Revista
Proceso
No. 1988, 6 de diciembre de 2014
El
periodismo no está para resolver las crisis; está para decirlas*/VICENTE
LEÑERO
Hace
20 años Vicente Leñero recibió el Premio Manuel Buendía a la Trayectoria
Periodística 1994, en una ceremonia efectuada el 30 de mayo en el Paraninfo de
la Universidad de Guadalajara. Como maestro que era, el subdirector de Proceso
dio en su intervención esta lección de periodismo:
El
periodismo es trabajo sinfónico de equipo, es la búsqueda necia, emprendida
entre todos los que forman un grupo, por desatar los nudos del mundo que
vivimos. No es tarea individual, ni jamás el desplante inspirado que produce de
pronto una obra redonda –como sucede a veces en el arte– para ponerse luego a
dormir en laureles. Tampoco es cosa de sentarse a afinar durante meses un
trabajo reporteril: a pulirlo y acabarlo hasta el punto final que nos entrega a
la satisfacción o al sueño de que ahí quedó fijado para siempre. ¡Qué va!
El
quehacer periodístico es talacha de urgencias, neurosis de presente, pasión por
el instante que nos parece eterno a la hora de dar con la noticia y atrapar el
secreto de un gran descubrimiento, pero que se diluye pronto, apenas lo
entregamos a la voracidad de esa vida que nunca se detiene y que se traga todo:
los hechos, las palabras de un hombre entrevistado, el llanto por un grande que
se muere, la situación insólita de ahorita que mañana ya a nadie le sorprende.
Todos
sabemos: la noticia de hoy sólo dura este día; se volverá envoltorio al otro, o
trapo para vidrios, o cenizas o basura. También el reportaje se muere con todo
y sus palabras calientes por más que lo soñábamos una novela clásica. Y hasta
esa audaz portada de la revista semanaria que repensamos tanto y que dijimos
órale, se va quedando atrás al poco rato sepultada entre otras, y otras, y
otras cien enfiladas por la banda sin fin, inalcanzable, del quehacer
periodístico. Como obra individual, poco queda intocado que importe a lo que
importa el periodismo, que es el registro del instante. Lo que importa si acaso
–e importa mucho, la verdad– es el camino, la voluntad constante, el fatigoso
ir descubriendo durante años, paso a paso, noticia tras noticia, reportaje
sumado a reportajes, columnas, entrevistas, la cambiante manera en que la
realidad presenta sus conflictos, problemas, contradicciones, signos. No está
llamado el periodismo a resolver las crisis –qué falacia–; está llamado a
decirlas, a registrar su peso, a gritar qué se esconde, qué se oculta o simula,
cómo duele la llaga, por qué y cómo y a qué horas, desde cuándo y por dónde se
manifiesta el yugo que oprime esta vida social. Más que ir en busca de la
verdad, como suele decirse cayendo en el gazapo filosófico, lo que sale a
buscar el periodismo, de momento a momento, es la profunda entraña, el
desgarrado cuerpo de nuestra realidad. Ese es el objetivo: la realidad a secas.
Monda y lironda. Desnudita y completa, lo mejor que podamos fotografiarla a
punta de noticias, de indagar lo que saben los que saben, de testimonios y
documentos y pareceres sustantivos, de pregunta metiche y cuchillo que punza
donde duele porque algo hay si eso sangra. La realidad.
No
es tarea para sueños de permanencia histórica, ni vocación de quienes buscan
celebridad eterna. Es oficio de hombres actualísimos que a dentelladas muerden
el presente y se mueren con él. Como el teatro, que vive y se consume en el
lapso que dura cada función, el quehacer periodístico es por definición
efímero. Y grandioso, si vale la palabra, tal vez por eso mismo: por su
fugacidad. De un trancazo directo el reportero con su noticia de hoy, y mañana
ya es otra la exigencia: otra noticia, otro trancazo, otra vuelta a indagar y a
buscar y a descubrir miserias y grandezas. No hay descanso ni gloria
permanente. Hay exigencia de humildad, de aceptar con modestia la pequeñez
humana ante lo inmenso que nos resulta siempre el monstruo inabarcable de la
maldita realidad.
Pero
hay camino, trayecto en la secuencia, y el periodismo a veces se nos convierte
en causa. La causa de una larga faena vivida y trabajada en lo común. Nadie
está solo haciendo periodismo. A nadie deslumbra el brillo de las estrellas
solitarias. Esa fe ya pasó. Otra vez, como en el teatro, el periodismo se
ejerce en colectivo. Entre pocos o muchos o muchísimos se construye un
periódico, se hace surgir una revista que se arraiga y se expande con el tiempo
sólo por gracia de la pasión común. Y la causa que habita en ese cuerpo
múltiple es la chispa que logra entreverarnos en un destino largo, más allá de
la vida y el proyecto individual de cada quien. Eso sí permanece: el espíritu
en grupo como manera de trabajar a diario sin volver hacia atrás: la vocación por
lo inmediato de todo periodista nos dispensa de errores cometidos en el papel
de ayer que se volvió basura y nos impulsa a fuerza, inevitablemente, a seguir
trabajando en vistas al futuro cercano que es el día de mañana o la semana
próxima. No más allá. No hay modo de averiguar qué pasará después. Que no le
pidan, por Dios, al periodista visiones de profeta. Él vive el día de hoy, y
ese lapso pequeño es su parcela, su religión, su centro, y se acabó.
Subrayo,
el periodismo es trabajo sinfónico de equipo, es causa colectiva de quienes
juntos intentan escarbar más a fondo, más a fondo, las entrañas hondísimas,
sensacionales siempre, de nuestra oscura realidad.
Eso
quiero decir, entre obviedades y reiteraciones, hoy que me fuerzo a recibir en
mi Guadalajara un distintivo que me rebasa en todo lo que soy. La vida me
obligó a ser periodista, y el periodismo me entregó una vida que comparto entre
todos los que hacen más vida esta vida que vivo: mi mujer y mis hijas, mis
compañeros amigos de trabajo y mi jefe: más hermano que jefe, pero ni modo:
corazón de mi pequeña historia periodística. l
*
Texto publicado en la edición 918 de Proceso (6 de junio de 1994).
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