El
País | 21 de noviembre
Hay
en Berlín un parque, el Tempelhofer Feld, que se ha convertido en uno de los
espacios públicos más bellos de la ciudad, un repentino e inmenso claro donde
el cielo adquiere una cercanía y una profundidad intimidantes que recuerda a un
témenos, el espacio sagrado que en la antigua Grecia se abría en los bosques y
se consagraba a una divinidad, origen de los templos. Es en realidad el viejo
aeropuerto de Tempelhof, que cerró en 2008 y que ha sido ganado por la
ciudadanía, en contra de la especulación inmobiliaria, como lugar común de
recreo. La entrada es libre y uno puede ahora pasear o ir en bicicleta por las
viejas pistas. Se ven parejas con niños, solitarios patinadores. En una de las
parcelas de tierra se están empezando a cultivar pequeños y privados jardines.
Hay un lugar para observar aves y otro para desfogar perros. En uno de los
costados han abierto un discreto Biergarten, camuflado por el espeso follaje de
los árboles. Al atravesar pedaleando, el aire restalla con la furia olvidada de
lo salvaje.
Bajo
su apariencia arcádica, el lugar está, como dicen los alemanes,
geschichtsträchtig, preñado de historia. A principios de los años treinta, el
primitivo aeropuerto fue remodelado por Ernst Sagebiel, bajo la supervisión de
Albert Speer, el arquitecto de Hitler. Llegó a ser uno de los edificios más
grandes del mundo, la puerta de entrada al sueño megalómano de la Germania
nazi. Entre 1933 y 1934 hubo allí una cárcel de la Gestapo y entre 1934 y 1936
un campo de concentración. Durante la guerra, albergó también un importante
campo de trabajos forzados, donde muchos deportados, sobre todo judíos polacos,
reparaban maquinaria de aviación.
El
inocente paseo por el parque, si uno cobra conciencia de todo ello, puede
convertirse en una meditación sobre la historia de Europa. Ser europeo consiste
sobre todo en atreverse a mantener una relación constante y viva con un legado
político y cultural. Quizá la mía sea la primera generación de españoles que ha
tenido el privilegio de gozar de Europa como un espacio sin fronteras, como una
comunidad supranacional en la que hemos podido librarnos al fin de nuestros
propios mitos nacionales. Pero todo eso vuelve a estar ahora en peligro. En primer
lugar, por los propios errores en la construcción de la Unión Europea, que en
muchos aspectos está cada vez más alejada de la idea de Europa, siempre
fugitiva y proteica. La obsesión por la moneda común ha descuidado la
integración política y ha disimulado la dudosa legitimidad democrática del
Tratado Constitucional. Apenas se han hecho esfuerzos por consolidar
pedagógicamente los vínculos culturales —en el arte, la literatura y la
filosofía— de los europeos, que constituyen una ciudadanía mundial gracias
precisamente a una tradición que solo respira cuando se la reconoce, más allá
del confortable turismo de museo, como han logrado hacer, por ejemplo, V. S.
Naipaul desde Trinidad o J. M. Coetzee desde Sudáfrica.
Del
otro lado, la crisis económica ha espoleado una insurrección popular,
pretendidamente de izquierdas, que se caracteriza por la improvisación, la
ignorancia y la superficialidad y que confunde las reivindicaciones sociales
con el nacionalismo y la xenofobia, acercándose a los postulados de la
ultraderecha. Basta escuchar a la ridícula Carme Forcadell, nueva presidenta
del Parlamento catalán, que discrimina entre verdaderos y falsos catalanes
según su filiación política. Hay que negarse a aceptar que Europa acabe en un
estado residual, paralizada entre la burocracia y la protesta callejera. En los
primeros años de su exilio en Estados Unidos, Hannah Arendt no podía
relacionarse con personas que no pertenecieran a su círculo de emigrados, por
miedo a perder los restos de su Heimat, de la patria europea que había sido
destruida y que su maestro, Karl Jaspers, había definido una vez como un lugar
donde uno comprende y es entendido.
Berlín
es probablemente hoy en día la ciudad más viva de toda Europa, porque tiene
cerca su pasado y sabe contar su historia, sin sofocar con ello la efusión del
presente. El triunfo en las elecciones polacas de un partido ultranacionalista
y antieuropeo es una de las primeras y más alarmantes respuestas a la crisis de
los refugiados. Y una prueba de que la mayoría de ciudadanos sufre en ese país
un vergonzoso ataque de amnesia. En Alemania, la llegada de refugiados no está
exenta de tensiones y rebrotes totalitarios, pero al menos se está imponiendo
una actitud cívica que es fruto del recuerdo y la reflexión. Hace pocas semanas
que los viejos hangares del Tempelhofer Feld han empezado a cobijar a
centenares de fugitivos sirios.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario