Revista
Proceso
No. 1988, 6 de diciembre de 2014
Vicente Leñero,
mi amigo/JAVIER SICILIA
Para
las dos Estelas, Eugenia, Isabel y Mariana, por todo lo que lo amamos.
El
siguiente texto del poeta y colaborador de Proceso Javier Sicilia ahonda en una
relación tan entrañable como enriquecedora: la que mantuvieron él y Vicente
Leñero, con quien compartía la vida en letras y en misticismo. Católicos ambos
pero muy críticos de la institución clerical dogmática, autoritaria y corrupta,
transitaron ante todo por el camino de una amistad sincera y fraterna, justo
ahí donde se ponen a prueba virtudes humanas cruciales como la congruencia y el
verdadero amor al prójimo.
La
madrugada del lunes 1, uno de esos sueños vívidos como la realidad me tomó:
Llegaba a la casa familiar de Vicente Leñero. Desde mayo, en que un grupo de
amigos católicos nos reunimos en ella por última vez –lo hicimos cada dos meses
durante más de 15 años– no volví a verlo. La lucha con la enfermedad que se lo
llevaría había comenzado. La casa estaba repleta de gente. De entre la multitud
salió para verme. Estaba disminuido físicamente como la última vez que lo vi.
Sacó una hoja de libreta doblada y me la extendió: “Esta es mi despedida para
ti”. La multitud volvió a sitiarlo. Con la hoja en el bolsillo interior de mi
chamarra me dirigí hacia la puerta. Volví el rostro. Leñero estaba cercado por
un nutrido grupo de periodistas que lo interrogaba. Me miró por última vez. Su
mirada, al igual que la mía, era triste y a la vez llena de una profunda
intimidad. Salí. Cuando metí mi mano en la chamarra para tomar la carta
desperté. En la mañana, con la tristeza y el dolor que no ha dejado de poseerme
en los últimos cuatro años busqué en los noticiarios el anuncio de su
fallecimiento. No quería importunar a su familia con una llamada. No llegó. Me
llegaría dos días después, el miércoles 3, por voz de Rafael Rodríguez
Castañeda.
No
sé qué dirían los psicoanalistas y los psicólogos. Algún día lo conversaré con
Estela Franco y Mariana Leñero que saben de esas cosas. Pero yo tengo para mí
que Leñero, misteriosamente, haciéndose paso entre los laberintos de la agonía
con la fe que compartimos y nos unió, me visitó esa madrugada en sueños para
darme el adiós que nos debíamos. No leí la carta. La vigilia me aguardaba. Pero
sé qué decía. Lo revelaré al final.
Lo
conocí personalmente a inicios de los ochenta. Yo tenía 24 años, él, que ya era
Vicente Leñero, 47. Admiraba Los albañiles, Pueblo rechazado y El garabato que
había leído en la adolescencia; sus reportajes y entrevistas; su amistad con
Sergio Méndez Arceo, Iván Illich y Gregorio Lemercier, en cuyo monasterio
terminó de escribir Los albañiles; su lucha al lado de Julio Scherer para
mantener vivo el periodismo libre y su catolicismo, que defendió con un valor y
una dignidad poco comunes frente al desprecio de las élites intelectuales y los
católicos vergonzantes. Pero me desagradaba profundamente su Evangelio de Lucas
Gavilán. Mi misticismo no me había preparado entonces para gustarlo.
Aquel
día en que en el Departamento Editorial de la Dirección de Difusión Cultural de
la UNAM preparábamos un número sobre Teología de la Liberación para la extinta
revista Los Universitarios, me enviaron, junto con Graciela Carminati, a
entrevistarlo sobre esa novela. Con la soberbia de la juventud, la
inexperiencia y la imbecilidad, me senté frente a él. Encendí la grabadora y
lejos de entrevistarlo lo increpé. Aún recuerdo con vergüenza su desconcierto,
su bondad para responder a mis improperios y la forma en que me levanté y me
fui, dejándolo frente a la grabadora y una Graciela Carminati muy molesta que
hizo lo que yo debí haber hecho, la entrevista.
Leñero
me lo reprochó constantemente, pero nunca me dañó. Siempre habló bien de mí en
público y nunca se opuso, más bien alentó mi ingreso en el equipo de analistas
de Proceso. Cuando fundé la revista Ixtus, me concedió la entrevista que le
debía y no dejó nunca de comprar cada año suscripciones para él y otras
personas.
Un
domingo, después de muchos años, a mediados de la década de los noventa, lo
encontré al lado de Estela Franco en la capilla de las Carmelitas en Cuernavaca,
donde habían comprado una casa de campo. Al salir de misa me llamó. Me acerqué
con vergüenza. Nunca desde aquel incidente, y aunque muchas veces los vi en el
Altillo donde, cuando aún vivía en México, iba a oír misa, me acerqué a él para
ofrecerle una disculpa. Me saludó con afabilidad y me presentó a Estela. Habían
leído mi novela El Bautista y querían que nos reuniéramos a conversar sobre la
fe. Mi vergüenza se volvió más densa, pero acepté. Tiempo después le ofrecería
las disculpas que le debía y que su amor, su fidelidad al Evangelio, perdonó
desde el principio. Llamamos a Ignacio Solares y en una reunión en su casa de
Cuernavaca surgió ese grupo de católicos –Ignacio Solares, Myrna Ortega,
Francisco Prieto, Alicia Molina, Socorro Ortega; después, Eduardo Garza, Analú
del Valle Prieto e Isolda Osorio– que desde entonces, hasta su muerte, nos
reuniríamos cada dos meses para comer y compartir la fe. El tema era Dios y
nuestro común catolicismo. Hablábamos de la Iglesia, de cuyo rostro
institucional Vicente era un crítico feroz e implacable –testimonio de ello son
su Evangelio de Lucas Gavilán, Pueblo rechazado y El padre Amaro–, de la
Gracia, de la resurrección, de la encarnación, del Evangelio y sus múltiples
caminos, del oficio del escritor frente a la fe, del mal, de la enfermedad y de
la muerte.
La
formación teológica de Vicente, como su formación literaria, era impresionante.
Pocas veces él y yo estábamos de acuerdo. Nadie podía ser más antitético en el
mismo oficio de escritor y en la misma fe que él y yo. Pero nadie, quizá por lo
mismo, podía iluminarse más que dos seres así abiertos a la escucha del otro.
Vicente, como buen ingeniero y periodista, gustaba de los hechos. “Un gran
narrador –decía– narra hechos, nunca interpreta. Es la objetividad del hecho
que narra el que abre mil vías al pensamiento”. Yo, como poeta tocado por la
mística, gustaba de la imagen, de la metáfora, de los abismos espirituales que
sólo pueden decirse mediante la metáfora y la introspección. Él amaba por lo
mismo el Evangelio de San Marcos: escueto y preciso, como su prosa –“Es el
periodista del Evangelio”, nos decía”. Yo, en cambio, el Evangelio de San Juan
–“pura poesía e interpretación”, me objetaba. Pese a eso o mejor, por ello
mismo, aprendí mucho de él. Su racionalismo teológico, abrevado en la tradición
protestante de Bultmann y de Karl Barth y su teología liberacionista, que le
venía más del belga Schillebeebeckx que del peruano Gutiérrez, pulida por la
lucidez del escritor y el crítico, me hizo descubrir al Jesús narrador. “Jesús
–me decía– es un narrador espléndido. Su doctrina está hecha de cuentos que no
tienen una dirección unívoca. Están hechos para desconcertarnos, para hacernos
pensar, para no anquilosarnos en la univocidad doctrinal”. Esa mirada le hizo recopilar
todas las parábolas del Evangelio y publicarlas sin la interpretación de los
Evangelistas en un hermoso libro, Parábolas, el arte narrativo de Jesús de
Nazaret. Me enseñó también que la resurrección podía leerse como el
descubrimiento de Cristo en el prójimo: “El Cristo resucitado es el que está a
tu lado, tú prójimo”. Donde nuestras diferencias eran irreconciliables era en
su optimismo histórico que le venía de Teilhard de Chardin y de la Teología de
la Liberación.
A
pesar de sus reticencias hacia la poesía, la leía con asombro. Nunca, fuera de
mi padre, conocí a nadie que supiera tantos poemas de memoria como Vicente;
varias veces lo escuché decirlos en voz alta y no agotar su repertorio. A pesar
de su prudencia frente al misticismo –“Jamás he tenido”, nos decía a Estela, a
mí y a Solares, “una experiencia espiritual como la que narran ustedes y los
místicos. A mí Dios nunca me ha hablado. Me dan mucha envidia”–, su fe era
absoluta y, estoy seguro, había tenido experiencias que su racionalismo y su
amor por el hecho objetivo distanciaba. Cuando, por fin, hacia los últimos años
de su vida, se acercó a la mística, no lo hizo por el lado de San Juan de la
Cruz ni de Santa Teresa; mucho menos del de los flamencos y alemanes que los
antecedieron. Lo hizo, en cambio, a través de Willigis Jäger, monje benedictino
alemán, influido profundamente por el budismo zen y su libro La ola es el mar,
que nos regaló a todos en una comida. Sospecho que la mística de Jäger,
ecuménica y ajena a una doctrina ideológica, casaba muy bien con su visión no
ideologizada y anticlerical del Evangelio. Ese contacto con la mística lo llevó
a escribir, a solicitud de los Misioneros del Espíritu Santo, un guión
cinematográfico basado en la biografía que escribí sobre una de las más altas
místicas mexicanas, Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo. Recuerdo
que lo que más lo desvelaba era la escena donde Concha tiene la visión que
condensa su espiritualidad. Después de muchos diálogos y meditaciones la
encontró: una escena espléndida, que sólo Vicente Leñero podía haber concebido
y escrito, una escena donde la realidad objetiva y cotidiana de un hecho común,
el vuelo de unas palomas, revela la dimensión inmensa e indecible del espíritu.
Ese guión –la única de sus obras donde Vicente habla de su acercamiento a la
mística–, es una joya que corona su quehacer de escritor. Los Misioneros del
Espíritu Santo y la tradición católica mexicana tienen una deuda inmensa con
él: filmarlo.
En
ese periodo abrimos un nuevo diálogo. Esta vez con Julio Scherer. Fue a raíz de
una comida en Proceso. Allí le pedí a don Julio que me diera una entrevista
para la revista Conspiratio, continuación de Ixtus. “No se la daré –me dijo–.
Nunca se la he dado a nadie. Recuerde que yo soy el que entrevisto”. Vicente se
volvió hacia él. “Está bien, Julio, no se la des. Hagamos algo mejor.
Reunámonos una vez cada 15 días tú, Javier, Enrique Maza y yo a hablar sobre la
muerte. Tú, yo y Enrique estamos a punto de irnos. Hablemos sobre ella”. Don
Julio aceptó. Cada 15 días, en la sala de juntas de Proceso, a las siete de la
noche, nos reuníamos. El padre Maza dejó de ir a causa de su enfermedad. Un día
antes de la primera reunión, Vicente me llamó por teléfono. Fiel a su amor por
el periodismo, la verdad y la memoria, me dijo: “Llévate una grabadora, te la
escondes y nos grabas”. Lo hice. Un día, don Julio me descubrió. Me sacó la
grabadora de la chamarra. Me miró con severidad y me espetó a la cara: “Es
usted un cabrón”. La sacó de la habitación y, como si nada hubiese sucedido, se
sentó de nuevo y retomó el diálogo. Sentado con los dos frente al abismo, casi
no hablaba. Me limitaba a escuchar el diálogo que ambos sostenían, a preguntar
y a deslizar algún argumento para destrabar un nudo y generar una provocación.
Era fascinante ver y escuchar a esos dos amigos tan distintos, tan
irreconciliables y tan necesarios uno al otro sondear los abismos de la muerte.
La fe de Leñero en la otra vida era absoluta, perentoria, argumentativa: “No le
temo a la muerte, Julio. Para mí está clara. Le temo al dolor”. El agnosticismo
de don Julio provocador y rebelde: “Yo tampoco le temo, Vicente, pero su
desenlace me vale madre. Voy a pelear contra ella. Por eso sigo escribiendo.
Para no morir”. Algún día transcribiré esos diálogos y los publicaré.
El
asesinato de mi hijo Juanelo los interrumpió. Vicente y don Julio estuvieron
conmigo íntima, profundamente. Ellos, junto con Proceso, habían pagado el
funeral antes de mi llegada de Filipinas. Pero ya nunca más volvimos a
reunirnos. La muerte había llegado brutal, sórdida, indecible.
Durante
la marcha que realicé con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad
hacia el Zócalo de la Ciudad de México, Vicente, junto con su familia, me
aguardó en Bellas Artes. Abriéndose trabajosamente paso entre la multitud, como
en mi sueño, llegó
hasta mí y se enganchó a mi
brazo. Me sentí aliviado. “Vine a caminar contigo un rato. Te has convertido en
tu Bautista –me dijo en alusión a mi novela–. ¿Qué vas a hacer?”. “Voy a hablar
fuerte –le respondí–, pero tú ven conmigo, acompáñame, sube conmigo al
templete; te necesito”. Vicente, que, a pesar de escribir para el teatro y el
cine, de haber sido un gran reportero, cuya escuela había calado hondo no sólo
en el mundo del periodismo sino en la concepción misma que tenía de la novela,
nunca había soportado para sí las muchedumbres, los espacios demasiados
públicos, la dura visibilidad, me sonrió con esa dulce sonrisa que usaba para
disculparse y, detrás de ella, pronunció un rotundo: “No… sólo vine a abrazarte,
a caminar un rato contigo y a decirte que, aunque no me veas, aquí estoy”. “No
me dejes –insistí, mirando casi encima de él las arrugas de sus párpados y la
conmoción de su rostro–; ven conmigo, Vicente”. Volvió a sonreír. Avanzó un
rato más a mi lado lenta y trabajosamente. De súbito me abrazó y, como había
llegado, desa-pareció abriéndose paso entre la muchedumbre.-
No
volví a verlo hasta las reuniones del año pasado a las que pude por fin
reincorporarme. Nuestro último encuentro fue en mayo. Profundamente fiel a sí
mismo, libre de espíritu, honesto hasta la ejemplaridad, uno sentía junto a él
el orgullo de ser hombre y profesar el Evangelio en un México roto. Amigos como
él nos redimen de la espantosa sensación de la desesperanza. Su muerte, que me
deja un poco más vacío, más solo, más triste en medio de esta noche atroz que
parece interminable, me deja también una señal, la carta de despedida que me
entregó en el sueño de hace unos días. No es larga, pero sí sustanciosa. Dice:
“Hasta pronto, Javier querido. Voy a donde está Juanelo, al amor del Padre a
donde te esperamos. No desesperes. Sigue luchando. Nosotros teníamos razón
contra la noche y la muerte”.
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