Por
qué Israel se sigue negando a tomar una decisión/Roger
Cohen
The
New York Times, 6 de noviembre de 2016
Los
acuerdos son escasos en la problemática Tierra Santa, pero respecto de un punto
llegan casi a la unanimidad estos días: una resolución bi-estatal al conflicto
entre Israel y Palestina es cada vez más lejana; tan inimaginable que parece
poco más que una ilusión sostenida por el pensamiento conformista, el interés
en el statu quo o el puro agotamiento.
Desde
Tel Aviv a Ramala en Cisjordania, desde la mayormente árabe ciudad de Nazaret a
Jerusalén, en realidad no encontré a casi nadie preparado para ofrecer otra
cosa más que una evaluación negativa de la idea de los dos Estados. Los
diagnósticos de esta resolución van de agonizante a clínicamente muerta. El año
que viene se cumplirá medio siglo desde que comenzó la ocupación israelí de
Cisjordania. Más de 370.000 personas viven ahora aquí, sin incluir Jerusalén
oriental, y esta cifra aumentó desde los aproximadamente 249.000 que había en
2005. La incorporación de toda la “tierra bíblica” de Israel ha avanzado mucho
y desde hace mucho, para revertirse ahora.
El
Israel más grande es el que conocen los israelíes; el Israel más pequeño al
poniente de la Línea Verde —la frontera de facto que surgió de la guerra de
independencia de 1947 a 1949— es un recuerdo que se desvanece. El gobierno
derechista del primer ministro Benjamin Netanyahu, con su menosprecio por los
palestinos y las voces disidentes en general, prefiere que las cosas sigan así,
como lo demuestra la expansión constante de los asentamientos. La Autoridad
Palestina en Cisjordania, encabezada por el presidente Mahmoud Abbas, ha
perdido legitimidad, cohesión y voluntad para hacer algo al respecto. La
cancelación de las elecciones municipales en Cisjordania y Gaza que se habían
fijado para octubre fue otro signo de las paralizantes disputas internas
palestinas.
“En
el futuro próximo no se logrará la creación de dos Estados”, me dijo el
exprimer ministro palestino, Salam Fayyad. “Se ha vuelto un proceso sobre un
proceso, no es real”.
La
administración de Obama ha llegado a un punto de exasperación aguda. El anuncio
israelí el mes pasado sobre un nuevo asentamiento en Cisjordania fue el golpe
decisivo que se dio apenas semanas después de que Estados Unidos hubiera
concluido un acuerdo de 38 mil millones de dólares y 10 años de ayuda militar.
La explicación de Israel de que el asentamiento era un “satélite” de otro no
resultó creíble; sus acciones fueron consideradas indignantes. Pocas veces la
conocida declaración de Moshe Dayan (“Nuestros amigos estadounidenses nos
ofrecen dinero, armas y consejos. Nosotros tomamos el dinero y las armas pero
declinamos los consejos”) había estado mejor ilustrada. Sin embargo, no queda
claro si Estados Unidos está preparado para calibrar su apoyo incondicional a
fin de presionar a Israel para el cambio.
Dentro
de Israel, donde Netanyahu lleva más de una década en el poder, el giro
político y cultural es hacia un nacionalismo aún más asertivo e intolerante.
Las críticas se equiparan cada vez más con la traición. Grupos como B’Tselem,
que concentra su atención en acusaciones de violaciones a los derechos humanos
contra los palestinos y los territorios israelíes ocupados, están bajo un
ataque devastador. El sionismo religioso mesiánico que sostiene que toda
Cisjordania es de Israel por decreto bíblico es ascendente. La izquierda está
en un débil caos.
Resulta
aleccionador observar que Netanyahu probablemente representa el ala más
moderada de su gobierno. El reto más real para él puede en última instancia
provenir de su propia posición en el espectro político, la centro-derecha, en
forma del telegénico Yair Lapid, quien me dijo que Netanyahu “no se merece ni
una página en los libros de historia israelí”. Lapid cree que puede recuperar
algo de magia de los dos Estados, pero comenzó su primera campaña política en
el asentamiento grande de Ariel, y la idea de que pueda revertir el movimiento
de los que quieren asentarse parece inverosímil.
“Israel
necesita más ser democrático que judío”, comenta Reem Younis, árabe israelí.
Credit Rina Castelnuovo para The New York Times
“Israel
necesita más ser democrático que judío”, comenta Reem Younis, árabe israelí.
Credit Rina Castelnuovo para The New York Times
Conduje
hasta Ramala a través de un puesto de control abarrotado. Siempre resulta una
transición sorprendente pasar del bullicio eficiente y de mundo desarrollado de
Israel al polvo y el caos de Cisjordania. En el camino me detuve a ver a Walid
Batrawi, el director de BBC Media Action, una organización benéfica que orienta
a los periodistas y promueve la prensa independiente. Se mostró abatido y
describió una “absoluta falta de confianza y fe”. La categoría de Estado de
Palestina está “más lejana que nunca”, dijo. Abbas estaba distraído, explicó,
enredado en los conflictos de su partido Fatah, preocupado por Hamas, sin
rumbo. “Algo se ha perdido”, dijo. “Un sentimiento especial de patriotismo, de
pertenencia, se está desvaneciendo”.
En
Ramala fui testigo de un sentimiento similar, que habla de una sociedad
palestina más individualista, con un menor sentido de comunidad, donde la gente
se centra en cuidarse a sí misma y en hacer lo mejor que puede en la situación
actual. La idea de los dos Estados se ha vuelto una mala broma. Los jóvenes
tienen más fe en la resistencia no violenta que pueda conducir en última
instancia a derechos igualitarios dentro de un mismo Estado antes que en otra
iniciativa de paz internacional o un levantamiento fallidos.
Los
palestinos (ya sea propiamente en Israel, donde los ciudadanos árabes son 1,5
millones y conforman cerca del 17 por ciento de una población de 8,5 millones
de personas, o en Cisjordania, donde son cerca de 2,6 millones) están cansados
de humillaciones, grandes o pequeñas, a manos de Israel. ¿Cómo, se preguntan,
puede algo que se asemeja a un Estado, compuesto por sus incontables pequeños
enclaves autoadministrados en Gaza y Cisjordania, estar dividido por
asentamientos israelíes?
Entonces,
en cierto sentido, Israel ya ganó. David Ben-Gurion estuvo en lo correcto
cuando hizo notar en 1949 que: “Cuando el problema se alarga, nos trae
beneficios”. Desde entonces, la política ha sido muy uniforme: crear hechos
sobre el terreno; quebrantar la voluntad de los árabes por la fuerza; tratar de
hacerse de tanto como sea posible de la “tierra bíblica” de Israel entre el Mar
Mediterráneo y el río Jordán.
Si
el campo maximalista se atenuó, fue principalmente por el conocimiento de que
con toda la tierra venía la gente, en específico millones más de palestinos, y
de que un Estado 50-50 no era de lo que se trataba el sueño sionista. De ahí la
improvisada ocupación de 49 años por parte de Israel, que ostenta el dominio
efectivo de los palestinos sin la aprobación de estos últimos. Por lo tanto se
dan las puñaladas periódicas a la paz de dos Estados, más visiblemente a los
acuerdos de Oslo de 1993: decidir las vidas de los otros que han sido
subyugados es extenuante, corrompe y es inherentemente violento, además de ser
incompatible con la democracia verdadera.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario