Revista
Proceso
No. 1988, 6 de diciembre de 2014
Mi padre y maestro /ESTELA
LEÑERO FRANCO
El
pasado miércoles a las nueve de la mañana mi padre dejó de respirar. Como si
fuera un sueño, nos sumimos en un torbellino de emociones, de dolor, de pena,
de tranquilidad también. El homenaje tan sentido al día siguiente, compartiendo
con hombres y mujeres, familia, colegas y amigos, permitió dimensionar al
hombre que estuvo con nosotros 81 años y que dejó una huella indeleble en
muchos de nosotros y en el devenir del México político, social y artístico.
Vicente
Leñero fue maestro de varias generaciones, ejemplo a seguir, constancia del
compromiso de un escritor en nuestra sociedad y del compromiso de experimentar
en el arte buscando nuevas formas de expresión, transformando la repetición en
proposición.
Como
periodista, siguió una línea de denuncia sin una intención de arengar. La
verdad por sobre todas las cosas marcó su camino. Decir lo que pasa en el aquí
y ahora, sentir que la noticia vieja no vale, que asumir una posición crítica
implicaba cuestionar al poder, por lo que recibió amenazas, boicots, censuras,
hasta salir con la cabeza en alto después del “Golpe a Excélsior” y fundar la
revista Proceso para continuar hablando con la verdad cueste lo que cueste.
Escribió
novelas, guiones cinematográficos, radionovelas y telenovelas; y en cada género
se planteaba nuevos retos. Lo que importa es escribir, decía, porque ahí es
donde está el aprendizaje. En los cuentos de su última época investigó la
mezcla de realidad y ficción; hablar de personajes conocidos por muchos,
confundirnos sin saber qué era inventado y dónde estaba su experiencia.
En
el teatro me contagió su pasión por la escena desde la dramaturgia, y aunque él
me decía que eso ya lo llevaba dentro, él fue el maestro que me enseñó a buscar
mi propia voz expresiva; porque la libertad era otro de sus principios fundamentales. La libertad de
elegir el camino conociendo las herramientas básicas; estudiando y trabajando.
Por eso tenía tantos alumnos y era tan querido, porque gracias a su generosidad
supo desentrañar las capacidades de los otros para poderlas desarrollar; porque
él creía en la riqueza de la pluralidad, en lo maravilloso de la diferencia.
Como
dramaturgo abrió muchas brechas que indagar: convirtió la nota periodística en
teatro con un lenguaje contemporáneo; jugó con el tiempo escénico y,
obsesionado por las estructuras, como buen ingeniero, las llevó hasta sus
últimas consecuencias.
Hablar
de mi padre en estos momentos resulta arriesgado: pasional, obnubilado por mi
admiración y amor por él –no sin antes haber pasado por cuestionamientos y
sentimientos encontrados–, pero no me queda más remedio que escribir, y exponer
mis sentimientos y pensamientos con todo lo subjetivos que son.
La
ausencia de Vicente Leñero, mi padre y de muchos otros, es un hueco
insustituible, a pesar de que “su obra queda para la posteridad” y a pesar del
lugar común que implica la frase. Pero, como me dijo mi maestro Luis de Tavira
al finalizar la ceremonia: él ya no nos hablará desde fuera porque ahora vive
en nosotros y habrá que dejar que su voz se exprese desde el interior.
Porque
Vicente Leñero es para las letras y el teatro mexicano una presencia, un
rompedor de estructuras, un hombre crítico de su sociedad que a través del
testimonio de su vida y su quehacer, sigue marcando, en nuestro país y nuestros
corazones, una ruta subversiva en el devenir.
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