Revista
Proceso
# 2038, 21 de noviembre de 2015-
Elogio
de los lectores/FABRIZIO
MEJÍA MADRID
Hace
algunos años un reconocido conferencista habló sobre su trabajo como escritor
de esta forma:
–Los
autores que cito son los que me gustan, aunque hay autores que cito porque son
indispensables, aunque no me gusten.
A
la hora de las preguntas, una entusiasta mujer alzó la mano desesperada. Su
intervención sembró una glaciación:
–Una
duda, señor escritor: ¿Cuáles son los “autores quesito”?
Varios
datos de la más reciente Encuesta Nacional de Lectura me han recordado ese
momento del prodigio de los malentendidos. La buena noticia es que los
mexicanos leemos 5.3 libros más que el Presidente de la República. Pero lo
prodigioso es que, en el informe de hace dos años, leíamos 2.9 libros al año
–el .9, supongo, se debía a que nadie revisaba la bibliografía–, es decir, 2.4
menos de eso a lo que la encuesta llama “libro”. Los malentendidos comienzan
cuando el mismo sondeo de, no se sabe, si 5 mil 845 o 5 mil 839 –suponemos que
de entre los lectores encuestados hay seis que ya emigraron a los EU– asegura
que el 45 % no comprende lo que lee. Cuando vemos qué libros han leído en el
último año, resulta que, entre los primeros seis, no hay tratados de filosofía,
ni de matemáticas, sino cosas como 50 sombras de Grey, Crepúsculo y Juventud en
éxtasis.
–¿Qué
partes de esos clásicos instantáneos no entendió casi la mitad de sus lectores?
–pregunta el ciudadano tan consciente que hasta lee las encuestas.
Respuesta
del gran encuestador que ya le cobró al gobierno:
–Pus,
yo creo que vienen siendo los autores “quesito”.
En
las cifras oficiales de cuánto leemos los mexicanos hay un trasfondo
patriótico. Si bien los finlandeses leen 47 libros al año, los latinoamericanos
–Argentina, Brasil y Colombia– andan hojeando de dos a cuatro. No nos
comparemos con esa pobre gente casi albina que lee novelas de asesinos en
serie, en medio de una tormenta de nieve y a la luz de las velas –allá también,
como acá, se les va la luz, como argumenta la CFE, “porque hace mucho aire”.
Hay que cotejarnos, más bien, con nuestros hermanos que prefieren ver
telenovelas mientras mueven las caderas al ritmo de los comerciales. Para los
latinoamericanos, contestar una encuesta revela menos lo que creemos que lo que
queremos ser. Sólo así me explico que el primer lugar del libro más
recientemente leído por los mexicanos del 2015 sea para la Biblia. Desearíamos
pasar por devotos antes que por unos frívolos que se divierten con las
aventuras del Quijote. Leer la Biblia es lo que todo católico debe hacer y
hacerlo es, en más de un sentido, contestar la encuesta con lo que se supone
nos hace quedar bien. ¿Qué libro más de consenso hay en un país en que las
fiestas religiosas son ya sólo para sacar la pata de elefante Bacardí y tirar
cuetes? Seguramente el 90% de los encuestados tiene una réplica de la última
cena en sus comedores. Aparecen también, como de reciente lectura –se pregunta
por “el último” – El Principito y Cien años de soledad, no precisamente
novedades editoriales. Suponemos que la antigüedad de esas obras no se riñe con
lo reciente, como en la historia del peruano y el español que a continuación
contaré. Resulta que un amigo español se sube a un taxi en el aeropuerto de
Lima. Siente la mirada del conductor, un indio peruano, reflejada en el
retrovisor. Unos minutos después del asedio ocular, el taxista le pregunta al
pasajero extranjero:
–¿Es
usted español?
–Sí,
tío, que lo soy.
–¿Y
no le da vergüenza venir aquí después de lo que le hicieron a los incas?
–Hombre,
tío, eso fue hace más de 500 años –responde el español.
–Sí,
fue hace mucho –aclara el taxista– pero yo me acabo de enterar.
Pero
sigamos adelante. Si bien la encuesta nos deja bien parados como mexicanos en
contraste con el resto del subcontinente, también dice que el 42% de los
mexicanos no ha entrado a una librería en su vida y, de los que sí, 60% no ha
repetido la experiencia traumática en los últimos cuatro años. Suponemos que se
debe a la imborrable lesión emocional que les dejó el “librero” de esta nueva
generación que, en vez de buscar en los anaqueles, teclea en su computadora el
libro que buscas con faltas de ortografía, dedazos, erratas, y te asegura, sin
dudarlo:
–O
traes mal el título, amigo, o ya está agotado.
Al
posible comprador se le nubla el ánimo justo cuando el FCE se convierte en la
CFE. Si fuera lector encuestado por la autoridad cultural, yo tampoco volvería
a una librería en cuatro años. No para que abusaran de mí, otra vez, los
“libreros quesito”, que te miran como si hubieras preguntado por una antología
de poesía pederasta mientras insisten en llamarte “amigo”.
El
asunto quizás más milagroso de la encuesta es que no hay forma de empatar la
cifra de libros leídos con la de un 60% que confiesa no haber comprado ni un
volumen en el último año. O se la pasan releyendo 50 Sombras de Grey hasta
recitarlo dormidos o hay una minoría eufórica que, por sí misma y a riesgo de
sus retinas, eleva nuestro nivel de lectura para la OCDE. No lo entiendo. Pero,
claro, los prodigios no se comprenden, sólo se alaban.
Hay
uno de esos prodigios que se mantiene constante y no necesita de las encuestas
y es el del malentendido entre autores y lectores. Finalmente, cuando lo
hablado y escrito llegan a los ojos y oídos de un interlocutor, la literatura
será siempre “hasta lo que no quiso decir su autor”. En las ferias públicas
–que la encuesta minimiza hasta dejarlas en un 18.6 como lugares para adquirir
libros– he encontrado lectores entusiastas, con nuevas lecturas y miradas
disparatadas. Los lectores siempre serán preferibles a los reporteros
culturales que casi siempre empiezan sus entrevistas con el consabido:
–¿Me
puede resumir lo que viene siendo su libro?
–¿No
lo leíste? –les pregunta uno azorado.
–Es
que el jefe de redacción se los lleva a su casa.
Más
allá de la miseria de nuestra redacción, lo nuevo se engolosina en el instante
en que un lector y un autor se encuentran –siendo el lector, también, un autor
de tus propias líneas– y hace del juego fantasmal de escribir algo un poco más
entretenido. Todavía recuerdo al chico que se me acercó sigiloso en una
presentación de una novela y me susurró al oído:
–Encontré
la trama oculta en sus libros.
–¿Trama
oculta? –le respondí–. Si ya batallo lo suficiente para que tengan trama
evidente.
–No
se haga, yo la encontré y se la voy a decir a todos.
Hasta
la fecha al chico no se ha vuelto a manifestar. Pero no siempre el intercambio
es tan ideal. En la pasada feria del libro a la que asistí, una estudiante se
me acercó para sacarse una foto con “los escritores”. Le pregunté si leía.
–Mucho
–me contestó.
–¿Y
qué lees? –le hice la charla.
–Twitter
–sonrió orgullosa. L
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