Un
suspiro, más que un estallido/Kenneth Weisbrode, escritor e historiador.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa.
La
Vanguardia | 20 de diciembre de 2014
Es
uno de los finales de partida más largos de la historia reciente. Año tras año,
década tras década, se ha pronosticado que Cuba y EE.UU. recuperarían el
sentido común y finalizarían su inexplicable enemistad. La gente más sensata
pronosticó que ello tendría lugar de modo razonable, como según parece ha sido.
Otros, una poderosa minoría en ambas partes, se figuró que pasaría algo mucho
más aparatoso, de una exitosa propagación de la revolución a tres continentes
a, en el extremo opuesto, la desaparición de los hermanos Castro del poder.
Bueno,
lo primero nunca ha sucedido en tanto que lo segundo es posible que suceda pero
de manera no tan espectacular. El asunto trae a la memoria dos anécdotas, tal
vez apócrifas. La primera es el relato popular de que entre sus numerosos
modelos de conducta, el favorito de Castro era Francisco Franco. No deja, desde
luego, el mejor sabor de boca. Sin embargo, se rumoreó durante mucho tiempo que
Fidel había estudiado los modos y maneras de su colega gallego, sobre todo la
forma de aferrarse al poder durante tanto tiempo y el fallecimiento en la cama,
como por lo visto sucederá en el caso de Fidel.
El problema, en el caso de
Fidel –y de quienes gustan de referir tal relato–, es que no hay ningún rey en
Cuba. Por un momento, pareció que Fidel había elegido al papa Juan Pablo II
como modelo para desempeñar este papel, pero el Papa le eclipsó en su propio
terreno. En este caso, es posible que el Papa actual haya tenido un papel en
este último acercamiento. Pero Fidel recurrió al único candidato claro para
desempeñar el papel de figura de la transición: su propio hermano.
El
otro caso es el de un político chileno conservador que visitó Cuba en busca de
tratamiento médico para su hijo enfermo. La noche de su llegada, ya muy tarde,
la puerta se abrió de golpe y entró Fidel, que inmediatamente quiso saber:
“¿Cómo lo hizo Pinochet?”.
Desconozco
si tales anécdotas son ciertas, pero se han dicho tantas veces en Washington
que es acertado pensar que surtieron efecto en ciertas mentes. Es decir, al
final un sector predominante de estadounidenses, y no sólo las autoridades,
pensó que después de todas estas décadas, el pueblo cubano, pese a sus apuros y
estrecheces, no iba levantarse en masa contra su Gobierno y que la presión del
embargo estadounidense, etcétera, no iba a hacer el trabajo por ellos. Y que
cualquier cambio importante en Cuba, si llegaba a tener lugar, sería gradual,
probablemente no violento y, dadas las analogías antes mencionadas, incluso no
ideológico. La base y justificación de la política estadounidense, como mucha
gente ha señalado durante mucho tiempo, era de orden interno. Se trataba de
saber cuántos votos necesitaban los políticos en algunos distritos, sobre todo
en Florida y Nueva Jersey, donde se precisaba una defensa incondicional del
embargo y una denuncia del castrismo, o así se explicaba la cuestión.
Esta
circunstancia ha acabado en la papelera de la historia. Los políticos de
Florida y Nueva Jersey ya no oponen el veto a esta concreta relación bilateral,
al menos en la Administración Obama. Por fin, según parece, al menos en EE.UU.,
se han impuesto las mentes más sensatas.
El
resto es teoría. Nadie puede estar seguro de que la normalización de las
relaciones bilaterales –que no incluyen todavía un levantamiento del embargo,
cuestión que compete al Congreso– conduzca automáticamente a una mayor
liberalización en Cuba. Esa no es la cuestión, según Obama. Más bien se trata
de que disponemos de una buena señal en el sentido de que la opuesta línea dura
no dará el resultado que pretendía, aparte de contentar al electorado interno
que apremiaba a ir en tal dirección. Por ello, ¿por qué no tener una relación
bilateral normal como cualquier otra? Como mínimo, Obama parece presentar una
actitud propia de un estadista.
La
otra teoría es que el proceso de normalización logrará que los asuntos
discurran normalmente entre Estados Unidos y Cuba. Cuenten conmigo a propósito
de una postura más bien escéptica sobre el particular. Los cubanos y los
estadounidenses son la gente más práctica que conozco. Tengo escasas dudas de
que, tan pronto como les sea posible, vayan a hacer todo lo que puedan para
construir vínculos saludables y vigorosos que cualesquiera vecinos deben tener.
Pero hemos de recordar también que la extraña relación entre Cuba y EE.UU. no
comenzó en 1961 con la ruptura oficial o en 1959 con la revolución cubana, sino
mucho antes; de hecho, desde que se produjeron algunas de sus interacciones
iniciales a lo largo del siglo XIX. Los estadounidenses no pudieron nunca
determinar si Cuba iba o no a someterse a su poder, mercados e influencia, y
los cubanos nunca pudieron determinar cómo sentirse, ni ser de hecho,
independientes y soberanos viviendo de manera tan próxima a EE.UU. El proceso
de normalización puede coger por sorpresa a mucha gente, en algunos casos y
momentos si se acelera más rápidamente de lo que cualquiera había imaginado y,
en otros casos, con más trabas y quebraderos de cabeza.
En
consecuencia, un brindis por el pragmatismo conserva toda su vigencia. No
obstante, el final de partida, si tal cosa puede llamarse un juego, no ha
llegado a su fin. Tan sólo puede haber comenzado.
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