2 ene 2018

La realidad del deseo: el siglo de Luis Cernuda

La realidad del deseo: el siglo de Luis Cernuda/Vicente Quirarte, poeta, miembro mexicano de la lengua...; el maestro Quirarte es quizá el mexicanos que más sabe de la obra de Luis Cernuda; escribió "La poética del hombre dividido en la obra de Luis Cernuda", 1985, Instituto de Investigaciones Filológicas (UNAM) ISBN: 968-837-443-1 
Y los ensayos La poética del hombre dividido en la obra de Luis Cernuda (1985), y La realidad del deseo. Luis Cernuda entre Sevilla y México (2006)

Ensayo publicado en la Revista de la UNAM, es una conferencia magistral del maestro Quirarte, (tomado de la web)..
“Su voz llega cálida, henchida, apasionada de odio, de ira, de amor, de desesperación, más vívida siempre que estas miserables sombras que se agitan en torno nuestro sobre la super cie de la Tierra, bajo la luz divina que no merecen”. Las palabras anteriores fueron escritas por Luis Cernuda a propósito del epistolario de Jean-Arthur Rimbaud. Si bien definen la vertiginosa cauda del niño-genio de Charleville, al mismo tiempo constituyen un retrato del propio poeta sevillano.

Hace veinte años presenté como tesis de grado en esta Facultad de Filosofía y Letras un trabajo titulado La poética del hombre dividido en la obra de Luis Cernuda, bajo la dirección de César Rodríguez Chicharro. Además de él, fueron parte del jurado mis también queridos maestros Arturo Souto y Sergio Fernández. No es casual que los tres sean, además de espléndidos académicos, fastuosos animales de pluma y que nos reunamos —con excepción de don César— a examinar los efectos que esa enfermedad de efectos duraderos llamada Luis Cernuda continúa provocando en cada uno de nosotros. 
Es motivo de profunda gratitud y emoción que mi Facultad me honre esta mañana con la responsabilidad de una conferencia magistral acerca de un poeta que en estas dos décadas no ha dejado de infuir en lo que escribo y en la aventura más importante de la vida. 
En 1991, con motivo del centenario de la muerte de Rimbaud, Alain Bohrer habló de que el recordatorio no duraría sólo el año centenario, sino que con él comenzaba el tiempo de Rimbaud. De igual manera, las diversas lecturas que este 2002 se han hecho sobre la obra-vida de Luis Cernuda conforman las palabras de Philip Silver, en el sentido de que “es el poeta de ayer, de hoy y de mañana”. Para fortuna de Cernuda y de la poesía, los homenajes a él no han sido fuegos de artificio sino lecturas revisionistas que han permitido examinar aspectos inéditos de su vida y su obra. Las últimas generaciones se sienten imantadas por sus numerosos enigmas pero a la admiración se une también el cuestionamiento. Lo conforma la biografía de Jordi Amat, un joven de 24 años que en el libro Luis Cernuda. Fuerza de soledad ofrece un texto ejemplar por la inteligencia y la madurez con las cuales se aproxima a un ser tan complejo. La exposición montada primero en la Residencia de Estudiantes de Madrid y después en Sevilla, obra del fervor y el conocimiento de James Valender, apoyada en una nueva y numerosa iconografía, multiplican el retrato de Luis Cernuda, su participación en las Misiones Pedagógicas, su encarnación del mito de Narciso, sus más que numerosas sonrisas, su curiosa faceta como fotógrafo de niños. Igualmente, el espléndido catálogo de la exposición reúne colaboraciones de primer orden, la mayor parte de las cuales evade los lugares comunes de la crítica cernudiana para ofrecer un poeta más vivo que nunca.
¿Qué hubiera pensado Cernuda de éste y los demás homenajes que se le han hecho?
 La inmediata respuesta se halla en unos versos suyos: “¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen de ellos? / Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable / para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella”. Sin embargo, pocos poetas como él han sido tan conscientes del diálogo que sus palabras y sus actos —la congruencia entre vida y escritura— habría de mantener con las generaciones venideras, como lo advierte en el texto “A un poeta futuro”: “Escúchame y comprende. / En sus limbos mi alma quizá recuerde algo, / Y entonces en ti mismo mis sueños y deseos / Tendrán razón al  n y habré vivido”.
En 1962, un año antes de morir, Cernuda recibió uno de los más auténticos homenajes, el brindado por la revista La Caña Gris. Si bien se incluyen colaboraciones de contemporáneos de Cernuda, es la voz de los jóvenes la que más nos interesa, desde el cuestionamiento que Tomás Segovia hace de la particular sintaxis cernudiana, hasta la valoración moral de uno de sus mejores herederos, Jaime Gil de Biedma: “Cernuda es hoy por hoy el más vivo, el más contemporáneo entre todos los grandes poetas del 27, precisamente porque nos ayuda a liberarnos de los grandes poetas del 27”. Escrita hace cuarenta años, la frase de Gil de Biedma resulta de una gran actualidad. El año próximo conmemoraremos el centenario del natalicio de Rafael Alberti, vasto, proteico y desigual; Vicente Aleixandre recibió el más alto premio al que aspira un escritor; Federico García Lorca se acendra cada vez más como un poeta que trasciende su leyenda para ofrecer la hoguera ascendente de su talento truncado por el sacrificio; Jorge Guillén y Pedro Salinas aparecen consagrados acaso más en la historia de la literatura que en la literatura viva y renovada que da la lectura palpitante. Con lo anterior no niego la importancia histórica y afectiva de la Generación del 27. Ellos nos enseñaron a ver a los clásicos como nuestros contemporáneos; a dibujar con un lápiz ágil y seguro que tiene la permanencia de la tinta; a hacer de los poemas edi cios tan sólidos como las catedrales; a jugar con seriedad, a devolver a la crítica su categoría de arte mayor.
Los poetas del 27 nos enseñaron. 
Luis Cernuda nos enseña porque su poesía renace en cada nueva generación de lectores para cumplir el binomio obra-vida que Alain Borer exige para leer ese género literario llamado Arthur Rimbaud y que tantas a nidades tiene con Cernuda en su búsqueda del absoluto, en la sed de silencio, en la renuncia. Ambos descubrieron y llevaron a la práctica la frase estremecedora y enigmática “Yo es otro” y dedicaron su vida a defender esa verdad.
Las diversas lecturas hechas a lo largo de este coloquio ponen de manifiesto  que Cernuda no es un poeta de mausoleo sino un autor cuyas palabras acompañan intensidades luminosas y oscuras de nuestra diaria aventura. No es poeta de deslumbramientos fugaces: su brillo es como de las estrellas, de larga duración. Sol negro como el de Nerval, que en el eclipse muestra mejor que nunca su corona. Llamar a Cernuda poeta del siglo xx o, como quiere Carlos Pelegrín-Otero, poeta de Europa, significa situarlo al lado de Rilke, Pessoa o
Eliot. Su destino común no es sólo haber consumado el genio de su idioma, sino ser el crisol de lo que sus respectivas tribus sintieron en un siglo que vio 23 emerger la violencia con nueva intensidad, siempre en nombre de los valores de la civilización. Ante esta barbarie de los otros, nuestros poetas oponen la pureza del hombre solo, “hijo único de desnudo pensamiento”.
El siguiente es un recorrido por la vida en la obra de Luis Cernuda, y los efectos que dicha obra dejó en nuestra herencia espiritual. No pretendo ser exhaustivo y, por lo tanto, he elegido como pretexto dos ciudades que en distintos momentos de la biografía de Cernuda fueron determinantes para su evolución: Sevilla y México. La primera es el lugar de nacimiento, aprendizaje y ruptura. México es el sitio del trastierro, la conciliación y la muerte. Con base en ambos ritos de paso, tratemos de establecer el itinerario espiritual de Luis Cernuda, las transformaciones de su personalidad huidiza y sedienta, poderosa e indefensa.

El principio de la escisión
El 4 de septiembre de 1928, un Luis Cernuda de 24 años, vestido de negro, abandona Sevilla. Acaba de perder a su madre (el padre la ha antecedido ocho años en la partida), ha publicado ya un pequeño volumen de versos titulado Perfil del aire y, aunque ha realizado estudios de Derecho, está consciente de que su destino se encuentra en la poesía. Hipersensible, nervioso, impenetrable, es capaz de experimentar las más profundas emociones ante el espectáculo de la naturaleza, el amor o la hermosura del cuerpo juvenil; pero también puede, en los momentos de desencanto, que serán los más, resumir su iconoclasta actitud ante la vida. Tras un tiempo en Málaga y Madrid, donde establece contacto con los poetas de su edad, Cernuda consigue, por intermedio de Pedro Salinas, un puesto como lecteur d’espagnol en la ciudad de Toulouse. Un año más tarde, vuelve a Madrid con numerosas lecturas de autores franceses, un nuevo libro de poemas y el mismo desencanto que no habría de abandonarlo a lo lo largo de sus casi sesenta años de edad. Vicente Aleixandre lo describe así:

Un año más tarde volvería a Madrid, al parecer para asentarse por tiempo indefinido en la capital. Si le veíais ahora, fuera de sus horas de trabajo o en los días de asueto, pronto percibiríais el cambio ocurrido en su aspecto exterior. Mejor que cambio yo diría la  el estilización. Sin luto ya, vestido y calzado con re nado esmero, peinado cuidadosamente; si con sombrero, éste de marca; en la mano, endosado, el guante de precio, Luis Cernuda daba en seguida la impresión de una atención elegante en el cuidado de su persona.

Aparte de su transformación física, Cernuda ha vuelto con treinta poemas que titulará Un río, un amor. Sus hermanos, cronológicamente mayores, eran el ya citado Perfil del aire, que después cambió su nombre a Primeras poesías, y Égloga, elegía, oda. Ambos libros están escritos dentro de la  filiación “clásica” que caracteriza en general la primera poesía de su generación. Se trata de libros de aprendizaje, donde el cuidado de la forma, la virtuosidad del lenguaje opacan la fuerza que habrá de caracterizar al mejor Cernuda. Con todo, ya desde sus primeros poemas comienza a vislumbrarse la oposición entre los dos conceptos que constituyeron los polos de su vida y de su poesía: “Eras, instante, tan claro. / Perdidamente te alejas, / Dejando erguido el deseo / Con sus vagas ansias tercas”.
Entre el joven enlutado que abandonó Sevilla y el dandy retratado por Aleixandre, ¿qué transformación ha ocurrido? Entre otras, Cernuda tiene una idea radicalmente distinta de la literatura. El estímulo surrealista había hecho su entrada triunfal en España, y pocos autores pudieron sustraerse a su influjo. En carta dirigida a Vittorio Bodini, Cernuda aclara: “mi simpatía con el superrealismo sólo afecta los poemas escritos entre 1929 y 1931”, o sea, los textos de Un río, un amor y Los placeres prohibidos, sólo que en tanto el segundo constituye la aceptación de la homosexualidad y la rebeldía sin- gular de su autor, en Un río, un amor hay una contención y un desencanto que nos interesan doblemente, por haber sido escritos bajo la influencia del surrealismo y en el instante en que Cernuda abandona a sus dos madres: la que le dio la vida y la tierra que lo vio nacer. Si la escritura automática defen- dida por los surrealistas permite la libre asociación metafórica, en ocasiones podría parecer que Un río, un amor es un libro pobre, pues en él aparece un número limitado de imágenes. Como el propio Cernuda escribe en “Historial de un libro”:

De regreso en Toulouse (desde París), un día, al escribir el poema “Remordimiento en traje de noche”, encontré de pronto camino y forma para expresar en poesía cierta parte de aquello que no había dicho hasta entonces. Inactivo poéticamente  desde el año anterior, uno tras otro, surgieron los tres primeros poemas de la serie que luego llamaría Un río, un Amor, dictados por un impulso similar al que animaba a los superrealistas [...] el superrealismo no fue sólo, según creo, una moda literaria, sino una corriente espiritual en la juventud de una época, ante la cual no pude, ni quise, permanecer indiferente.

Una de las limitaciones de la crítica que tradicionalmente ha estudiado la filiación surrealista de la Generación del 27 es considerar que entre éstos el movimiento encabezado por André Breton fue simplemente un capricho. Libros como el que estudiamos de Cernuda, Sobre los ángeles (1927-28) de Alberti; Espadas como labios (1932) o La destrucción o el amor (1935), de Aleixandre; Poeta en Nueva York (1940), de García Lorca, algunos de ellos escritos incluso después de la gran efervescencia surrealista, demuestran que este  fuir de la escritura era un modo de expresar los deseos más ocultos y reprimidos de una sociedad como aquella en la que vivieron los poetas del 27. Ningún escritor auténtico busca la corriente literaria a la que pertenece: su voz encuentra cauce en la que necesita en cada etapa de su desarrollo. El Cernuda de Primeras poesías y Égloga, elegía, oda estaba más cerca del compositor virtuoso que del libre creador defendido por los surrealistas. No perdamos de vista que esta contención lírica tiene lugar cuando Cernuda aún vive en Sevilla, bajo el dominio de una familia cuyos recuerdos no parecen serle gratos, como puede verse en el poema “La familia”, del libro Como quien espera el alba (1941-1944):

Era a la cabecera el padre adusto,La madre caprichosa estaba en frente,Con la hermana mayor imposible y desdichada, 
Y la menor más dulce, quizá no más dichosa,
El hogar contigo mismo componiendo,La casa familiar, el nido de los hombres, 
Inconsistente y rígido, tal vidrioQue todos quiebran, pero nadie dobla.

¿Por qué el abrazo al surrealismo y la partida de Sevilla justamente cuando muere la madre? Desde el punto de vista del contenido mani esto, Cernuda se siente, en sus propias palabras, “con una embriaguez de libertad”. Sin embargo, los poemas de Un río, un amor, escritos cuando Cernuda emprende su primer viaje fuera de la tierra-madre, demuestran, en el plano del contenido la- tente, que esta sensación de libertad es en realidad un deseo no declarado por volver al universo infantil donde los cuidados maternos no lo obligan a vivir por sí mismo. No en vano, otro de los títulos de Cernuda es Vivir sin estar viviendo (1944-1949).
A lo largo de la biografía y la obra cernudianas podemos ver la frecuencia con la cual aparece este tipo de regresiones a la niñez y al mundo del paraíso ideal. Por ejemplo, durante su estancia en la Universidad de Glasgow, la nostalgia por la infancia y adolescencia sevillanas lo lleva a escribir los poemas en prosa que integrarán Ocnos, publicados por primera vez en 1942. En este libro saltan a la vista dos detalles importantes: el protagonista (que, aunque a veces aparece bajo el nombre de Albanio, es Cernuda) menciona detalles del paisaje, de su casa, pero nunca de su familia. Por otra parte el poeta, que aborrecía la nieve y el frío, siente la necesidad del sol sevillano, el deseo de volver a la gran madre Andalucía. Lo anterior en el plano del contenido manifiesto; en el del contenido latente es una vuelta al seno materno. Nótese que esta nostalgia mediterránea ocurre cuando el cuerpo reacciona de manera instintiva —como el del niño— ante el frío. De ahí que la recuperación de esa gran  figura materna, España, no la logre Cernuda sino hasta 1952, año de su primera llegada a México. De manera sintomática, aquí habrá de escribir una especie de segunda parte de Ocnos: los poemas de Variaciones sobre tema mexicano no sólo se emparentan por estar escritos en prosa; son asimismo una reconciliación, un retorno a la seguridad del claustro materno.

El abandono de Sevilla es de nitivo para la vida y la obra de Cernuda. 
Unas páginas de su diario personal, escritas entre 1934 y 1935, arrojan luz y proporcionan datos interesantes sobre ello. Cernuda insiste en la importancia que tiene para él este intento —nunca logrado— por romper el cordón umbilical: 
El 4 de septiembre de 1934, en Medina Sidonia, anota: “Seis años hoy de mi marcha de Sevilla”. Otras páginas lo muestran, paradójicamente, inquieto, abúlico, indeciso entre ingerir o no antidepresivos. Reacio a moverse de un solo lugar, su destino será vivir en países diversos, sin una casa  ja. En otra página de su diario leemos: “Hoy todo el día en Cádiz. Persistencia en imaginar la ciudad como si aún guardase la época doceañista”. Es importante la men- ción de los doce años porque en otra parte Cernuda recuerda que comienza a escribir poesía al tiempo que tiene lugar el principio de la pubertad.
Al analizar los poemas de Un río, un amor, podemos observar cómo la libre asociación de las palabras provoca un universo cerrado, donde un número determinado de realidades se repite. Examinemos fundamentalmente las palabras nubes, nieve y pájaro:

De mis sueños copiando los colores de nubes, 
De mis sueños copiando nubes sobre la pampa.
Sólo nubes con nubes, siempre nubes 
Más allá de otras nubes semejantes
Su voz atravesando luces, lluvia, frío, 
Alcanzaba ciudades elevadas a nubes
Que buscaron deseos terminados en nubes.
Un día comprendió cómo sus brazos eran
 Solamente de nubes;
Imposible con nubes estrechar hasta el fondo 
Un cuerpo, una fortuna.
Y sus brazos son nubes que transforman la vida 
En aire navegable.

A través de una metonimia (nube como parte del paraíso), por las constantes anteriores podemos observar que Cernuda plantea la tesis del ser nonato hecho de nubes, deseo puro incapaz de aprehender la realidad, inocencia que no comprende la experiencia. Tal anulación del cuerpo, presente en todo Un río, un amor, se prolonga en la negación cernudiana ante las realidades hu- manas y la vuelta de los ojos hacia las nubes. El tema se extiende en el libro donde aparece el mayor número de poemas sobre la Guerra civil española y que lleva por título, precisamente, Las nubes (1937-1940). Si bien Cernuda coloca la hermosura de la naturaleza y de las creaciones humanas encima de la guerra, las imágenes que hemos examinado en Un río, un amor revelan una oposición aún más radical: el mundo es abyecto y sólo nos queda experimentar nostalgia de lo que algún día fuimos, de ese paraíso que Cernuda emparenta, como ocurre en la religión cristiana, con el paraíso perdido. La desgracia surge, para Cernuda, “cuando el tiempo nos alcanza”. Se trata de una regresión, de un deseo de estar olvidado por todos y por sí mismo, en un apartamiento donde podamos estar bajo el cuidado protector de la madre, la concha que de enda al molusco. La idea de estatismo es subrayada por Cernuda en otra de las páginas de su diario: “Después de unos días quietos, casi estancados, si no fuera por la lectura (releída La Chartreuse de Parma), hoy actividad exterior; y por lo tanto nervios”.
El deseo de permanecer estático, a semejanza del niño en el limbo o en el vientre materno, se mani esta nuevamente en la imagen del pájaro: “Y esa voz no se extingue como pájaro muerto”; “Árboles sin colores y pájaros callados”; “Atravesar ligero como pájaro herido”; “Fue un pájaro quizá ase- sinado”; “Aunque allí todo sea mortal, el miedo, hasta las plumas” (plumas como metonimia de pájaro).
La mayor parte de los adjetivos utilizados por Cernuda en el libro que analizamos tiende a la negación y a la esterilidad: el pájaro aparece, sucesivamente, callado, herido, su calidad es mortal y resulta,  nalmente, asesinado.
Si comparamos estos conceptos con poemas posteriores de Cernuda, “Vereda del cuco” o “El ruiseñor en la piedra”, veremos que en el universo cernudiano el pájaro simboliza al cantor, al poeta que canta sin otra recompensa que su acto. En Un río, un amor, el pájaro es un ser desamparado, a merced de una realidad que antes de destruirlo ya lo niega.
El pájaro callado simboliza la voz que no se atreve, conscientemente, a nombrar su verdad, esa “verdad del amor verdadero” que es, para Cernuda, el amor homosexual, y que estallará en Los placeres prohibidos como una furiosa declaración de principios. Relacionado con la imagen nubes-paraíso, el pájaro se convierte en símbolo del ángel. (¿No llamaba Rilke —otro autor muy leído por Cernuda— a los ángeles “pájaros del alma”?) Unos versos del
28 poema “Estoy cansado” con rman esta calidad de ángel caído, dueño de unas alas que no sirven más que para volar: “Estar cansado tiene plumas, / Tiene plumas graciosas como un loro, / Plumas que desde luego nunca vuelan, / Mas balbucean, igual que un loro”.
La tercera imagen que se repite en Un río, un amor es la de la nieve: 

Siempre hay nieve dormida
Sobre otra nieve, allá en Nevada.
Ensueño de amenazas erizado de nieve.
Palabras de mis sueños perdidos en la nieve.
Todas puras de nieve o de astros caídos 
En sus manos de tierra.
La verdad ignorante de cómo el hombre suele
 encarnarse en la nieve.

Como hemos señalado anteriormente, Cernuda odiaba la nieve. Sin embargo, en estas imágenes aparece como símbolo de pureza, de blancura. El poema “Sombras blancas”, de acuerdo con Cernuda, debe su nombre a la impresión causada después de haber visto la película Sombras blancas en los mares del Sur; pero el contenido latente va más alla de este contenido mani esto, del mis- mo modo en que el título “Quisiera estar solo en el Sur” no es sólo una copia del jazz I’d like to be alone in the South, como escribe Cernuda, sino un deseo latente por volver al sur, a la tierra natal.
Si por las imágenes de las nubes y el pájaro nos hemos dado cuenta de la búsqueda de la inocencia, lejos de la brutalidad de este mundo, la nieve y la blancura aparecen aquí como una obsesión de pureza. La edición de nitiva de La realidad y el deseo lleva al frente una sola dedicatoria: A mon seul désir.
¿No aparece esta leyenda al pie de los unicornios medievales y no es el unicornio uno de los símbolos de la castidad? La negación cernudiana nace de esta imposibilidad por aceptar su cuerpo y su sexualidad, en el sentido más amplio, y no sólo la crisis por la que atravesaba ante la falta de aceptación de su homosexualidad.
Enfrentar esta verdad lo conduce al apartamiento, a buscar un disfraz para la realidad. Por este motivo, no es extraño que la palabra olvido aparezca tantas veces:
Un vidrio que despierta formas color de olvido; Olvidos de tristeza, de un amor, de la vida.Sobre un río de olvido va la canción antigua.Olvidado en el suelo, amor menospreciado.Mirad vencido olvido y miedo a tantas sombras blancas. O cuerpos siempre pálidos, con su traje de olvido.

Un verso de Bécquer sirve de título a otro libro de Cernuda, Donde habite el olvido (1932-1933), cuya lectura confirma este deseo del poeta por permanecer enconchado en sí mismo, alejado de todo, a cargo de la madre nutriente y protectora. De ahí que, en una de las estrofas de este último libro, Cernuda expresa el anhelo por llegar a ese sitio:

Donde penas y dichas no sean más que nombres, Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo; Donde al  n quede libre sin saberlo yo mismo, Disuelto en niebla, ausencia,Ausencia leve como carne de niño.
Esta certeza de que la vida y el amor son anticipadamente imposibles, es notoria desde los títulos de Un río, un amor. “Desdicha”, “No intentemos el amor nunca”, “Todo esto por amor”, donde es muy clara la falta de identidad sexual y la tendencia al rechazo del cuerpo. En el poema titulado “Cuerpo en pena” la adjetivación misma contribuye a subrayar la idea de esterilidad: un ahogado recorre dominios silenciosos donde hay llanuras transparentes, “ár- boles sin colores y pájaros callados”. La pasividad y la indolencia, que Cernuda transmite a través del ritmo y la aliteración, insisten en esta idea de vacío:

Las sombras indecisas alargándose tiemblan, Mas el viento no mueve sus alas irisadas;si el ahogado sus vividos recuerdosHalla un golpe de luz, la memoria del aire.

Si bien Un río, un amor no contiene la obra más característica del poeta sevillano, constituye un material sugerente, pues fue escrito en una época decisiva de la biografía y el desarrollo estético de su autor. La indecisión y el balbuceo del libro se explican por la circunstancia vital que he venido examinando. Con todo, Un río, un amor no contradice el sentido general de La realidad y el deseo. En el libro siguiente, Los placeres prohibidos, hay una plena aceptación de la homosexualidad. Un río, un amor está dominado por el “cuerpo en pena” que, lejos de la protección materna —aunque conscientemente Cernuda hable de dominio e incomprensión—, se sienta en una zona limítrofe entre la carne y el espíritu. En su utopía, Cernuda cree posible el retorno al tiempo de la niñez, y esta ansia de pureza, precisamente por ser buscada como una represión de los instintos (sentimiento de culpa ante la muerte de la madre) antes que como una auténtica liberación, lo lleva a emprender —a través del poema— este retorno al claustro materno.
El cuerpo en pena del ahogado que hemos visto en uno de los poemas de Cernuda simboliza el ser que no ha nacido, la necesidad de volver al origen, recluirnos, encerrarnos, no ser más conscientes de la oposición entre la fuerza del deseo y la castración de la realidad. La elegancia legendaria de Luis Cernuda es, entre otras cosas, la armadura que de ende al erizo, y, por otra parte, el deseo de ser como la madre, al menos en su aspecto físico, como puede verse si leemos con atención ciertos poemas de Ocnos donde Cernuda admira la elegancia del atuendo de la mujer o el orden femenino de los bazares. El deseo de Cernuda en Un río, un amor, ante la imposibilidad de comprender su verdad sexual, lo conduce a imaginar este estado fetal donde el niño, dentro de la madre, no debe encargarse de sus propias funciones vitales.
Como ha visto Walter Muschg, la poesía es una enfermedad que en su trayecto elabora la curación, misma que, paradójicamente, nunca es completa. Más que de curación en el sentido clínico, es necesario hablar de conciliación, de tregua, de aceptación. En Cernuda, el descubrimiento de André Gide, unido a su experiencia personal, lo llevan a la aceptación de su cuerpo y de su verdad amorosa. La oposición tan radical que existe entre los poemas de Un río, un amor y Los placeres prohibidos se explica por esta aceptación de sí mismo. El propio Cernuda se encarga de aclararlo cuando habla sobre el proceso de Gide al escribir Les nourritures terrestres:

al renunciar a su larga abstinencia amorosa, lo que estrecha en sus brazos, más que un cuerpo deseado, es la vida misma. Aquella negación anterior del goce era negación de la vida y ésta es la que ahora le embriaga, nueva, hermosa, pura, alcanzada a través y más allá del placer corporal.En Les nourritures terrestres, abolidas las fronteras entre lo espiritual y lo corporal, se cantan las bodas del cuerpo y del espíritu.

Aceptado el imperio de los sentidos, Cernuda se convierte en uno de los más grandes poetas amorosos de Occidente. Como escritor que procede en línea directa del gran romanticismo, ve en el amor la imagen primigenia. El amor inconsciente hacia la madre no termina: es sustituido. El vínculo que une al poeta con esa gran imagen primaria es la poesía, que se convertirá en uno de los temas de meditación de los poemas de Cernuda. Sirviéndola, viviendo para ella, logra conciliar —al menos por instantes— la escisión entre la realidad y el deseo, escisión sin la cual, paradójicamente, la poesía permanecería en ese limbo donde el poeta sale para emprender su aventura inútil. En uno de estos poemas Cernuda recapitula sobre esta idea de la Señora, que es al mismo tiempo origen y fin:

La poesíaPara tu siervo el sino le escogiera, Y absorto y entregado, el niño ¿Qué podía hacer sino seguirte?El mozo luego, enamorado, conocía Tu poder sobre él, y lo ha servido Como a nada en la vida, contra todo.Pero el hombre algún día, al preguntarse: La servidumbre larga qué le ha deparado, Su libertad envidió a uno, a otro su fortuna.Y quiso ser él mismo, no servirteMás, y vivir para sí, entre los hombres.Tú le dejaste, como a un niño, a su capricho.Pero después, pobre de ti sin todo,A tu voz que llamaba, o al sueño de ella, Vivo en su servidumbre respondió: “Señora”.

Luis Cernuda, mexicano

Y sólo el amor alivió ese afán, dándome la seguridad de pertenecer a una tierra, de no ser en ella un extranjero, un intruso. Luis Cernuda, Historial de un libro

El barrio es hondo y antiguo. Sus casas señoriales, que uniforman con su diversidad la armonía de la calle Francisco Sosa, alternan con heroicas accesorias que han resistido el paso del tiempo y la especulación inmobiliaria. Cerca de cuatro décadas después de la muerte de Luis Cernuda, antiguo  habitante de Coyoacán, fachadas, plaza, iglesia lucen, ciertos días y en horas determinadas, tal y como el poeta las recorrió cientos de veces. Los  fines de semana, el barrio es ocupado por gente en sus años verdes, que rinde homenaje a los versos “El sol que dora desnudos cuerpos juveniles y sonríe en todas las cosas inocentes”.
Tras el portón de la casa marcada con el número 11 de la calle Tres Cruces, casa de los Altolaguirre, que abrieron sus puertas al amigo sin familia y sin ajuar, aún brilla el jardín donde el poeta conquistaba la tregua necesaria, él que en parques, cementerios y ruinas halló motivos para la epifanía traducida en extensos poemas meditativos o en versos fulminantes que ya forman parte del patrimonio mayor de la memoria. De aquí salió su cuerpo el 5 de noviembre de 1963, rumbo a la funeraria Gayosso, y luego al Panteón Jardín, sembrado de cipreses, género de árbol que su amigo Gerardo Diego llamara “enhiesto surtidor de sombra y sueño”.
El pasado 5 de noviembre se cumplieron 29 años de que Cernuda fue al encuentro de la que llamaba “única realidad clara del mundo”. Ese día de 2002, los periódicos españoles rindieron al poeta un homenaje involuntario. No mencionaron su aniversario, pero sí la noticia de que la Guardia Civil española permitía a las parejas homosexuales convivir en una misma habi- tación. En la huerta de San Vicente, en Granada, el viento que requebraba a Preciosa estremeció las frondas de los árboles y penetró en las habitaciones de Federico García Lorca para con rmar al ángel que para el poeta la muerte es la victoria.
La última década de su vida, Cernuda quiso vivir en México; agotó las calles de la capital y viajó a algunas ciudades del interior; el mar de Acapulco le trajo de regreso el esplendor de Málaga, ése donde fue más feliz de lo que alcanzaba a vislumbrar su juventud atormentada. El sol, el aire y la gente le devolvieron su Andalucía —más cierta en el alma que en la realidad—, y le dieron la pauta para escribir los poemas en prosa que constituyen Variaciones sobre tema mexicano. No es casual que también en México preparara la edición definitiva de Ocnos, aparecida póstumamente. Cuando Cernuda llega a México, los Contemporáneos —que pudieron haber sido los suyos— habían dejado de ser los Contemporáneos y entraban en la entonces peligrosa definición de nuevos clásicos. Sin embargo, del grupo trató solamente al pintor Manuel Rodríguez Lozano, a quien dedicó precisamente Variaciones sobre tema mexicano. Como colaborador constante en periódicos, se incorpora a un grupo más joven, el de la llamada generación de medio siglo. En las páginas del suplemento México en la cultura, dirigido por Fernando Benítez, aparecen numerosas colaboraciones de Cernuda.
Dos ilustres paisanos suyos lo habían antecedido en su amor mexicano: Juan Rejano y José Moreno Villa. En 1943, el primero publica La esfinge mestiza. Crónica menor de México. Moreno Villa da a luz Cornucopia de México. (En 1955, Cernuda escribe el texto “Reflejo de México en la obra de José Moreno Villa”, donde habla de la mirada múltiple, de pintor, arqueólogo y lingüista que despliega Moreno en su descubrimiento del país).
Sin embargo, mientras Rejano y Moreno Villa transforman sus observaciones en crónicas o breves ensayos, Cernuda enfrenta México con los recursos de su sensualidad y su arsenal exclusivo de poeta. No obstante valerse de la prosa, Cernuda busca el equivalente correlativo, concepto aprendido en Eliot. El libro de Cernuda apareció en la colección México y lo mexicano, que pretendía precisamente nuevas lecturas de lo nacional, y revela el impacto —emotivo, sensual e inmediato— que el país tiene para Cernuda. Si bien el libro es publicado en 1952, desde 1951 comienzan a aparecer textos aislados en las revistas Ínsula, de Madrid, y Orígenes, de Cuba.

Reconocimiento, simpatía y amor. 
La gradación tiene lugar desde que el poeta cruza la frontera desde Estados Unidos. Amor contradictorio y amargo, que le devuelve sensaciones de domesticidad, pero también de la desolación de la tierra nativa. Poco a poco, el fervor mexicano se desdobla en tres: el amor a la tierra, el amor a la lengua y el amor a la laxitud —entrega, indolencia del cuerpo. Las tres emociones aparecen fundidas en el poema “La posesión”: “En un abrazo sentiste tu ser fundirse con aquella tierra; a través de un terso cuerpo oscuro, oscuro como penumbra, terso como fruto, alcanzaste la unión con aquella tierra que lo había creado. Y podrás olvidarlo todo, todo menos ese contacto de la mano sobre un cuerpo, memoria donde parece latir, secreto y profundo, el pulso mismo de la vida”.
Espíritu solar, en México Cernuda se entrega a sus emociones; él que todo lo captaba primero en los sentidos y luego en el espíritu. Variaciones sobre tema mexicano quiere ser la bitácora que, como la del auténtico viajero, se escribe en el alma. Fiel a la lección de John Ruskin, quien lo enseñó a evadir la falacia patética y la emoción inmediata, no menciona sus sitios poéticos con mayúscula, sino los crea. Adivinamos en uno la terraza del Castillo de Chapultepec; en otro, los canales de Xochimilco. Le importa siempre, con base en la experiencia externa, crear un espacio interior, develado por el poeta para hacernos mirar con nuevos ojos lo que siempre ha estado ahí. Los puentes entre la Sevilla de la infancia y el presente de Glasgow son producto de la memoria; aquellos que vinculan a España con México nacen de verduras análogas, de terrazas que están o estuvieron en otra parte más allá del océano. 
Sin embargo, la devoción por lo que formaba, a sus ojos, lo mexicano, nacía paralela a su enamoramiento por un nativo de esta tierra. Ser parte de otro significa adueñarse de su territorio, poseerlo. Por eso sus poemas no son estampas del turista deslumbrado por el paisaje extranjero, sino testimonio de una mutua y enriquecedora posesión.
Cernuda vino a México por primera ocasión en 1949, durante las vacaciones de verano, pues era profesor invitado en Mount Holyoke. Debido a su importancia biográfica, importa subrayar lo que dice respecto a su amor mexicano en las páginas de Historial de un libro, confesión y autobiografía escrita y publicada también aquí:

Seguí volviendo a México los veranos sucesivos, y durante las vacaciones de 1951, que había alargado pidiendo medio año de permiso a las autoridades de Mount Holyoke, conocí a X, ocasión de los “Poemas para un cuerpo”, que entonces comencé a escribir. Dados los años que tenía yo, no dejo de comprender que mi situación de viejo enamorado conllevaba algún ridículo. Pero también sabía, si necesitara excusas para conmigo, cómo hay momentos en la vida que requieren de nosotros la entrega al destino, total y sin reservas, el salto al vacío, con ando en lo imposible para no rompernos la cabeza. Creo que ninguna otra vez estuve, si no tan enamorado, tan bien enamorado, como acaso pueda entreverse en los versos antes citados, que dieron expresión a dicha experiencia tardía. Mas al llamarla tardía debo añadir que jamás en mi juventud me sentí tan joven como aquellos días en México; cuántos años habían debido pasar, y venir al otro extremo del mundo, para vivir esos momentos felices.

Para comprender el sentido de la frase “estar bien enamorado” es preciso recordar las frustraciones latentes detrás de sus amores juveniles, así como de los poemas que dan testimonio de ellos. Como joven amante, Cernuda se entrega frontal y totalmente, y fracasa. Como hombre maduro, recibe lo que aquel joven hubiera anhelado. “Poemas para un cuerpo” es un libro más decisivo en la vida que en la obra de Cernuda. Ante el esplendor del enamoramiento y bajo la oscura luz de la historia terminada, Cernuda tuvo algunos de sus instantes vitales más intensos, aunque los poemas, en sí, no sean memorables. Crítico y autocrítico, Cernuda confesaba que no siempre había sido capaz de establecer la distancia necesaria entre el hombre que sufre y el poeta que crea. De ahí que podamos confiar en su testimonio cuando afirma que “Poemas para un cuerpo son... entre todos los versos que he escrito, unos de aquellos a los que tengo algún afecto”. Existe la leyenda de que el sepulcro de X —o Salvador Alighieri, como ya lo ha bautizado el canon de la leyenda sevillana— se halla próximo al de Cernuda en el Panteón Jardín, del sur de la ciudad de México, pero el nombre mismo del destinatario de los poemas continúa en el enigma. Lo cierto, y lo que se deriva de los textos, es que Cernuda no tiene prejuicios en mencionar la palabra cuerpo, y que el inspirador de los poemas era alguien que hacía del  fisiculturismo y de la actividad física los ejes de su vida. Al poeta maduro ya no le interesa llegar al alma a través del cuerpo sino, en una muy particular forma de mística, tener acceso al cuerpo sin las trampas del corazón. Naturalmente, no logró esta 35 separación: la realidad volvió a estar separada del deseo.
La publicación de Poemas para un cuerpo en una plaquette independiente, refleja la importancia que para Cernuda tenía su historia de amor y los versos nacidos a partir de la relación. Verlos en letra impresa era al mismo tiempo un homenaje y un exorcismo. Gracias al epistolario inédito reunido por Fernando Ortiz (Sevilla, Compas, Biblioteca de Asuntos Poeticos, 1991), es posible seguir paso a paso el accidentado tránsito del libro. En ellas aparece la célebre neurastenia cernudiana, leyenda fomentada por sus propios amigos, como el “Licenciado Vidriera” inventado por Salinas y que acaso por justo, tanto molestaba a Cernuda. Sin embargo, tal actitud era en el fondo una necesidad de respetar al otro, de no meterse en sus cosas, y de pedir lo mismo a cambio. Orgullo del tímido: no me hagas lo que no quieres que te haga, pero insiste para romper este cerco que me impongo. Además del interés sentimental y personal que Cernuda mostraba por la aparición del libro, en estas cartas se trasluce su fervor por la tipografía y la sobriedad editorial. Desde su refugio coyoacanense, Cernuda defiende su libro contra las ilustraciones de Álvarez Ortega que Fernández-Canivell pensaba incluir, y las cuales son un ejemplo de cómo leían los otros a Cernuda y cómo él no quería ser leído. Nada más lejano del espíritu de “Poemas para un cuerpo” que esos frágiles dibujos a los que el homosexual muy hombre que era Cernuda llamó con justicia “mariconerías”. Se hallan lejanos, incluso, del espíritu de poemas anteriores como “El joven marino” o “A un muchacho andaluz”.
Me atrevo a conjeturar que dos poemas de Desolación de la quimera son producto de la relación amorosa mexicana, o del desdoblamiento que el poeta experimenta al contemplarse en el espejo antagónico del otro. En “Birds in the night”, las caminatas de Rimbaud y Verlaine por la noche londinense son también las de Cernuda y su amor mexicano: el enamorado con experiencia pero siempre proclive a las nuevas heridas del ángel terrible, y el joven amantetan dispuesto a la entrega absoluta como al inmediato abandono. La ruptura y el desencuentro ocurren, precisamente, en la calle, como aclara uno de los “Poemas para un cuerpo”:

La calle, sola a medianoche,Doblaba en eco vuestro paso. Llegados a la esquina fue el momento; Arma presta, el espacio.Eras tú el que partía,Fuiste primero tú el que rompiste, Así el ánima rompe sola,Con terror a ser libre.Y entró la noche en ti, materia tuya Su vastedad desierta,Desnudo ya del cuerpo tan amigo Que contigo uno era.
El otro poema es “Luis de Baviera escucha Lohengrin”, donde Cernuda,  el a su necesidad de utilizar las máscaras de otros, imagina al monarca esteta enfrentado al amor y a la música, a la temporalidad de su existencia terrena y a su condición de ángel eterno. Enamorado de la belleza física, asistente asiduo a los conciertos de música clásica, ¿cómo no pensar en Aschenbanch, el artista enamorado que Thomas Mann concibe, persiguiendo en las calles de Venecia al otro que es él mismo, espejo de Narciso que combate, en batalla perdida, contra el tiempo?
Son numerosas las historias e imágenes de los habitantes de la ciudad de México que lo vieron por la urbe que, caminante y solitario como era, conoció hasta agotarla. 
Cernuda y la ciudad. 
iremos parte de ese álbum fotográfico, instantáneas impresas —ya para siempre— en pupilas mexicanas: Cernuda y el autobús Colonia del Valle, donde se sentó al lado de un adolescente que leía un libro de poemas, pretexto para la conversación donde el joven, llamado Enrique González Rojo, le comunicó su parentesco con el abuelo ilustre. Cernuda y los martinis del Sanborn’s de Lafragua, donde iba a festejar su cumpleaños de hombre solo. Cernuda en las oficinas de Hacienda, llenando la puerta con sus suéteres ingleses, saludando a Octavio G. Barreda y Fausto Vega. Cernuda en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras, vestido con la elegancia excesiva que es en el fondo blindaje del solitario. Cernuda en los salones de clase, impartiendo una cátedra aburrida en un salón semidesierto, para cofirmar la regla de que los buenos escritores son malos profesores. Cernuda en la tertulia del Hotel del Prado, donde Sergio Fernández lo mira transfgurarse desde su llegada rígida, hasta la locuacidad
que lo animaba al hablar de los poetas ingleses con familiaridad y cercanía, como si acabara de tomar el té con ellos. Cernuda a la salida del Palacio de Bellas Artes, recorriendo a pie los diez kilómetros hasta Coyoacán, alimentando por la luz de Mozart; Cernuda grabando sus poemas para el disco editado por la Universidad Nacional Autónoma de México para la serie Voz Viva, en una cinta casera que no elimina el modo seco, urgente, con que pasa de un poema a otro, timbre metálico y bajo, voz discreta y honda que tiende a no hacerse notar, como el Góngora de su poema que sólo salía amparado por la penumbra, para que menos se notara “la bayeta caduca de su coche y el tafetán delgado de su traje”. Cernuda en el ataúd  amante de Gayosso, el rostro impecablemente afeitado, y Guillermo Fernández —único poeta mexicano que lo veló toda la noche— estableciendo, a través del vidrio, el vínculo que no pudo darse en vida.
Debemos a Paloma Altolaguirre varias imágenes de un Cernuda distinto al de la leyenda: amante de los niños y los perros, a los cuales aplicaba apodos y apellidos, asistente a la iglesia de San Juan Bautista, siempre y cuando no hubiera misa, y al ciclo de canto gregoriano que organizó la Universidad Ibero- americana. Salía poco y apenas recibía visitas. Una de ellas, la de Octavio Paz, quien ha dejado una instantánea magnífica de la visión que le proporcionaba el poeta entre la penumbra del jardín. Sus últimos días, de manera no tan inconsciente, preparó su último viaje. Concha Méndez lo recuerda indiferente a la correspondencia, la cual tiraba al cesto de basura sin haberla abierto, pero al mismo tiempo con accesos de jovialidad y de ternura.
Acaso porque murió en un día cercano al de Todos los Santos, Luis Cernuda regresa más intensamente hasta nosotros, enfundado en su elegancia excesi- va, refugio y armadura del solitario: recorrerá los lugares donde la conciliación —como la felicidad— se daba sólo por instantes: ante un pastel de mil hojas en el café del cine París: gozoso como niño ante los cucuruchos de camarones que solía comprar en puestos callejeros; como los verdaderos solitarios —Pessoa, Lovecraft, López Velarde—, Luis Cernuda tenía hábitos de niño: comer solo y lo que se antojaba, no respetar las convenciones, hacer del cine o la sala de con- ciertos su dominio exclusivo: travesuras del dandy que no desea cumplir con los rituales burgueses de los otros. De tal manera, el hombre cercano a los sesenta años rendía homenaje al joven que treinta años antes, en la antología de Gerardo Diego, subrayaba su iconoclasta declaración de fe: “No sé nada, no quiero nada, no espero nada. Y sin aún pudiese esperar algo, sólo sería morir allí donde aún no hubiese penetrado esta grotesca civilización que envanece a los hombres”. Luis Cernuda leyendo a Garcilaso ante un grupo de alumnos indiferentes en la Facultad de Filosofía y Letras; entrando en un cine para “vivir sin estar viviendo”; celebrando la belleza física del cuerpo en una pelea de box en la Arena Coliseo; apagando por última vez la luz de su cuarto en Tres Cruces 11, corazón de Coyoacán, sabiendo, en el fondo, que a la mañana siguiente tenía cita, a primera hora, con aquella que no dejaba a los Cernuda llegar a los sesenta años. Concha Méndez lo encontró en el piso, recién afeitado, la pipa en una mano y los cerillos en la otra. Limpio de cuerpo, manifestaba su lealtad a uno de sus textos: “Tal vez sea mejor vivir así, desnudo de toda posesión, dispuesto siempre para la partida”.
El cementerio Jardín es grande pero íntimo. 
En la fosa 48,  la 4, sector C, yace bajo una lápida que tiene la sobriedad de sus actos terrestres: “Luis Cernuda Bidou. Poeta. Sevilla 1904-México 1963”. La tumba de granito es sencilla, de una sencillez tan inmediata que linda con la indiferencia. En Luis Cernuda, con Luis Cernuda, esta palabra tiene un doble sentido. Aún en la megalópolis del tercer milenio, el cementerio es la isla de silencio que defendió los 61 años de su aventura terrestre. En días pasados, un admirador anónimo depositó una maceta de plástico con  ores violetas, convertidas en símbolo personal gracias a los versos que el sevillano dedicara a Mariano José de Larra:

  • Y en este otro silencio, donde el miedo impera, 
  • Recoger esas  ores una a una
  • Breve consuelo ha sido entre los días
  • Cuya huella sangrienta llevan las espaldas
  • Por el odio cargadas con una piedra inútil.

Como la casa Usher en el cuento de Poe, la tumba de Cernuda luce una grieta que comienza donde termina su nombre y la cruza por completo. El epígrafe de ese texto, firmado por De Beranger, también puede ser aplicado a Cernuda: “Su corazón es un laúd suspenso. Cuando se le toca, resuena”.
Termino estas palabras con una fotografía tomada ante la tumba de Luis Cernuda el 5 de noviembre de 1978, en los 15 años de la muerte del sevillano. Nos encabeza Concha Méndez, con un ramo de  ores del jardín de la casa de Tres Cruces donde Cernuda creía recuperar el huerto cerrado que solo la infancia y la poesía nos permiten poseer. A sus 80 años de edad, Concha Méndez era la memoria del grupo de poetas que hizo el Otro Siglo de Oro de la poesía española. Con dos bastones y el corazón entero, representaba a esa generación del 27 cuyo mayor heroísmo fue vivir con una intensidad que devoró al tiempo para incorporar a España a la modernidad. Y estábamos también los otros, quienes éramos niños o apenas íbamos naciendo cuando Luis Cernuda anduvo entre nosotros, sobre la misma tierra donde apenas  orecíamos, ignorantes de que en nuestra entraña maduraba la perla. Cada uno de nosotros se llevó la parte de la herencia cernudiana que le correspondía.
A todos nos quedaba claro que, por haber estado en nuestra tierra, por reposar bajo ella, Luis Cernuda es mexicano. En México, donde el “ésta es su casa” es signo revelador de la generosidad de sus habitantes, aprendió nuestro culto a la muerte y también a hablar con ella. No hay casi poema de Desolación de la quimera, ya se trate de aquellos donde él o su otro yo son personajes, o donde rinde homenaje a la condición del artista, que no se re era a la acción de morir. Pudo haber regresado a Estados Unidos; rechazó al examen médico, puso mil pretextos. Meta de muchos peregrinos, México fue el punto  final de un afán viajero cuyo corolario se encuentra en uno de sus últimos poemas:

Mas tú ¿volver? Regresar no piensas, 
Sino seguir libre adelante,
Disponible por siempre, mozo o viejo, 
Sin hijo que te busque, como a Ulises,
 Sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.

Bajo la evidente amargura de estos versos late la confirmación de la es-tela mexicana de Luis Cernuda, y un consuelo posible para quien vivió en soledad y a ella dedicó algunos de sus versos más memorables. Fuimos al Panteón Jardín para hablar con Cernuda, pero también para comprobar que su esterilidad es aparente. Ese día, y todos los demás en que al azar abrimos La realidad y el deseo o ejecutamos una acción que redime la dignidad del hombre, decimos al poeta que somos los hijos que no tuvo pero tiene. Los hijos mexicanos de Luis Cernuda.
La imagen es del archivo Tomas Montero..

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