París:
una ciudad que resiste/
Revista Semana, 21 de septiembre de 2015…
Después
de los atentados, los franceses viven entre la angustia y la esperanza de
recuperar la vida apacible que los terroristas de Estado Islámico
ensangrentaron. Crónica.
El
jueves de esta semana Tom Wallop descubrió que tenía un fragmento de bala
incrustado en la parte superior de su pierna izquierda. Este joven de 23 años,
estudiante de comunicación en La Sorbona, solo sintió una picadura poco después
de que tres hombres entraron a la sala de concierto Bataclan y dispararon sin
piedad, en la peor masacre de la historia francesa. Luego de ir a declarar al
36 quai des Orfèvres, sede de la Policía, y de someterse a un chequeo médico,
se dio cuenta que hacía parte de las personas heridas durante el ataque y que
era necesaria una operación para sacar el proyectil. Ir a un concierto de
Eagles of the Death Metal se volvió, en el París amenazado por los fanáticos de
un Alá desfigurado, arriesgar la vida y asistir al horror.
Varios
días después de los hechos, París parece inmerso en un combate para no sucumbir
a la tristeza. Tom insiste en seguir viviendo de la misma forma que antes, hace
parte de la lucha contra el terrorismo. “Si nos quitan la sonrisa, ellos ganan.
Quieren que tengamos miedo, quieren herirnos. Pero debemos resistir”, dijo a SEMANA.
En efecto, los tres terroristas que llegaron a Bataclan no acallaron la
jovialidad de este muchacho de Angers, quien cuenta su historia con
tranquilidad. A pesar de que solo han pasado unos cuantos días, cualquiera
diría que Tom no fue afectado por el rostro pálido y rígido del terrorista que
se puso de pie a cuatro metros de él y de su amigo Arthur, con el dedo en el
gatillo de la Kaláshnikov, buscando sobrevivientes. Pareciera que los gritos de
las víctimas y el silencio de la muerte no lo hubieran lacerado.
¿Acaso
se trata de un mecanismo de defensa? Luego de escapar de Bataclan y de haber
sido resguardados en un edificio aledaño, Tom y Arthur llamaron a unos amigos
para que los recogieran en moto. “En mi apartamento nos miramos, nos abrazamos
y gritamos ‘¡Estamos vivos, estamos vivos!’”. Luego, con la adrenalina en las
venas, se fueron a tomar en el bar Le Val Royal, en el distrito trece, donde
fueron recibidos como héroes. Fueron a ahogar en los tragos el trago amargo de
la muerte. A festejar su suerte.
La
mayoría de las víctimas, 130 muertos, más de 350 heridos, eran estudiantes como
Tom o jóvenes empleados, veinteañeros y treintañeros que cayeron bajo las balas
de tres cuadrillas de terroristas que atacaron el Estadio de Francia, la sala
de espectáculos Le Bataclan, el bar Le Carillon, los restaurantes Le Petit
Cambodge y La Casa Nostra, los cafés La Belle Équipe, la Bonne Bière y el
Comptoir Voltaire. Todos estos lugares, a excepción del estadio, quedan en el
este de la capital, el corazón del París joven. Se trata de un golpe simbólico a la libertad europea,
a la vida nocturna parisina, despreocupada y hedonista, de terrazas en los
cafés, vino, flirteo, sexo, tabaco y música. Esa juventud urbana, cosmopolita,
laica y abierta que vive y goza en la “capital de las abominaciones y de la
perversión”, según el comunicado de prensa de Estado Islámico que reivindica
los atentados.
Al
día siguiente de los ataques, las calles estaban tristes y vacías. En el metro,
donde las miradas son tradicionalmente esquivas, las personas se escrutaban
silenciosamente, con desconfianza. Las terrazas, en general llenas de jóvenes
hasta el amanecer, estaban vacías. Muchos restaurantes y tiendas habían
cerrado. Los días siguientes, motivados por la necesidad de elaborar el duelo,
los parisinos salieron espontáneamente a las calles. La plaza de la República,
el principal lugar de las manifestaciones del 11 de enero contra el terrorismo,
se fue llenando poco a poco de velas y flores, de cantos, lágrimas y de
marsellesas desenvueltas o austeras. Al frente o en las cercanías de los bares
y restaurantes atacados, centenares de personas se reunieron en un respetuoso
silencio. Algunos intentaron reír y hacer reír. Una nota al frente de Le Petit
Cambodge decía: “No te metas con mi Bo-Bun” (un plato asiático servido en ese
restaurante). También se vieron carteles con un “Je suis en terrasse” con la
misma tipografía de “Je suis Charlie”. Durante toda la semana, los parisinos
fueron a estos lugares para recogerse, como peregrinos en busca de paz.
Como
acto de resistencia, muchos jóvenes han llamado a los parisinos a invadir las
terrazas, a tomar vino y a fumar. El hashtag #OccupyTerrasse se volvió popular
en Twitter. En Facebook se creó un grupo para hacer una orgía en la plaza de la
República y otro para poner música a todo volumen todos los días a las siete de
la noche, con las ventanas abiertas. Algunos, más sobrios, aún tiemblan al
pensar en lo que pasó. “No tengo ganas de tomarme un trago en una terraza, más
por pudor que por miedo. Temo que se olvide rápidamente lo que sucedió…”,
afirmó a esta revista Quentin Broué, urbanista de 29 años que salía seguido a
esa zona. “Aunque bueno, anoche fui al concierto de Chilly Gonzales en el
Théâtre des Folies Bergère y había una muy buena onda, la sala estaba llena. Tú
sentías que había una solidaridad impresionante. La gente quería encontrarse y
disfrutar al máximo en honor a otros que no podrán jamás hacerlo”, relató.
Aurélie*,
psicóloga de 31 años, sabe más que nadie lo difícil que va a ser para muchos
recuperarse de ese trauma. Con unos colegas, luego de los ataques, organizó en
un café de la rue de la Folie-Méricourt, en el distrito once, una célula de
ayuda psicológica para los parisinos, vecinos, familiares y víctimas directas
de los ataques. “Se trataba de un espacio para contener el colapso; un momento
para intentar convertir en palabras lo impensable”, dijo a SEMANA. “En una gran sala, durante una hora
y media, las personas se expresaron libremente. Compartían sus historias con
mucho dolor. Es difícil tomar la palabra porque es imposible encontrarla”.
Otras células han sido instaladas en las alcaldías de los distritos de París y
los hospitales.
Frente
a la ausencia de palabras, hay quienes eligen las imágenes. Daniel Makonnen, un
parisino de 30 años, no tuvo otra opción que hacer algunos dibujos de la vida
cotidiana de su ciudad para controlar su desconsuelo. “Anoche regresé del
trabajo y comencé a hacer dibujos estúpidos. No logro creer que hayan matado a toda esa gente y si no
hago nada mi cabeza va a explotar de tristeza”, escribió en Facebook, donde
compartió sus creaciones. En uno de sus bosquejos, se ve la terraza Le Carillon
y los parisinos con sus conversaciones típicas, frívolas: “Voy a tener 30 en
dos meses. Sí, se siente raro. Empiezas a pensar en cosas…”, dice un joven con
camiseta a rayas. “¿Y entonces? ¿Te gusta?”, le pregunta una mujer a su amigo,
quien le responde: “Es buena gente, pero es feo”.
A
mediados de la semana, cuando los franceses se sentían un poco más seguros
luego del anuncio de las medidas radicales del presidente François Hollande
para defenderlos, la operación policial lanzada para dar de baja al belga
Abdelhamid Abaaoud, sospechoso de ser el cerebro detrás de los atentados, les
recordó que, como dijo el mandatario, Francia está en guerra.
Abaaoud
no se encontraba en Siria, como se creía, sino atrincherado en un apartamento
en Saint-Denis, comuna popular del norte de París, célebre por el estadio y en
cuya basílica yacen los restos de los reyes de Francia. Las fuerzas del orden,
luego de preparar un perímetro de seguridad de 500 metros alrededor de la zona
de intervención, dieron la orden de entrar a dos apartamentos, uno en la calle
Corbillon y el otro en el bulevar Carnot. En el primero, dos personas fueron
detenidas rápidamente. En el segundo, cinco sospechosos recibieron a las
autoridades con ráfagas de disparos y granadas. Otro activó su chaleco
explosivo. Al final, las fuerzas especiales necesitaron 110 hombres, siete
horas y 500.000 municiones para finalizar la operación, dar de baja a tres
terroristas y capturar a ocho personas. Diesel, una pastora belga de siete
años, fue la única baja de la Policía. En la tarde del jueves, se dio a conocer
que, entre los muertos, se encontraba el siniestro Abaaoud.
Ese
mismo día, el gobierno decidió cancelar las grandes manifestaciones por el
medioambiente que iban a tener lugar el 29 de noviembre y el 12 de diciembre.
La conferencia por el clima (COP 21), a la que asistirán al menos 120 líderes
mundiales, sigue en pie y va a desarrollarse entre esas dos fechas. Pero las
autoridades quieren limitar al máximo los riesgos. El mundo no podrá ver,
como luego de los atentados de Charlie
Hebdo, decenas de jefes de Estado caminando lado a lado como gesto de
solidaridad. Hasta las marchas, fundamento del ADN social francés, se han visto
perturbadas.
En
este clima de guerra, los galos resisten a su manera. Mientras se conmueven y
se recogen silenciosos, también beben y fuman en las terrazas de los cafés como
acto de intransigencia, escuchan música como protesta y hacen el amor para
condenar el miedo. Esperan, optimistas y temerosos, que el enemigo no destruya
ese modo de vida “pervertido” que han construido durante siglos. In Shaa Allah
(si Dios lo quiere).
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