Publicado en ABC
| 20 de diciembre de 2014
Hace
casi diez años, un periodista inglés publicó un libro («El presidente, el Papa
y la primera ministra») que seguía el curso de las vidas paralelas de Ronald
Reagan, Juan Pablo II y Margaret Thatcher, y examinaba la profunda influencia
que este trío de líderes había tenido en el acontecimiento más importante de la
segunda mitad del siglo XX: el desmoronamiento de la Unión Soviética y la
liberación de la decena de países europeos que habían vivido varias décadas
bajo dictaduras comunistas.
Otro
Papa y otro presidente norteamericano han vuelto a ser noticia en relación con
una de las dos últimas dictaduras comunistas que quedan en el planeta, la de la
familia Castro en Cuba. No se trata, por supuesto, de comparar el final de la guerra
fría con el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y los
Estados Unidos después de medio siglo de hostilidad implacable. El proceso cuyo
símbolo es la caída del muro de Berlín tuvo repercusiones planetarias y una
relevancia histórica de primera magnitud. En cambio, las declaraciones
simultáneas de Barack Obama y de Raúl Castro no pasan, por el momento, de ser
un hecho notable en el ámbito del continente americano. Es cierto que el eco de
la noticia se oye con especial fuerza en nuestro país, lo que en parte se debe
a la extraña y nunca del todo explicada fascinación que el régimen cubano ha
ejercido sobre un amplio sector de la izquierda española.
Hay,
sin embargo, en este acercamiento de Cuba y Estados Unidos algunos elementos
que merecen una reflexión más detenida. Uno de ellos es la mediación del Papa
Francisco I. La historia de los arbitrajes pontificios en América es muy larga:
unos meses después del descubrimiento del nuevo continente, una bula papal fijó
la línea que serviría para dividirlo entre españoles y portugueses. En
realidad, aquella bula fue todavía emitida en ejercicio de la función de
árbitro natural y garante de la armonía entre los príncipes cristianos que al
Sumo Pontífice correspondía en la Europa medieval. Muy poco tiempo después, el
desafío de Lutero rompió la unidad espiritual de la cristiandad y el Papa dejó
de tener la posición «super reges et regna», sobre los reyes y los reinos, que
durante tantos siglos había ocupado. Pero si Lutero triunfó y Roma perdió aquella
supremacía fue porque con frecuencia el Papa olvidaba la naturaleza espiritual
de su misión y se convertía en un gobernante secular más de los que pugnaban
por el poder en Europa.
Tras
el Concilio Vaticano II, el pontificado adquirió una renovada influencia
espiritual en materia política, que Juan Pablo II ejerció con especial vigor y
que ahora corresponde a Francisco I. Así lo reconoció Barack Obama en la visita
que hizo al Vaticano en marzo pasado. «La suya es una voz que el mundo debe
escuchar», dijo el presidente norteamericano. Y añadió que la autoridad moral
del Papa hacía que sus palabras contaran: «Con una sola frase, él puede
focalizar la atención del planeta». En el fondo, esta situación no es sino un
éxito más, ahora a escala internacional, de la aplicación del principio que con
tanta valentía defendieron Montalembert y otros católicos liberales en el siglo
XIX: la iglesia libre en el estado libre. El Concilio Vaticano II vino a
aceptar sin reservas los fundamentos de la democracia, a romper los últimos
vínculos de la Iglesia Católica con el poder político y a renovar así su
autoridad en asuntos seculares.
¿Será
este acercamiento del régimen castrista a Estados Unidos el primer paso de una
transición a la democracia en Cuba? En abril de 2005, inmediatamente antes de
la elección de Benedicto XVI, escribí en estas páginas lo que transcribo a
continuación, no sin antes rogar al lector que me perdone si parece que presumo
de clarividente: «Un Papa latinoamericano sería un formidable profesor de libertad
para nuestra parte del nuevo continente».
Bien
podría la roca de Pedr o a ca bar tr i unf a ndo donde f ra ca s ó l a Si e r
ra Maestra. Piensen quienes lean esto con escepticismo que, en su largo camino
a través del socialismo, la Europa del Este dio lugar a un hombre nuevo que
contribuyó decisivamente a liberar el continente. Pero no fue un Prometeo que
enarbolara la antorcha del materialismo histórico, sino un hombre enviado por
Dios que se llamaba Juan: o, si se prefiere, «Karol». Ahora tengo la convicción
de que la influencia de Francisco I será clave para traer la democracia a Cuba.
El comandante Raúl Castro puede desempeñar en esta transición un papel
positivo, quizá semejante al que correspondió al general Jaruzelski en Polonia
durante los años 1989 y 1990. Para ello le bastará con seguir el viento de la
historia y dejar que la Sierra Maestra vuelva al ámbito de la orografía, del
que nunca debió salir.
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