Revista
Proceso
No. 1988, 6 de diciembre de 2014
Oración
fúnebre por Vicente Leñero/LUIS DE TAVIRA
El
director escénico Luis de Tavira y Vicente Leñero, dramaturgo, protagonizaron,
al lado de otros artistas, una especie de época de oro del teatro contemporáneo
mexicano en la década de los ochenta, con sus montajes de El martirio de
Morelos (1981), Nadie sabe nada (1988) y La noche de Hernán Cortés (1992). La
familia del escritor designó para su homenaje de despedida el jueves 4 en el
Palacio de Bellas Artes a De Tavira, cuyo discurso se reproduce íntegro.
Y
es frente a ese alto vuelo de palabras que fueron tramando la imagen de México
en la admirable obra de Vicente Leñero, donde quisiera hallar la luz de las
palabras para evocarlo.
Desearía
poder hacerlo con palabras desnudas, tan espontáneas y desvalidas como es mi
pena; tan hondas e inevitables como aquello con las que el dramaturgo creó la
voz de sus personajes y así revela la realidad oculta de este dolor mexicano.
Esta
vez la palabra ha de buscar en la ausencia y su congoja el sitio de la
conversación: es la escena capaz de hacer volver las palabras al silencio de su
morada: esa herida, esta comunidad dolorida, ese consuelo, este duelo.
Porque
como sucede en el drama, la palabra ante la muerte nunca es deliberada:
sobreviene.
Sobreviene
como sobreviene este vendaval de sentimientos mixtos, y del mismo corazón de
esta pena brota también el gozo que celebra el triunfo de Vicente Leñero que
nos hereda la victoria de una vida y una obra admirables.
Porque
en Vicente Leñero, México tiene a un campeón de la libertad y de la verdad.
Descubrir
la verdad, hallarla y exponerla fue la pasión que tramó la congruencia de su
obra, tantas veces honda, otras, luminosa y hasta regocijante, las más de las
veces provocadora hasta el sacudimiento.
La
libertad siempre fue el camino. Libertad, expresión, como creación, la libertad
fue el camino para encontrar la verdad y manifestarla, para enfrentar la
censura, la violencia del autoritarismo, las mordazas y los embates de la
corrupción.
Vicente
Leñero, el periodista que siempre fue, el que supo elevar el oficio a la altura
del arte, caminó siempre, junto a los defensores de la libertad, leal siempre,
y de la verdad.
Para
siempre ha quedado en la memoria la imagen de aquella fotografía en la que se
le ve caminando del brazo de Julio Scherer por la avenida Reforma, después del
golpe a Excélsior. En esa fotografía puede verse sorprendente la mirada
resuelta de Leñero mirando hacia adelante. Una mirada que ya anuncia lo que
vendría después. Una victoria, una revista de investigación que habría de ser
referente y piedra de toque en la transformación del periodismo mexicano.
En
repetidas ocasiones su teatro tuvo que dar memorables batallas contra la
censura. Siempre ganó y el teatro siguió adelante. En su triunfo quedó
conjurado el autoritarismo y desde entonces el teatro ha caminado en libertad.
Escritor
total de múltiples oficios supo abrir los vasos comunicantes que nutrieran
sabiamente sus diversos horizontes: el periodismo volvió radical la actualidad
del drama. El cine pobló de encuadres y secuencias, la narrativa, la novela
iluminó en semitonos la escena y el teatro dotó de voces el reportaje.
Una
poética audaz que sabía caminar peligrosamente en el filo sutil que intermedia
entre la realidad y la ficción. Lo convirtió en un virtuoso incomparable de
nuestras letras, creador de un estilo intransferible.
Vicente
Leñero es el dramaturgo que del modo más cabal asumió el desafío que nos heredó
Rodolfo Usigli: que México aparezca en la alta dimensión del teatro. Esa fue su
pasión teatral. Y si el teatro es también el prodigioso espejo que nos
convierte en espectadores de nuestro propio acontecer, en la obra de Leñero nos
descubrimos habitantes de un país donde nadie sabe nada, urgidos de verdad y de
conciencia histórica, de un modo irrenunciable y decisivo.
Considerar
en su vasto conjunto la obra teatro de Vicente Leñero es ubicarte delante de
uno de los más vigorosos edificios de la dramaturgia mexicana.
Llamar
edificio al conjunto de una obra dramática es una metáfora. Pero en el caso de
Vicente Leñero es mucho más. Vicente Leñero fue tambén un ingeniero civil. Al
contemplar el conjunto de su obra admiramos una estructura compleja, sabiamente
construida, etapa tras etapa, en ascenso y amplitud, en cimiento y contorno, en
unidad y diversidad, en mesura y audacia, en método e invención; sabio
descubrimiento de eslabones y juego perpetuo de dimensiones.
Si
al talento creador de Lope de Vega se le llamó ingenio, a la destreza
dramatúrgica de Leñero podría llamártela en ese mismo sentido, ingeniería teatral.
Leñero no es sólo el autor de obras teatrales, fue el constructor de un teatro
mexicano probable, no utópico sino tópico. La obra emblemática de su epifanía
teatral se llama Los albañiles, su teatro en topográfico, histórico,
psicológico, sociológico y político.
Cuando
Leñero llega a la escena, venia de la literatura, discípulo de Arreola y de
Rulfo, transitaba hacia una desmitificación de lo mexicano. A fuerza de
densidad cotidiana, borra la visión mágica de perenidad. Testigo de la
transformación de la realidad, su teatro indaga en el rostro cicatrizado del
acontecimiento.
Itinerario
deslumbrante, la obra de Leñero, drama del hoy, consumido en el instante del
escenario, es un legado fecundo para el futuro de nuestro teatro. Un panorama
contradictorio que entraña una sabia congruencia en la que parece realizarse el
antiguo paradigma del teatro en el que parece mostrarse cómo los modelos del
teatro son más antiguos, más fuertes y con mayor capacidad de sobrevivencia que
todo lo que podamos agregarles, desde una contemporaneidad sonámbula que se
muestra decidida a escapar de la realidad.
Desde
el escándalo inicial de Pueblo rechazado hasta la blasfemia transfiguración de
Jesucristo Gómez, se cumple el evangelio cruel de la paradoja cristina. Esto es
el evangelio, esta es la noticia: vino a los suyos y los suyos no lo
conocieron.
Del
enigma de Los albañiles al thriller de Nadie sabe nada se consuma el caso no
resuelto que se oculta en todos los crímenes de cada día.
De
El juicio a León Toral a la alucinada Noche de Hernán Cortés se liberan los
monstruos que engendra el sueño de la historia.
De
La mudanza a Todos somos Marcos se desciende a la semilla de la discordia
social; la guerra civil reside latente en la incomunicación de los amantes. La
lucha de clases entraña una lucha más antigua: el combate de los sexos.
De
Los hijos de Sánchez a Los perdedores se traza el horizonte del oprobio social;
la derrota es insolidaria; la soledad del portero al fondo de la cancha es hija
de la traición.
Del
misterioso asesinato de Compañero Che Guevara a El martirio de Morelos, la
historia se desrealiza en la relatividad del documento: la verdad también es la
consistencia indecible de la duda y la duda es el suspenso de la conciencia y
la historia oficial un invento de los rebaños.
De
La visita del Ángel a ¡Qué pronto se hace tarde! El fin es sólo el comienzo del
presente. El tiempo siempre avanza hacia atrás. La vida es un invento de la
memoria.
Paradoja
poderosa, el teatro de Vicente Leñero es una fábula eficaz de intimista
indagación psicológica, capaz de abrir una grieta en la trama monumental de la
Historia, para desangrar ahí el torrente de la epopeya. Ahí se agita una
inmensa marea social capaz de invadir y avasallar el espacio sagrado de la
intimidad con que se descorazona el tiempo de una realidad que se ha ausentado.
Vicente
Leñero fue el escritor que inició el tránsito hacia la conciliación de la
literatura dramática y modernidad escénica, y si bien siempre defendió la
condición literaria del teatro, siempre que escribió el drama para la escena,
no para el libro.
En
el momento culminante de su dramaturgia asumió el concepto de puesta en escena
como eje estructurados de su composición. Su eficacia transformó la dramaturgia
nacional de los años que siguieron. Su generosa pedagogía fundó un taller que
fue cantera decisiva de muchas generaciones de dramaturgos.
Siempre
me asombró su profundo cristianismo dostoievskiano, el evangelio de los pobres,
de los humillados y ofendidos y de todos los crucificados por la marginación
social. Al contraluz de esa fe honda y silenciosa el corazón enfrenta su
muerte, convencido por ese Jesús que llora ante la tumba del amigo, que Dios es
un Dios de vivos y que Vicente vive y permanece entre nosotros de algún modo
que sólo ha de experimentar lo que es espíritu.
Nace
de ahí un abrazo para las personas que él más amó. Me gustaba decirle que era
un hombre bendito entre las mujeres. En primer lugar Estela, un axis mundis, el
centro de la vida, la unidad de medida para reconocer lo que está cerca y lo
que queda lejos, en la que siempre pudo comprobar cómo es verdad que ahí donde
está tu corazón, está tu tesoro. Y también sus hijas que han sido para él la
luz del mundo, la estrella de la mañana, el arca de la alianza, causa de su alegría,
Estela, Eugenia, Mariana e Isabel.
Vicente
Leñero nos deja en un momento aciago para México. La conciencia de los
mexicanos zozobra indignante y dolida ante el horror de la atrocidad que ha
consumado la tragedia de Ayotzinapa, la conciencia de los mexicanos se levanta
urgida de lucidez y de horizonte y demanda una transformación radical que
detenga la espiral desbocada de la barbarie. A todos nos atañe el desafío,
ninguno puede desviar la mirada, ni callar la voz.
Al
celebrar la vida de Vicente Leñero es un momento así, es también la ocasión de
valorar el testimonio de su compromiso.
En
1994, cuando emergió el movimiento zapatista y los indios de Chiapas desvelaron
el rostro oculto de México y sacudieron la conciencia de los mexicanos, Vicente
Leñero desde el mirador de La Casa del Teatro supo convocar a los hacedores de
teatro: dramaturgos, directores, escenógrafos y actores para lanzar el
Manifiesto del Teatro Clandestino, para inicar un movimiento teatral memorable
que proponía la creación de un teatro de urgencia que expusiera la conflictiva
del país en el momento mismo en que ésta se manifiesta. Un teatro que
representara el acontecimiento de nuestro presente inmediato desde la
perspectiva de quienes lo padecen. La crisis reflejada en las víctimas, en los
usuarios, en la gente común. Un espejo eficaz que urge el discernimiento.
“Obras
destinadas a olvidarse y desaparecer, sin duda –escribía entonces Leñero– pero
que cumplan el propósito de testimoniar, hoy, lo que padecen los mexicanos.”
Desventuradamente
esas obras no se han olvidado ni pueden desaparecer aun. El legado de Vicente
Leñero cobra la vigencia imprescindible, por cuanto nos recuerda la misión
original del teatro: la construcción de la conciencia sobre nuestro acontecer.
Sobrevuela
en el legado de sus palabras el aliento de una esperanza irrenunciable porque
va enamorada del triunfo.
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