Faulkner
ante la América de Trump/Ariel Dorfman es escritor. Allegro es su última novela,
El
País, 7 de noviembre de 2016..-
¿Merece
sobrevivir este país?
Esa
fue la pregunta que lanzó públicamente William Faulkner en 1955 cuando supo que
Emmett Till, un joven negro de 14 años, había sido mutilado y muerto en un
pueblito de Misisipi por la osadía de silbarle a una mujer blanca —un acto de
linchamiento que constituyó un hito fundamental en la creación del movimiento
por los derechos civiles en los Estados Unidos—.
Esa
pregunta no era la que yo esperaba plantearme en este peregrinaje literario que
mi mujer y yo hemos emprendido a Oxford, Misisipi, donde Faulkner vivió la
mayoría de su vida y donde escribió las obras maestras torrenciales que lo
convirtieron en el novelista norteamericano más influyente del siglo XX.
Habíamos estado planificando un viaje como este hace muchos años, viéndolo como
una ocasión para meditar sobre la existencia y la ficción de un autor que me
había desafiado, desde mi adolescencia chilena, a romper con todas las
convenciones narrativas, arriesgarlo todo como la única manera de representar
la múltiple fluidez del tiempo y la conciencia y la aflicción, instándome a que
tratara de expresar lo que significa “estar vivo y saberlo a fondo” en mi Sur
chileno aún más remoto y perdido que el desdichado Sur de Faulkner. Y, sin
embargo, esa pregunta acerca de la supervivencia de Estados Unidos es la que me
ronda al visitar el sepulcro donde descansa, hace 54 años, el cuerpo del gran
escritor, se me asoma cuando caminamos las calles que él caminó, es una
pregunta que no puedo evitar al recorrer Rowan Oak, la vieja mansión que fue
para él su más permanente hogar.
Puesto
que, si el autor de El sonido y la furia estuviese vivo hoy, cuando su patria
encara la elección más decisiva de nuestra época turbulenta, donde un demagogo
demencial aspira, insólitamente, a ocupar la Casa Blanca, no cabe duda de que,
ante “un momento incomprensible de terror”, volvería a proponer esa dolorosa
pregunta a los seguidores de Trump, retándoles a rechazar una política de odio.
Faulkner lo haría, creo yo, recordando a los personajes de sus propias novelas
que, poseídos por un exceso de rabia y frustración, terminan autodestruyéndose
a sí mismos y a la tierra que aman, incapaces de superar el pasado oscuro y
salvaje que han heredado.
Habría
mucho, por cierto, en Estados Unidos de hoy que Faulkner no reconocería. Aunque
escribió sobre el dilema de los afroamericanos con notable inteligencia
emocional, describiendo cómo los descendientes de esclavos sobrellevaron, “con
orgullo inflexible y severo”, la carga impuesta por un sistema injusto y
corrosivo, este hijo del Sur de Estados Unidos, sospechoso de los cambios
drásticos, predicaba la paciencia y el gradualismo para vencer las barreras del
racismo. Un hombre que no alcanzó a escuchar el discurso de Martin Luther King
en Washington y al que le hubiera parecido inverosímil que alguien nacido del
mestizaje pudiera ser presidente, tendría poco que enseñarle a esta América tan
multicultural y atiborrada de nuevos inmigrantes. Igualmente difícil para
Faulkner hubiera sido entender a las mujeres del siglo XXI, cuya emancipación y
autosuficiencia feministas jamás anticipó.
Otros,
menos envidiables, aspectos contemporáneos de Estados Unidos le serían, sin
embargo, tristemente familiares a Faulkner.
Hubiera
sentido espanto —aunque no extrañeza— frente a la peligrosa figura de Donald
Trump. En su vasto y devastador universo ficticio, Faulkner ya había creado una
encarnación sureña de Trump, si bien en una escala menor: Flem Snopes, un
depredador voraz e inescrupuloso con “ojos del color de agua estancada”, que
sube al poder mediante mentiras e intimidación, burlando y raposeando a los
ingenuos que creen ser más astutos que él. Flem y su clan representaban para
Faulkner aquellos conciudadanos suyos que “lo único que saben y lo único en que
creen es el dinero, importándoles un carajo cómo se consigue”. Si una caterva
como la de los Snopes llegase a proliferar y tomar las riendas del Gobierno el resultado
sería, según Faulkner, catastrófico. Las últimas encuestas indican que
semejante apocalipsis electoral, salvo una sorpresa estilo Brexit, es cada vez
más improbable, pero el mero hecho de que un ser tan patológico y amoral sea
siquiera un candidato viable hubiera llenado al autor de Absalón, Absalón de
asco y pavor.
Los
adeptos de Trump suscitarían hoy una reacción muy diferente de parte de
Faulkner. Aunque era, para su época, políticamente liberal y progresista, trazó
con cariño y humor las vidas de aquellos que hoy constituyen —pido excusas por
tal generalización, siempre reductiva— el núcleo central de los partidarios de
Trump: cazadores y patriotas que temen una conspiración para quitarles sus
armas de fuego; hombres escasamente informados que se aferran a una virilidad
amenazada y tradiciones atávicas; habitantes de comunidades rurales o
económicamente deprimidas que se sienten sobrepasados por la marea incontenible
de la modernidad, indefensos ante una globalización que no pueden controlar. Faulkner
condenó siempre los prejuicios raciales y la paranoia de estos desconcertados
coterráneos suyos, pero nunca fue condescendiente con ellos, acordándoles
siempre aquello que deseaban con fervor tanto ayer como hoy: el respeto hacia
su plena dignidad humana. Faulkner hubiera comprendido las raíces de la
desafección de esa gente a la que le tenía tanto apego, la desazón irracional
de muchos norteamericanos de raza blanca ante el asedio a su identidad y
privilegios.
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