7 dic 2014

Oración fúnebre por Vicente Leñero/ Luis de Tavira

Revista Proceso No. 1988, 6 de diciembre de 2014
Oración fúnebre por Vicente Leñero/LUIS DE TAVIRA
El director escénico Luis de Tavira y Vicente Leñero, dramaturgo, protagonizaron, al lado de otros artistas, una especie de época de oro del teatro contemporáneo mexicano en la década de los ochenta, con sus montajes de El martirio de Morelos (1981), Nadie sabe nada (1988) y La noche de Hernán Cortés (1992). La familia del escritor designó para su homenaje de despedida el jueves 4 en el Palacio de Bellas Artes a De Tavira, cuyo discurso se reproduce íntegro.
 El teatro que es el arte de la presencia nos ha enseñado a morar el instante, a demorarnos en el aquí y ahora para dejar que surja y nos suceda ese asombroso enigma con el que irrumpe y aparece en medio de nosotros lo que se había ausentado.
 En este aquí y ahora en el que brota y se desata un vendaval de sentimientos encontrados, sucumbimos a la vivencia de una poderosa paradoja: El que concita las presencias, el autor, el dramaturgo, hoy es quien se ausenta de esta escena, de este sueño, de esta ficción.
 Del teatro también hemos aprendido que el gesto más poderoso del personaje es el mutis, porque es entonces, cuando se ha ido, cuando en el estremecimiento del vacío que deja venimos a descubrir cabalmente quién ha estado entre nosotros. La muerte sólo tiene sentido para quienes han amado apasionadamente la vida.
 Esto dice con elocuencia la plenitud del mutis con el que Vicente Leñero nos deja, en ese aquí y ahora en el que la palabra se resiste ante el silencio.
 ¿Qué podría decirse con palabras que valgan más que el poderoso indecible que contiene este momento?
 Esta es la hora del silencio donde solo queda la fe.

 Y es, sin embargo, este momento cuando accedemos al reconocimiento de que no hay fe mayor, más radical, ni más comprometida que la fe en la palabra, precisamente aquí y ahora ante la muerte de un artista de la palabra, ante el silencio de un escritor.

Y es frente a ese alto vuelo de palabras que fueron tramando la imagen de México en la admirable obra de Vicente Leñero, donde quisiera hallar la luz de las palabras para evocarlo.

Desearía poder hacerlo con palabras desnudas, tan espontáneas y desvalidas como es mi pena; tan hondas e inevitables como aquello con las que el dramaturgo creó la voz de sus personajes y así revela la realidad oculta de este dolor mexicano.

Esta vez la palabra ha de buscar en la ausencia y su congoja el sitio de la conversación: es la escena capaz de hacer volver las palabras al silencio de su morada: esa herida, esta comunidad dolorida, ese consuelo, este duelo.

Porque como sucede en el drama, la palabra ante la muerte nunca es deliberada: sobreviene.

Sobreviene como sobreviene este vendaval de sentimientos mixtos, y del mismo corazón de esta pena brota también el gozo que celebra el triunfo de Vicente Leñero que nos hereda la victoria de una vida y una obra admirables.

Porque en Vicente Leñero, México tiene a un campeón de la libertad y de la verdad.

Descubrir la verdad, hallarla y exponerla fue la pasión que tramó la congruencia de su obra, tantas veces honda, otras, luminosa y hasta regocijante, las más de las veces provocadora hasta el sacudimiento.

La libertad siempre fue el camino. Libertad, expresión, como creación, la libertad fue el camino para encontrar la verdad y manifestarla, para enfrentar la censura, la violencia del autoritarismo, las mordazas y los embates de la corrupción.

Vicente Leñero, el periodista que siempre fue, el que supo elevar el oficio a la altura del arte, caminó siempre, junto a los defensores de la libertad, leal siempre, y de la verdad.

Para siempre ha quedado en la memoria la imagen de aquella fotografía en la que se le ve caminando del brazo de Julio Scherer por la avenida Reforma, después del golpe a Excélsior. En esa fotografía puede verse sorprendente la mirada resuelta de Leñero mirando hacia adelante. Una mirada que ya anuncia lo que vendría después. Una victoria, una revista de investigación que habría de ser referente y piedra de toque en la transformación del periodismo mexicano.

En repetidas ocasiones su teatro tuvo que dar memorables batallas contra la censura. Siempre ganó y el teatro siguió adelante. En su triunfo quedó conjurado el autoritarismo y desde entonces el teatro ha caminado en libertad.

Escritor total de múltiples oficios supo abrir los vasos comunicantes que nutrieran sabiamente sus diversos horizontes: el periodismo volvió radical la actualidad del drama. El cine pobló de encuadres y secuencias, la narrativa, la novela iluminó en semitonos la escena y el teatro dotó de voces el reportaje.

Una poética audaz que sabía caminar peligrosamente en el filo sutil que intermedia entre la realidad y la ficción. Lo convirtió en un virtuoso incomparable de nuestras letras, creador de un estilo intransferible.

Vicente Leñero es el dramaturgo que del modo más cabal asumió el desafío que nos heredó Rodolfo Usigli: que México aparezca en la alta dimensión del teatro. Esa fue su pasión teatral. Y si el teatro es también el prodigioso espejo que nos convierte en espectadores de nuestro propio acontecer, en la obra de Leñero nos descubrimos habitantes de un país donde nadie sabe nada, urgidos de verdad y de conciencia histórica, de un modo irrenunciable y decisivo.

Considerar en su vasto conjunto la obra teatro de Vicente Leñero es ubicarte delante de uno de los más vigorosos edificios de la dramaturgia mexicana.

Llamar edificio al conjunto de una obra dramática es una metáfora. Pero en el caso de Vicente Leñero es mucho más. Vicente Leñero fue tambén un ingeniero civil. Al contemplar el conjunto de su obra admiramos una estructura compleja, sabiamente construida, etapa tras etapa, en ascenso y amplitud, en cimiento y contorno, en unidad y diversidad, en mesura y audacia, en método e invención; sabio descubrimiento de eslabones y juego perpetuo de dimensiones.

Si al talento creador de Lope de Vega se le llamó ingenio, a la destreza dramatúrgica de Leñero podría llamártela en ese mismo sentido, ingeniería teatral. Leñero no es sólo el autor de obras teatrales, fue el constructor de un teatro mexicano probable, no utópico sino tópico. La obra emblemática de su epifanía teatral se llama Los albañiles, su teatro en topográfico, histórico, psicológico, sociológico y político.

Cuando Leñero llega a la escena, venia de la literatura, discípulo de Arreola y de Rulfo, transitaba hacia una desmitificación de lo mexicano. A fuerza de densidad cotidiana, borra la visión mágica de perenidad. Testigo de la transformación de la realidad, su teatro indaga en el rostro cicatrizado del acontecimiento.

Itinerario deslumbrante, la obra de Leñero, drama del hoy, consumido en el instante del escenario, es un legado fecundo para el futuro de nuestro teatro. Un panorama contradictorio que entraña una sabia congruencia en la que parece realizarse el antiguo paradigma del teatro en el que parece mostrarse cómo los modelos del teatro son más antiguos, más fuertes y con mayor capacidad de sobrevivencia que todo lo que podamos agregarles, desde una contemporaneidad sonámbula que se muestra decidida a escapar de la realidad.

Desde el escándalo inicial de Pueblo rechazado hasta la blasfemia transfiguración de Jesucristo Gómez, se cumple el evangelio cruel de la paradoja cristina. Esto es el evangelio, esta es la noticia: vino a los suyos y los suyos no lo conocieron.

Del enigma de Los albañiles al thriller de Nadie sabe nada se consuma el caso no resuelto que se oculta en todos los crímenes de cada día.

De El juicio a León Toral a la alucinada Noche de Hernán Cortés se liberan los monstruos que engendra el sueño de la historia.

De La mudanza a Todos somos Marcos se desciende a la semilla de la discordia social; la guerra civil reside latente en la incomunicación de los amantes. La lucha de clases entraña una lucha más antigua: el combate de los sexos.

De Los hijos de Sánchez a Los perdedores se traza el horizonte del oprobio social; la derrota es insolidaria; la soledad del portero al fondo de la cancha es hija de la traición.

Del misterioso asesinato de Compañero Che Guevara a El martirio de Morelos, la historia se desrealiza en la relatividad del documento: la verdad también es la consistencia indecible de la duda y la duda es el suspenso de la conciencia y la historia oficial un invento de los rebaños.

De La visita del Ángel a ¡Qué pronto se hace tarde! El fin es sólo el comienzo del presente. El tiempo siempre avanza hacia atrás. La vida es un invento de la memoria.

Paradoja poderosa, el teatro de Vicente Leñero es una fábula eficaz de intimista indagación psicológica, capaz de abrir una grieta en la trama monumental de la Historia, para desangrar ahí el torrente de la epopeya. Ahí se agita una inmensa marea social capaz de invadir y avasallar el espacio sagrado de la intimidad con que se descorazona el tiempo de una realidad que se ha ausentado.

Vicente Leñero fue el escritor que inició el tránsito hacia la conciliación de la literatura dramática y modernidad escénica, y si bien siempre defendió la condición literaria del teatro, siempre que escribió el drama para la escena, no para el libro.

En el momento culminante de su dramaturgia asumió el concepto de puesta en escena como eje estructurados de su composición. Su eficacia transformó la dramaturgia nacional de los años que siguieron. Su generosa pedagogía fundó un taller que fue cantera decisiva de muchas generaciones de dramaturgos.

Siempre me asombró su profundo cristianismo dostoievskiano, el evangelio de los pobres, de los humillados y ofendidos y de todos los crucificados por la marginación social. Al contraluz de esa fe honda y silenciosa el corazón enfrenta su muerte, convencido por ese Jesús que llora ante la tumba del amigo, que Dios es un Dios de vivos y que Vicente vive y permanece entre nosotros de algún modo que sólo ha de experimentar lo que es espíritu.

Nace de ahí un abrazo para las personas que él más amó. Me gustaba decirle que era un hombre bendito entre las mujeres. En primer lugar Estela, un axis mundis, el centro de la vida, la unidad de medida para reconocer lo que está cerca y lo que queda lejos, en la que siempre pudo comprobar cómo es verdad que ahí donde está tu corazón, está tu tesoro. Y también sus hijas que han sido para él la luz del mundo, la estrella de la mañana, el arca de la alianza, causa de su alegría, Estela, Eugenia, Mariana e Isabel.

Vicente Leñero nos deja en un momento aciago para México. La conciencia de los mexicanos zozobra indignante y dolida ante el horror de la atrocidad que ha consumado la tragedia de Ayotzinapa, la conciencia de los mexicanos se levanta urgida de lucidez y de horizonte y demanda una transformación radical que detenga la espiral desbocada de la barbarie. A todos nos atañe el desafío, ninguno puede desviar la mirada, ni callar la voz.

Al celebrar la vida de Vicente Leñero es un momento así, es también la ocasión de valorar el testimonio de su compromiso.

En 1994, cuando emergió el movimiento zapatista y los indios de Chiapas desvelaron el rostro oculto de México y sacudieron la conciencia de los mexicanos, Vicente Leñero desde el mirador de La Casa del Teatro supo convocar a los hacedores de teatro: dramaturgos, directores, escenógrafos y actores para lanzar el Manifiesto del Teatro Clandestino, para inicar un movimiento teatral memorable que proponía la creación de un teatro de urgencia que expusiera la conflictiva del país en el momento mismo en que ésta se manifiesta. Un teatro que representara el acontecimiento de nuestro presente inmediato desde la perspectiva de quienes lo padecen. La crisis reflejada en las víctimas, en los usuarios, en la gente común. Un espejo eficaz que urge el discernimiento.

“Obras destinadas a olvidarse y desaparecer, sin duda –escribía entonces Leñero– pero que cumplan el propósito de testimoniar, hoy, lo que padecen los mexicanos.”

Desventuradamente esas obras no se han olvidado ni pueden desaparecer aun. El legado de Vicente Leñero cobra la vigencia imprescindible, por cuanto nos recuerda la misión original del teatro: la construcción de la conciencia sobre nuestro acontecer.

Sobrevuela en el legado de sus palabras el aliento de una esperanza irrenunciable porque va enamorada del triunfo.



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