Revista
Proceso
No. 1988, 6 de diciembre de 2014
La
invitación Un relato sin ficción/VICENTE LEÑERO
En
esta crónica, publicada el 9 de mayo de 1988 y de la cual presentamos extractos
fundamentales, Vicente Leñero cuenta cómo a principios de ese año electoral los
tentáculos del poder priista lo alcanzaron y lo subieron al carro (es decir, al
avión y a los autobuses) del candidatazo en turno: Carlos Salinas de Gortari. Atento
al habla y a los ademanes de los políticos, el dramaturgo en funciones de
periodista retrata a un Salinas truculento y efectista, que marcha sin
sobresaltos aparentes hacia la cima del sistema. Pero el aparato autoritario ya
no funcionaba bien. Algo rechinaba, obligaba al futuro presidente a sondear a
Proceso y provocaba uno que otro “malentendido”.
A
las primeras frases me enteré de que el cordial Moreno Cruz era uno de los
encargados para establecer contacto con los invitados especiales a las
distintas giras del Candidato –como le dicen en el PRI al candidato del PRI– y
precisamente para eso me llamaba: para invitarme de manera especialísima, dijo,
a nombre del licenciado Carlos Salinas de Gortari, a la etapa de “la semana
próxima” en cuatro ciudades: León, Tuxtla Gutiérrez, San Luis Potosí y
Monterrey. El candidato visitaría esos cuatro puntos clave en los gravísimos
problemas de la escasez y la contaminación del agua en el país, y quería el
candidato, de manera especialísima que yo formara parte de su comitiva de
invitados a la campaña. Eso dijo Moreno Cruz.
La
verdad es que nunca antes había aceptado invitaciones similares. Dije “no”
cuando en 1969 me quisieron incorporar al grupo acompañante del candidato Luis
Echeverría en su gira por Jalisco, y un “no” parecido exclamé en tiempos del
candidato José López Portillo. Con el candidato Miguel de la Madrid ya nadie me
invitó a ninguna parte, pero ahora, con el candidato Salinas de Gortari,
escuchando al teléfono la voz comedida, cortés, se diría que hasta seductora
del tal Moreno Cruz, sufrí unos instantes de indecisión. Como decimos en el
teatro: hice una pausa.
Antes
de que tuviera tiempo de reaccionar, en un abrir y cerrar de ojos –como se
acostumbra escribir en los viejos cuentos– me vi instalado en el extremo
izquierdo de aquel auto inmenso sobre un mullido asiento tapizado de azul,
Salinas subió detrás, se oyó el característico cerrar de portezuelas de los
secuestros, y el auto empezó a avanzar despacito hacia Miguel Ángel de Quevedo.
Sentí
que hacía gulp y que mi hernia hiatal se contraía, mientras los pequeñísimos
ojos de Salinas de Gortari me miraban de punta.
–Me
da gusto verlo, Leñero.
–Gracias,
licenciado.
En
un principio traté de ser únicamente el dramaturgo Leñero, el novelista Leñero,
pero el intercambio de frases tropezó necesariamente con Proceso.
–¿Qué
tal Proceso?
–Ahí
va licenciado… disfrutando de la libertad de expresión que se vive en México–
dije.
En
realidad no fue lo único inteligente que dije en todo el trayecto por Miguel
Ángel de Quevedo, rumbo a San Ángel. De cuando en cuando el candidato saludaba
con discretos ademanes de su derecha a quienes lo reconocían desde la calle o
desde otros autos, y yo me sentía como viajando en carroza de rey.
Verboso
de puros nervios traté de encomiar el periodismo cada vez más objetivo que
tratamos de hacer en Proceso, a pesar de tantas fallas y convencido como estoy
y como estamos muchos de que no hay razón para que los periodistas vivan de la
greña con el poder. La distancia con el Príncipe que siempre encomia Octavio
Paz, no tiene por qué ser barrancón insuperable, despeñadero. Eso hubiera
querido decir a Salinas en ese momento, pero desde luego no logré articular
pensamientos coherentes.
–¿Le
gustaría caminar un rato?– me preguntó Salinas cuando el auto inmenso llegó a
Revolución.
Frente
al Mercado de Flores de San Ángel caminamos a paso lento rumbo a la calle
Cracovia donde el candidato en campaña tiene su centro de operaciones. Salinas sonreía
y saludaba a los puesteros, a uno que otro transeúnte, al tiempo que yo trataba
de localizar con el rabillo del ojo a los guaruras con walkie-talkie que
seguramente vigilaban invisibles el paseo de su jefe.
En
el largo patio interior de Cracovia concluyó el pacífico secuestro, al
estrechar la mano de Salinas me atreví:
–Usted
debería hablar con Julio Scherer, licenciado… Conmigo puede hablar de
literatura, pero para hablar de periodismo, de Proceso, sólo con Julio Scherer.
De veras, licenciado, estaría muy bien.
Salinas
rechazó enfáticamente mi sugerencia (sus ojos se convirtieron de pronto en
alfileres), y nuevamente cordial me dio a entender que volvería a buscarme,
para seguir hablando así, conmigo, otro día, en otra ocasión.
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Cruz
Moreno aguardaba al otro lado del teléfono el final de mi pausa.
Se
adelantó:
La
etapa del trabajo sobre los problemas del agua empezaría el martes 26 en León y
terminaría en Monterrey el viernes 29. Cuatro días, un día para cada ciudad:
León, Tuxtla Gutiérrez, San Luis Potosí y Monterrey.
–¿Está
de acuerdo?
–Estoy
de acuerdo –dije–. Sólo que tengo un problema.
Era
cierto. Tenía un problema. Martes 26 y miércoles 27 me había citado con Luis de
Tavira para concluir los ajustes dramatúrgicos a una obra mía que Tavira
empezaba a dirigir con la compañía CET. El trabajo era urgente y resultaba
desproporcionado aplazarlo para atender una invitación a una gira política.
–Martes
y miércoles no puedo –dije a Moreno Cruz–. Podría hasta el jueves y viernes,
¿hay algún problema?
–No
creo, pero déjeme preguntar, mañana le aviso.
Puntual
y más cordial todavía, Moreno Cruz me telefoneó la tarde siguiente. Lo había
consultado y no, qué va, no había ningún problema. Era una lástima que yo no
pudiera estar en la comitiva desde el martes 26 en León, pero el jueves 28 me
incorporaría al grupo en San Luis Potosí para seguir luego hasta Monterrey,
Moreno Cruz me haría llegar mi pasaje de avión México-San Luis a mi casa ese
mismo sábado, junto con la información necesaria y los gafetes que debería usar
durante las distintas reuniones de la gira. Me recomendaba Moreno Cruz, por
último, que al bajar del avión me prendiera en la ropa uno de esos gafetes para
que el encargado de ir a recogerme me identificara sin dificultad.
Es
todo y muchas gracias –concluyó el funcionario del PRI–. Buen viaje –remató
como si ya estuviera yo en el aeropuerto.
De
acuerdo con lo prometido, el pasaje de avión, los gafetes y la papelería me
llegaron el sábado por la mañana. El lunes en la tarde una llamada desconcertó
momentáneamente a Estela, mi esposa. Una secretaria del PRI telefoneó a casa
para informar que se cancelaba mi vuelo del martes a León. Estela pidió
aclaraciones. Explicó que yo no me había comprometido a volar el martes a León
sino el jueves a San Luis: incluso ya estaba en mi poder el pasaje.
Después
de decir ha, la misma secretaria telefoneó minutos más tarde para decir
nuevamente: ha… ha, sí, disculpe. Era un error. Todo está confirmado. Todo
okey. El señor Leñero viajará a San Luis el jueves 28 en el vuelo de Mexicana a
las seis AM.
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No
tenía hambre. Aunque mal, había desayunado un sandwich de jamón y queso y un
café aguado en el avión de Mexicana. Pero de todos modos me caería bien un
café, pensé.
Dónde
sentarme, el restorán del Hostal Quijote estaba lleno de caras desconocidas:
varones con caras de políticos, la mayoría: invitados especiales en la etapa de
San Luis, sin duda. A la distancia reconocí al célebre Gómez Gordoa –surcando
los setentas–, y ahí cerca, a mi derecha, a una tercia encabezada por este
hombre, ¿cómo se llama?, delegado de Coyoacán, un tipo simpático que conocí en
una comida de SOGEM y vi recientemente en la reunión de intelectuales en CADAC.
El
delegado de Coyoacán me descubrió allí, parado, pajareando, y generoso me
invitó a su mesa. Al sentarme y, mientras escuchaba el nombre de sus
compañeros, alcancé a leer el suyo en el gafete: Fructuoso López. Claro.
Licenciado Fructuoso López. Gran amigo de Fernández Unsaín, de Ángel Boliver,
excelente delegado de Coyoacán, según hacía correr su buena fama.
–Pero
ya renuncié –aclaró Fructuoso al preguntarle lo obligado: ¿cómo va la
delegación? Renuncié para poder jugarla como candidato a diputado o senador.
¿No sabías? –me tuteaba como si fuéramos viejos amigos, me presentó como un
vecino coyoacanense, nos soltamos a conversar tome y tome café.
Él
era de San Luis. Por eso estaba allí, en esa etapa, en su tierra. Acababa de
regresar de un viaje a Lima, a Río de Janeiro, a Buenos Aires: ciudades de
países mucho más jodidos que México– dijo Fructuoso.
–Ahí
sí que está difícil la situación política.
–¿En
dónde?
–En
Perú, con Alan García. La gente no lo quiere. Anda con triple de los guaruras
de los que utiliza Salinas, de veras. El pueblo no quiere a Alan García, le
dicen Alonso: por Alan y por zonzo.
Fructuoso
López soltó la risotada en el momento que apareció Chávez y me entregó la llave
de la habitación 454.
–Ya
está su maleta ahí, no se preocupe.
A
todos los que llenamos el comedor nos hicieron pasar a un salón del hotel para
que dos connotados priistas potosinos, Jesús Palacios y Santiago Salas, nos
demostraran cómo y por qué arrasaría el PRI en el estado. Empezó hablando Jesús
Palacios, pero no puse atención a su demagogia. Luego Santiago Salas leyó
cifras y cifras y aludió a los peligros que plantean al PRI el Frente de Unión
Cívica aliado con el PAN y el PDM. Peligros relativos
–precisó
el orador–, porque todos sabemos que nuestro partido es la única opción del
Pueblo en San Luis.
Al
comenzar su discurso Salas había prometido rematar con un tiempo para
preguntas, pero ni siquiera llegó a la última cuartilla: un encargado de
invitados entró a decir –nerviosísimo, como si ocurriera un terremoto– que el
señor Candidato ya había arribado a la ciudad y que era tiempo de irnos, ya, de
irnos a la fábrica para reunirnos con él. Rapidito, por favor, señores,
rapidito.
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–Ya
llegó– se oyó un murmuro. Y enseguida el alud de gente. Primero los periodistas
y algunos importantes de los invitados especiales: Gonzalo Martínez Corbalá,
circunspecto, forrado por una chamarra de cuero gris, igualita a una que meses
antes me enamoré inútilmente en Perisur: era italiana, estaba carísima.
También
con chamarra de cuero, pero de color marrón, nada aparatosa, llegó Miguel López
Azuara. Desde que dejó Proceso en 1979 para incorporarse a las tareas en el
gobierno lo veía muy de cuando en cuando y sin poder acostumbrarme a su imagen
de funcionario público, al servicio del candidato del PRI, ahora, en el área de
las relaciones con los periodistas que cubrían la campaña. De pie, en el frío,
Miguel y yo conversábamos unos minutos. Estaba trabajando dieciséis horas
diarias y el ochenta por ciento de ese tiempo los dedicaba a las giras con
Salinas de Gortari. Muy atrás había quedado todo lo que quedó atrás. Eran
nuevos tiempos para él. Era definitivamente un nuevo Miguel López Azuara
convertido en la religión del sistema. Quizá más feliz.
Cuando
Salinas de Gortari entró a la fábrica seguido por un grupo del que reconocí a
Carlos Payán y a Regino Díaz Redondo, un locutor-animador que inauguró en ese
instante el micrófono, pidió aplausos como si estuviéramos en un programa de
Raúl Velasco. La concurrencia aplaudió, los obreros cenizos ovacionaron al
candidato y agitaron banderitas, pero todas las manifestaciones fueron apagadas
de golpe por el silbatazo largo de la fábrica hecho sonar como saludo, como
grito de júbilo.
Aparte
de Regino Díaz Redondo que se veía cachetón, con cara de niño bueno, y de
Carlos Payán, que en contraste parecía un director de orquesta de melena
alborotada –un Celibidache de los años cincuenta–, no reconocí de momento a los
demás invitados que ocuparon las sillas del templete, en grupo con Salinas. Por
ahí advertí luego la papada de Jonguitud Barrios, el pelo cano otra vez de
Gómez Gordoa, y en una silla postrera a Miguel S. Biónche –como Garibay le
decía por escrito a Miguel S. Wionezek, en los buenos tiempos de Excélsior.
Salinas
caminó hacia el templete saludando aquí y allá con la cabeza. Yo vi que sus
ojos me veían y sentí que me sonreía de manera especial, pero lo mismo
sintieron sin lugar a dudas los demás presentes, incluido Fructuoso López.
Empezó la reunión.
Hilvanados
por el locutor-animador, técnicos en obras hidráulicas, industriales y algún
político emitieron puntos de vista muy generales sobre los problemas del agua
contaminada primero en las fábricas e inservible después para el uso doméstico.
Eran comentarios que se antojaban propios de una reunión en privado y en vistas
de enfrentar deveras a cada problema, no a dejarlos planteados en el aire, como
contexto de una simple postura de campaña, inevitablemente demagógica.
Pese
a la inutilidad de los discursos pseudotécnicos, Salinas de Gortari escuchaba
con atención de estudiante y tomaba notas con tarjetas que parecían arrancadas
de un fichero escolar.
De
pronto irrumpió la voz de una mujer humilde:
–¡Señor
licenciado!
Los
periodistas acreditados la describieron más tarde como una espontánea valerosa,
pero era evidente para quienes estábamos ahí que además de mujer jodida se
trataba de una mujer-comparsa que los organizadores habían situado en ese
extremo derecho de la primera fila. Se llamaba María Luisa Maya y exclamó, ante
el candidato, en un tono que los reporteros calificaron de insólito:
–¡En
el rancho no hay agua, señor licenciado!… Y yo lo invito a usted a que cargue
los botes, no un kilómetro… ¡medio kilómetro! para que vea lo que es sufrir por
la falta de agua, señor licenciado.
Le
aplaudieron muchísimo. Y muchísimo le aplaudieron también a otros humildes que
hablaron luego, con idéntica espontaneidad.
Al
finalizar el acto, Salinas de Gortari dejó de tomar notas en sus tarjetones y
comentó con sensatez tanto los discursos pseudotécnicos como las voces
espontáneas que se manifestaron en Aceros San Luis ese jueves 28 de enero,
lleno de frío.
Ahora
había que salir corriendo.
No
entendí el término con la textualidad que debía y me retrasé a causa de dos
reporteros potosinos. Uno trabajaba en El Sol de San Luis después de haber
estudiado periodismo en el ITESO de Guadalajara con maestros como Raúl H. Mora,
y el otro trabajaba en Momento, un periódico propiedad de Jonguitud Barrios,
según asevera el propio reportero. Los dos colegas querían entrevistarme sobre
la campaña de Salinas, y como yo dije que sólo venía a ver, solamente a ver, no
hablar, se pusieron a lanzarme puyas:
Que
qué decía el Manual de periodismo sobre la participación de los escritores
independientes en las giras del PRI, que qué pensaba yo sobre Salinas de
Gortari, que qué opinaba sobre Cuauhtémoc Cárdenas, que qué actitud tomaría si
también Cuauhtémoc o Heberto me invitaban a sus campañas…
No
respondí ni una sola pregunta; por estar toreándolos salí de la fábrica cuando
los pullmans de redilas –como los llamaría Gabriel Zaid– arrancaban rumbo a la
carretera. Vi salir disparado al Tamaulipas, y en el estribo del Hidalgo
–también arrancado ya– un joven de liváis me hacía señas y me gritaba:
–Suba
don Vicente, suba…
Tuve
la intención de saltar, como lo hacía cuarenta años antes para abordar el
tranvía Zócalo-Mixcoac en Revolución, pero muy a tiempo me frené. Entonces el
que saltó a la calle fue el joven de liváis:
–Ya
lo andan dejando Don Vicente… ¿Por qué se atrasó?
Todo
el mundo parecía enloquecido por la prisa. Además del Tamaulipas y el Hidalgo,
muchos otros autobuses, autos, camionetas, rechinaban llantas, giraban en
reversa como jacas de rejoneador y luego salían disparados, bufando, en
seguimiento de la comitiva que se iba formando en línea recta, carretera arriba.
Mientras
miraba aturdido aquel jaleo, el joven de liváis me tomó del brazo, y luego de
llamar a gritos la atención de los ocupantes de un auto cuatro puertas que
también despegaba ya, me lanzó de un empujón al interior y él trepó detrás, de
clavado. Salimos de esa estampida antes de que la portezuela posterior se
cerrara.
Era
un auto de guaruras. El que acompañaba al chofer y el que viajaba detrás
empuñaban walkie-talkies. Si no fuera porque se trataba a todas luces de
individuos de verdad, bien trajeados, solemnes, bañaditos, yo los habría
calificado como comparsas sobreactuados de una farsa dirigida por Gurrola.
Lanzaban frases en clave por los walkie-talkies y a cada rato decían:
Afirmativo, cambio…
Afirmativo,
cambio… Afirmativo, cambio, después de largas hileras de números: veintitrés,
cuarentaicinco, ocho, cambio… Doscientos treinta y dos, cuarenta, cambio…
Veintiuno, quince, treintaiuno, cambio.
El
joven de liváis se presentó. No era tan joven ni tan franco como se podría
suponer a primera vista. Se llamaba Francisco Javier Torres y pertenecía a la
coordinación de invitados especiales. Él más que el señor Chávez del Hostal
Quijote, estaba a mis órdenes –dijo– durante el tiempo de gira. Y me repitió el
programa: íbamos en ese momento rumbo a Villa de Reyes, luego a una reunión de
trabajo en la fábrica, después a una comida importantísima de Salinas con sus
invitados y en la tarde a un mitin en San Luis y a una reunión con
intelectuales. Mañana…
No
puse atención al programa que me dictaba Francisco Javier Torres, porque además
de sabido, el auto cuatropuertas corría como un cohete rebasando vehículos y
tratando de emparejarse con el Tamaulipas y el Hidalgo.
–Veinte,
treintaicinco, ocho, cambio…
Entre
los volantazos de un chofer irresponsable y las frases de la logística por los
walkie-talkies, yo me sentía aterrado. Y no era en balde. Esa misma mañana
–según me enteré después– un autobús priista que viajaba con un contingente de
acarreados de Tamazunchale a San Luis se estrelló contra un camión carguero al
que desde luego se le echó la culpa. En el accidente –según me enteré después–
murieron seis acarreados y veinte más resultaron heridos.
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Por
fortuna llegamos a salvo, y pronto, a Villa de Reyes. El cuatropuertas me
escupió en compañía de Francisco Javier Torres en una de las calles ya repletas
del pequeño pueblo. Era día de fiesta en Villa de Reyes. Por primera vez y
seguramente por única vez en su historia los visitaba un candidato a la
Presidencia de la República. Nada tan importante había ocurrido en Villa de
Reyes, y en tales circunstancias de expectación los organizadores del mitin no
necesitaban acarrear gente de ninguna parte. Todos los campesinos del pueblo se
encontraban allí; escuchando música huapachosa primero y atentos después a un
par de oradores que presentaron a Salinas como el verdadero Dios venido de la
tierra para redimir a este pueblo de campesinos sedientos, marginados y olvidados
por el centro –según lloriqueó Juana María Díaz.
Un
coro de mujeres al amparo de una manta salinista acordonó el discurso de Juana
María.
–¡Salinas
ha de ser!, ¡Salinas ha de ser!, ¡Salinas ha de ser!– gritaron las mujeres.
Y
luego más música huapachosa. Y luego el verbo encendido del candidato del PRI
que se puso a gritar sin que en verdad hiciera falta.
Los
invitados especiales llenábamos el kiosko de la plaza donde gritaba Salinas al
pueblo enfiestado. Ahí en el kiosko, ya de salida, me rocé con Biónchec. La
nostalgia me impulso a ser amable: –Tanto tiempo sin verlo, maestro Biónchec–
le dije.
Es
que no puedo estar en dos sitios al mismo tiempo –me respondió mirándome a los
ojos. Pero no le entendí.
Guiado
de la mano por Torres fui de los primeros en abordar el Hidalgo, que nos
llevaría a la Productora Nacional de Papel para otra reunión de trabajo sobre
lo mismo: el agua y el desarrollo industrial.
En
el autobús tomé asiento al lado de un ingeniero que dijo conocerme: Víctor
Manuel Mahbub, director general de Obras Públicas, de la Secretaría de
Comunicaciones y Transportes. No era de mi generación, sino de la generación 57
de la UNAM, pero conocía a todo el mundo ingenieril que me resultaba familiar:
a Sergio López Mendoza, a Enrique del Valle, a Eugenio Laris, a Fernando Rubio,
a Javier Laborde… De ellos hablamos y de lo molesto que estaba él, Mahbub, por
la ingratitud del rector Carpizo con un colega tan íntegro y eficaz como José
Manuel Covarrubias. También recordamos al profe Castelazo, muerto hacía poco en
una vejez alcohólica. Hablamos poquito pero bien de Heberto Castillo, y cuando
tocaba el turno del inge Cuauhtémoc, compañero de clase de la generación 51, el
autobús Hidalgo llegó a la Procuraduría Nacional de Papel Desechable, Pronapade.
La
reunión preparada en la gigantesca bodega de Pronapade tenía características
espectaculares. Sillería para no menos de quinientos concurrentes enfrentados a
un presidium de quince a veinte plazas. El presidium estaba formado por un
largo cajón-escritorio y paneles posteriores en los que se conjugaba el nombre
de Salinas y los escudos del PRI con el repetido título de la reunión: agua y
desarrollo industrial.
Ahí
encontré, frente al presidium, los arreglos florales que había visto conducir
hasta una combi, en el hotel Real de Minas, a los sardos disfrazados de civil.
Pronto
ocupó el presidium y pronto se llenó la sillería para dar curso a la carretada
de ponencias técnicas que me dio pereza atender. En los diarios del día
siguiente leí que habían presentado trabajos once ponentes de algún modo
expertos en problemas hidráulicos, y que Salinas de Gortari había tomado la
palabra final, como siempre, para aseverar –escribió Bernardo González Solano,
enviado de Unomásuno– que “la industria debe ir a la cabeza de los usuarios
para cubrir el costo del agua en su justa dimensión económica y que a ese costo
debe sumársele el de la contaminación que se hace en las descargas del
líquido”.
Cansado
del ajetreo, no presté suficiente oído al discurso de Salinas, pero me llamó la
atención que tanto en ese acto como en el ocurrido en Aceros San Luis, el
candidato empleaba el término “vital líquido” para referirse al agua. Eso me
llamó la atención.
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Eran
las cuatro y treinta de la tarde cuando la carreteada de aplausos que vibró en
la bodega de Pronapade hizo saber que la reunión había concluido.
Abrí
los ojos. Perdón.
Me
sentía incómodo, soñoliento, con mucha hambre y urgentes ganas de orinar. Me
preocupaba, sobre todo, que el acto siguiente consistía en una comida con
Salinas con los invitados especiales.
Qué
nervios, caray.
Renuncié
a buscar un letrero de sanitarios-hombres porque me di cuenta que la bodega se
hallaba en un área muy lejana del cuerpo de oficinas y sobre todo porque la
prisa, otra vez la prisa, correteaban a los asistentes en su camino hacia los
vehículos.
Nuevamente
Francisco Javier Torres me apresuró, indicándome el Hidalgo:
–Ese
es su autobús don Vicente.
Subí.
Tomé asiento.
Ahora
eran muy pocos los pasajeros del Hidalgo. No estaba el ingeniero Mahbub, ni
Biónchec, ni Fructuoso López; sólo una decena de invitados que había visto, en
su mayoría, en el Hostal Quijote o como ponentes en el acto recién concluido.
Me extrañó oírlos hablar de “cuánto tiempo se hace de aquí al aeropuerto”,
“ojalá no se tarde mucho el avión”, “a las siete tengo una cita en Paseo de la
Reforma 428”.
Qué
raro.
Fui
hasta el chofer. En el estribo, una chica con aire de edecán sonreía como si
para sonreír solamente se le hubiera contratado.
–Perdone,
señorita, este autobús…
–Este
autobús va hacia el aeropuerto –completó sin pensarlo la muchacha–. Es para los
que regresan a México.
–Ah
no, yo no voy a México –dije–.Yo voy a comer con el candidato.
La
chica abrió más su sonrisa y se replegó para que yo bajara cómodamente antes de
que el Hidalgo saliera disparado.
Al
tocar piso tropecé con Torres. Estaba enfrentito.
–Me
equivoqué –dije, apenado.
–Este
es su autobús –dijo Torres.
–No,
éste va para el aeropuerto. Me acaba de decir la señorita.
–Es
su autobús, don Vicente –repitió Torres.
Me
cerraba el paso. Me miraba con firmeza. Había subido la voz, seca, cortante,
como si él también fuera un militar: igual que los sardos de civil, igual que
los guaruras del cuatropuertas, igual que Chávez.
Suavizó
el semblante un poquito.
–Suba
por favor. Le voy a explicar.
–¿Qué
me va a explicar?
–Suba.
Guiado
por la mano abierta de Torres regresé al interior del Hidalgo. Seguí por el
pasillo hasta el único asiento doble que tenía una mesita enfrente. La decena
de ocupantes seguía hablando de vuelo a México y de un contrato con la
Conasupo.
Antes
de que me sentara, el autobús ya estaba en marcha.
–¿Quiere
un whiski?– preguntó Torres.
Por
la ventanilla se veía a un grupo que caminaba haciendo como bolita al
candidato. El grupo se empequeñecía poco a poco, con la distancia. Allá iban
Regino, Biónchec, Payán, Martínez Corbalá, Fructuoso, Miguel López Azuara.
–¿Un
whiski?– volvió a preguntar.
–Bueno.
El
mismo Torres fue a la zona posterior del autobús y regresó con dos whiskis con
hielo y soda. Luego la edecán sonriente trajo un pequeño plato con botanas:
aceitunas, quesitos, jamoncitos.
–¿Qué
pasó?
–No
pasó nada don Vicente.
–Me
están regresando, ¿no?… ¿Por qué me regresan?
–Es
que hubo un mal entendido.
–Pero
me están regresando.
–Porque
hubo un mal entendido, don Vicente.
–No
entiendo.
–Es
lo que le voy a explicar.
–Para
qué me invitan y luego me regresan. No entiendo.
–Es
que hubo un malentendido, don Vicente… Al licenciado Salinas le gusta que sus
invitados especiales lo acompañen en toda una etapa para que se den cuenta de
toda la etapa. Si la etapa dura cuatro días, al candidato le gusta que sus
invitados estén con él los cuatro días, no solamente dos…
–Yo
les advertí.
–Sí,
la culpa no es de usted…
–Pero
me están regresando.
–Más
bien, el candidato quiere cambiarle de etapa. Como ya no se pudo ahora, quiere
que usted lo acompañe a mediados de febrero, en la otra gira técnica. O
después, cuando el candidato vaya a Jalisco… Usted es de Jalisco, ¿verdad don
Vicente?… Ahí estaría muy bien, entonces. Sería una oportunidad mejor que ésta.
¿No cree?
Torres
no era un tipo muy inteligente, pero se esforzaba en parecerlo. Se esforzaba en
hacer pasar por buena una mercancía de razonamientos evidentemente chafa. Era
inútil protestar, además de inútil, resultaba horrible –pensé–. Era tanto como
ponerme a gritar que yo quería seguir allí, por favor, allí: cerquita del señor
Candidato, en su gira, con su gente, con su calor, con su sonrisa, con la luz
de su inteligencia.
Me
sentía furioso, pero decidí, por simple orgullo, disimular frente a Torres.
Pedí
otro whiski a la edecán.
–Viera
qué gran hombre es el licenciado Salinas– dijo Torres, de pronto.
Y
como si tratara de convencerse a sí mismo se puso a hablar de la inteligencia,
del calor humano, de la sensibilidad extrema del futuro del presidente. Habló
también de lo muy económica que estaba resultando esa campaña en la que no
había dispendio de ninguna clase, como otras veces, de veras, checadísimo.
A
la carretera le faltaba un gran trecho todavía para hacernos llegar a San Luis.
Del
candidato admirado, Torres saltó al tema de su vida personal: su esposa estaba
esperando al segundo de sus hijos, ya para muy pronto. El primero era una
maravilla, eso sí, mire usted. Y Torres se introdujo una mano al bolsillo
trasero de su liváis para extraer la cartera y mostrar la foto kodacolor de su
esposa y el primero de sus hijos.
Cómo
no.
Después
de cruzar la zona industrial, el Hidalgo se detuvo frente al Hostal Quijote.
–¿Vamos
a recoger mi maleta? –pregunté a Torres.
–Su
maleta ya está en el avión– contestó Torres.
–¿Cómo
que ya está en el avión?… ¿A qué horas la llevaron?
–Ya
está en el avión– repitió Torres.
–¡Quiero
verla!
–Ya
está en el avión– dijo Torres por tercera vez, al tiempo que me detenía de un
brazo porque me vio intenciones de bajar definitivamente–. No hace falta don
Vicente. Todo está en orden.
–¡Quiero
orinar! –exclamé.
Aproveché
el breve viaje a los sanitarios del comedor del hotel para entregar a la
empleada malencarada, aún malencarada, la llave del 454 que seis horas antes me
había entregado Chávez. Ni siquiera supe de qué color era la colcha de mi cuarto.
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Llegamos
al aeropuerto de San Luis poco después de las cinco y media de la tarde. El jet
727 en que viajaríamos una decena de pasajeros no tenía siglas ni emblemas que
lo delataran como un avión del gobierno mexicano.
En
la escalerilla, antes de despedirme de Torres le pregunté:
–De
hombre a hombre, ¿cómo debo de interpretar esto? La verdad… Quiero saber.
–Le
doy mi palabra de honor que es así don Vicente: sólo un cambio de plan.
Una
azafata sonrientísima sirvió a bordo un maravilloso menú para un hambre que se
había convertido en tremenda: arroz con lomo adobado, gelatinas, galletas y
café. Yo lo completé con un whiski.
Desembarcamos
en el hangar de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, en el aeropuerto
Benito Juárez, y de inmediato un empleado me entregó mi maleta. Traía terminada
en el asa una tarjeta con la inscripción INVITADO y una identificación escrita
a pluma: SR: BISENTE.
Lo
primero que hice al regresar a la ciudad fue telefonear al cordial Moreno Cruz.
Se sorprendió:
–Yo
lo hacía en San Luis –dijo.
–Yo
también.
Le
conté brevemente lo ocurrido, con todo y las explicaciones de Francisco Javier
Torres.
–No
puede ser, no puede ser, no puede ser –exclamaba Moreno Cruz desde el otro lado
de la línea. Se decía desconcertado, alarmado, extrañado, enojado, apenadísimo
conmigo, y me ofrecía –senor Leñero– averiguar hoy mismo la causa de una
desatención tan espantosa y llamarme a la mayor brevedad posible para darme las
amplísimas explicaciones y disculpas que yo merecía.
Por
supuesto Moreno Cruz nunca me volvió a telefonear
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