–Eso
no se pregunta, Vicente, caray. No sea mal educado.
–La
mía tiene ochenta y ocho.
–¿Y
usted?
–Cincuenta
y cinco, licenciado.
–Entonces
sus canas son prematuras.
Con
nuevas sonrisas rescatamos nuestros respectivos sacos, y otra vez elegantes lo
seguí hasta el despacho que tiempo después ocuparía Víctor Flores Olea, con
esos mismos muebles suntuosos, para presidir el Consejo de Cultura. Junto a su
madre estaba también su padre, Raúl Salinas Lozano. Ella muy amable conmigo,
con mis libros y mis obras de teatro, hasta que el Candidato la interrumpió
para dirigirse a su padre:
–Le
estaba diciendo a Vicente que tú fuiste amigo de Julio Scherer.
–Todavía
lo soy –respondió Salinas Lozano–. Ya no nos vemos pero lo sigo siendo… creo.
–Seguramente
sí, don Raúl.
Ahí
se acabó todo. Salinas me acompañó hasta el patio, me dio un abrazo y me dejó
en manos de Otto Granados, quien se mantenía de pie como soldadito de plomo
durante las fórmulas de cortesía. Él me acompañó hasta la puerta de Cracovia.
Lo miré al despedirme. Otto no parecía aún un toro bravo.
A
toda velocidad regresé a mi casa para que mis hijas y yo festejáramos a Estela
su diez de mayo, y en la noche me subí a escribir en mi libreta todo el
episodio. Para redactarlo algún día.
Varias
veces vi de nuevo a Salinas durante su sexenio. Me trataba bien. Me tenía
voluntad. A veces me tomaba del brazo, me sacaba del grupo y me preguntaba
obsesivo:
–¿Qué
le pasa a Julio, Vicente? ¿Qué le pasa? ¿Qué le está pasando?
*Crónica
publicada en La obsesión del poder, edición especial número 30 de Proceso
(septiembre de 2010) sobre Carlos Salinas de Gortari.
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