El otro corazón
de las tinieblas/Luis Goytisolo es escritor.
El
País | 21 de noviembre de 2015
El
dolor y la indignación suscitados por los atentados de París tienen un
inevitable efecto añadido: el instintivo rechazo por parte del ciudadano hacia
determinado tipo de inmigrante y, muy en especial, hacia la inmigración masiva
que desde hace semanas viene produciéndose desde Oriente Próximo. ¿Cuántos yihadistas
no se habrán colado en Europa sin el menor problema?, se pregunta la gente. Una
reacción similar, aunque más atemperada, a la que en Israel ha originado la
reciente epidemia de apuñalamientos.
Las
migraciones masivas, como la procedente desde hace años del África
subsahariana, suelen ser consecuencia de la miseria, así como, frecuentemente,
de los horrores propios de un régimen despótico. Una situación a la que por
supuesto no son ajenos los países desarrollados, que siempre miran para otro
lado. Lo que cuenta es tener ahí una buena fuente de materias primas a precios
sin competencia. Poco importa que, de propiciar un desarrollo en todos los
órdenes, los países del área se convertirían además en consumidores, en una
serie de nuevos mercados que en principio debiera interesar al mercado. Pero el
mundo de los negocios es así, decantándose siempre por el pájaro en mano.
En
el extenso y variado ámbito de países islámicos la situación es muy diferente.
Desde la primera invasión de Irak y la de Afganistán pocos años después, los
acontecimientos no han hecho sino precipitarse. Y cada vez con similar
complejidad, ya que si Sadam Husein fue en su momento un aliado de Estados
Unidos, los talibanes —presentados inicialmente como estudiantes de teología
islámica— también lo fueron en su lucha contra el Gobierno afgano de tendencia
prosoviética. Curiosas alianzas condenadas a terminar como el rosario de la
aurora.
Con
todo, tanto la segunda invasión de Irak como la de Afganistán, tras los
atentados del 11 de septiembre, respondían a un patrón convencional, al de una
intervención militar directa, lo que antes se entendía por una declaración de
guerra. En cambio, los acontecimientos que se han ido produciendo aquí y allá
en el curso de los últimos años obedecen a otros parámetros. No se trata de
invasiones; ni siquiera de guerras propiamente dichas, con sus frentes, sus
vanguardias, sus retaguardias. Lo de ahora está más próximo a lo que solía
entenderse por guerra civil, aunque tampoco sea éste exactamente el caso. Se
nos presenta más bien como una revuelta popular a dos, tres o cuatro bandas,
asombrosamente bien armadas todas ellas, y conforme a una organización y una
estrategia que nada tienen de espontáneo, de tradicional movimiento o alzamiento
de masas. ¿Y Occidente a quién apoya? Imposible saberlo. Suele apoyar el
alzamiento en sí, pero poco se sabe de las partidas enfrentadas en su lucha
contra los poderes establecidos, de sus planteamientos en apariencia
contradictorios.
En
algunos países —Egipto, Túnez—, mejor o peor, la situación parece estar
reconduciéndose; en otros, el panorama es no ya el de un país en guerra sino el
de un país en ruinas, especialmente Libia y Siria. A la vista de lo sucedido
con Palmira, me pregunto qué habrá sido de las espectaculares ruinas griegas y
romanas existentes en Libia cuando el país entero es una sucesión de ruinas y
más ruinas. O de determinados barrios de Alepo y Damasco. Gadafi fue sin duda
un dictador. El Assad, un heredero del poder. Pero si Libia era el país con el
nivel de vida más elevado del norte de África, Siria fue uno de los países con
una vida cotidiana más tolerante de Próximo Oriente. ¿Tiene algo de raro que la
mayor parte de los miles y miles de personas que buscan refugio en Europa
procedan de allí?
El
escenario, por otra parte, no deja de ampliarse y complicarse. Y no me refiero
ya al problema kurdo, que sólo se resolverá con la fijación de un Kurdistán,
sino al hecho de que, por primera vez, las revueltas y enfrentamientos de
diverso signo afecten ya a la península arábiga, a Yemen, colindante con Arabia
Saudí. ¿Terminará afectando también a este país? ¿Y por qué no? Numerosos
islamistas radicales —Bin Laden era sólo uno de ellos— proceden de allí y, en
un momento determinado, bien podrían decirse que nada mejor que La Meca como
capital del Califato.
Y
quien dice Arabia Saudí, dice los diversos emiratos del Golfo, ya que todos
ellos, al igual que el régimen saudí, subvencionan con frecuencia a uno y otro
bando de los enfrentados en las diversas revueltas de Próximo Oriente, lo que
les hace a la vez aliados y enemigos de los intereses de los países
occidentales. La súbita caída de los precios del petróleo puede ser un síntoma,
y la aproximación generalizada a Irán, que desde siempre ha mantenido una
postura mucho más clara, otro dato no menos relevante. Al margen del conflicto,
gracias a su neutralidad real, quedarían tan sólo Omán y Jordania, ambos
regidos con mucho más tacto que los países vecinos.
Por
el momento son unos cuantos cientos de miles los refugiados que están llegando
a Europa. Pero los que han abandonado su hogar o lo que fue su hogar son ya
millones, aunque no tantos como los que puede acabar produciendo el efecto
llamada no ya en Siria sino también en los restantes escenarios bélicos,
empezando por Irak. ¿Qué hacer ante tal avalancha?
Pero
a la vista de semejante panorama la verdadera pregunta es: ¿cuál es el
epicentro del problema, la causa de las causas? Yo no creo en un plan
cuidadosamente diseñado sea por Israel, sea por Estados Unidos, como con
frecuencia se tiende a sugerir, pero sí en la conjunción de una serie de
intereses y maniobras de diverso origen cuya confluencia puede acabar creando
situaciones que poco o nada tengan que ver con lo inicialmente previsto. Vamos,
de forma similar a como un rumor basado en un pequeño dato puede acabar
desencadenando una crisis financiera de consecuencias imprevisibles. Es decir,
todo lo contrario a un plan: el triunfo de la irreflexión y de la
irracionalidad como resultado final de la intersección de intereses cruzados.
Si
el corazón del problema resulta ser un laberinto, su solución es o debiera ser
obvia para todos. Y no reside en repartir así o asá los refugiados sino en que
deje de haber refugiados por el procedimiento de acabar sobre el terreno con
las causas de semejante éxodo; Putin y sus aliados iraníes parecen tenerlo
claro. Y a partir de ahí, reconstruir lo destruido, propiciar el retorno a casa
de los exiliados.
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