No
en el nombre de Alá/ Carme Riera
La
Vanguardia | 22 de noviembre de 2015
Acostumbrada
por mi trabajo de profesora, desde hace por lo menos cuatro décadas, a tratar
con gente joven y a observar su manera de ser y estar en el mundo, no me
resulta difícil, por muy monstruoso que parezca, entender el comportamiento de
quienes, el viernes de la semana pasada, sembraron la muerte y el horror en
París.
Escribo
entender, lo que no significa en absoluto justificar, porque en los últimos
años percibo un cambio sustancial en la mentalidad de muchos jóvenes y en la
concepción de sus valores y lo atribuyo a la enorme importancia que ejerce
internet, a través de lo que llamamos redes sociales que, sin duda, han
modificado y seguirán modificando el comportamiento de los más inermes,
ofreciéndoles un mundo virtual en el que se sienten reconocidos, algo que muy a
menudo no ocurre en su entorno, en lo que consideramos el mundo real. Según parece,
los terroristas que atentaron en París pertenecen a la generación que ha hecho
de internet un sistema de vida, a través del que, muy a menudo, les llegan las
pautas que rigen su conducta.
No
seré yo quien abomine de lo que ha supuesto y supone esa revolución
internáutica que ha cambiado el modo y la manera de ver el mundo y nos ha
dotado de unas herramientas que nos permiten conocer de manera inmediata qué
está sucediendo en las antípodas. Algo desacostumbrado hasta hoy, ya que la
lejanía espacial implicaba, igualmente, una lejanía temporal que internet ha
desbaratado a favor de la inmediatez de los acontecimientos.
Por otro lado,
internet es una magnífica herramienta democrática puesto que cualquiera puede
acceder a ella y beneficiarse de sus virtualidades casi infinitas. Además las
redes sociales implican, por primera vez en la historia de la humanidad, la
posibilidad de participación directa, instantánea y muchas veces anónima de
todos y cada uno de los ciudadanos del planeta, algo en cuya transcendencia
apenas reparamos porque nos hemos acostumbrado al fenómeno –sin duda lo es– del
mismo modo que nuestros bisabuelos se acostumbraron a la electricidad.
no-en-el-nombre-de-alaInternet,
sin embargo, entraña muchos otros peligros que nos acechan, como la piratería,
que, en países como el nuestro, si el gobierno que salga de las urnas el
próximo diciembre no le pone remedio, acabará en poco tiempo con los derechos
de autores y editores. Recuerdo de pasada que autores no son sólo los
escritores sino también los músicos o los cineastas de cuyas producciones se
nutre la industria cultural, amenazada de muerte por las prácticas
fraudulentas. Pero hay además de ese aspecto negativo, causado por las malas
prácticas de quienes acceden a internet, otro mucho peor que tiene que ver, a
la postre, con los jóvenes y, probablemente, con quienes llevaron a cabo los
atentados de Francia, como son las páginas que sirven para entretejer extrañas
hermandades, captar voluntades entre los descontentos y ofrecer posibilidades
que la virtualidad agranda de manera desapoderada, aunque sean tan horribles
como el fomento del odio que puede desembocar en la matanza espantosa de los
recientes atentados de Beirut y París.
La
propaganda del Estado Islámico a través de internet es notabilísima, al igual
que los vídeos en los que muestran ajusticiamientos o entrenamientos de sus
fuerzas de élite, de los muyahidines, los guerreros santos que al morir matando
pasan directamente a la gloria del cielo de las huríes. Según los expertos,
muchos de estos vídeos coinciden por su factura y realización con los juegos
bélicos virtuales a los que tan aficionada es buena parte de la población del
planeta. Quizá ese aspecto incida también en la posibilidad de captar de una
manera rápida a los jóvenes más vulnerables, los más desfavorecidos por la
naturaleza, que les ha dotado de una inteligencia de mosquito, y por la
sociedad, que no les ha ofrecido la contrapartida de desarrollarla
convenientemente. Marginados en barrios míseros, tanto en los alrededores de
París como en los de otras capitales occidentales, sienten ajenos los valores
de la República, de libertad, igualdad y fraternidad, que para muchos de los
europeos son también los nuestros. Por el contrario, estimulados por la
realidad virtual que les ofrece muchas más posibilidades que la realidad real,
valga el pleonasmo, en la que son tan insignificantes como la más
insignificantes de las hormigas, no es extraño que acudan a la llamada del
Estado Islámico y, abominando de la razón y la tolerancia, que de momento
todavía guía las normas de la política europea y rige la mayoría de la conducta
de sus ciudadanos, las cambien por la fe y la intolerancia de las que hace
siglos que Europa se apartó.
No
cabe duda de que los atentados terroristas, perpetrados por unos desgraciados
sin cerebro y sin corazón, son un acto de guerra contra un modo de vida
civilizado, contra unos ciudadanos pacíficos que al inicio del fin de semana
presenciaban un partido, escuchaban un concierto, paseaban por la calle o
cenaban en un restaurante. Actos que, al parecer, no sólo no son del gusto de
los fanáticos que decretaron las matanzas contra “los idólatras”, según reza el
comunicado de los yihadistas que lo reivindican, sino que les inducen a sembrar
el terror en las calles “malolientes de París (…), que es la capital de las
abominaciones y la perversión que porta el estandarte de la cruz de Europa”.
Pero no debemos confundir a los instigadores de esa nueva guerra en la que nos
encontramos con los musulmanes y menos aún con los creyentes de esa fe que
viven en Europa. Basta observar que los fanáticos criminales no respetaron lo
que para su religión implica el viernes, el día consagrado a la oración
comunitaria y al descanso, no a la lucha y menos aún a la masacre de personas
inocentes. El nombre de Alá, el nombre de Dios, que, según testigos, invocaron
algunos de los asesinos al cometer los crímenes, fue, como tantas veces,
pronunciado en vano, escarnecido y vilipendiado.
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