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Una ultraderecha impresentable/Jorge Fernández Menéndez
Jorge Fernández Menéndez
Razones/ Excelsior, 22 de noviembre de 2022
En un hotel de la zona de Santa Fe, durante dos días, estuvieron reunidos, con una serie de discursos difíciles de digerir, uno más retrógrado que el otro, representantes de la ultraderecha de varios países del mundo, muchos de ellos entusiastas trumpistas, como Eduardo, el hijo de Jair Bolsonaro, el senador Ted Cruz, el líder de Vox, Salvador Abascal, el exactor Eduardo Verástegui, el candidato presidencial argentino Javier Milei y Steve Bannon, uno de los más cercanos operadores del propio Donald Trump. Según dijeron, quieren ser algo así como la réplica, en las antípodas, del izquierdista Foro de Sao Paulo.
Hace ya muchos años, luego de la caída del muro de Berlín, el español Ludolfo Paramio, cuando se presagiaba “el fin de la historia”, escribía sobre cómo rescatar a la izquierda después del diluvio que significó el derrumbe del mundo socialista y la eclosión conservadora, marcada entonces, entre otros, por Ronald Reagan y Margaret Thatcher (una ola conservadora que hasta podríamos extrañar respecto a la que nos ha tocado vivir unas décadas después). Decía Paramio que para rescatar a las izquierdas había que poner el acento, primero, en la democracia, luego en la desigualdad y siempre en la lucha por las libertades civiles, los derechos humanos, los derechos de las minorías, de las mujeres, del medio ambiente. Eso sería lo que diferenciaría a la izquierda de la derecha. Y en muy buena medida tenía, y tiene, razón.
Pero lo que se impuso en los últimos años ha sido otra cosa. Es el populismo, en el cual la democracia es cada vez menos importante y los derechos civiles, los de las minorías, el medio ambiente, son sacrificados en pos de objetivos “superiores”, todo siempre en torno a recuperar antiguas y supuestas grandezas perdidas. Pueden decirse de izquierda o de derecha, pero al final coinciden en muchos ámbitos, incluso en su lucha contra el libre mercado, contra la globalización, contra las libertades en general. Al final son opositores, desde derecha o izquierda del liberalismo al que responsabilizan de la decadencia, real o supuesta, de sus naciones. Eso se aplica por igual a Viktor Orban que a Donald Trump, a Nicolás Maduro que a Bolsonaro. También a López Obrador, aunque, con todo, nuestro marco de libertades sigue siendo más amplio que en otras naciones azotadas por gobiernos populistas.
Pero dentro de esa categoría tan vasta del populismo contemporáneo, pocos grupos y personajes resultan tan políticamente despreciables como los que se reunieron este fin de semana en la Ciudad de México. Despreciables por sus convicciones, sus dichos y en muchos casos por su ignorancia. De los reunidos en el cónclave se salva Lech Walesa, no sé si por sus posiciones actuales (en el mejor de los casos intrascendentes), sino por su lucha sindical pasada. Pero cuando uno escucha a Bannon, a Bolsonaro, a Cruz, a Verástegui, a Abascal, a Milei, entiende por qué, al final otras opciones, sean López Obrador, Kirchner, Sanders, Iglesias, con todas sus diferencias, terminan imponiéndose políticamente.
Lo mejor que le puede ocurrir a la izquierda populista es tener como adversarios a estos personajes, cuyos principios y retórica es tan anacrónica. Cuando el centro del discurso de estos grupos y personajes es la condena al feminismo, a los derechos de las minorías, la cancelación de los derechos lésbico-gay, el desprecio al medio ambiente, cuando el acento está tan puesto en el nacionalismo y el regreso al pasado, ese mismo pasado es el que los pone en donde deberían estar, en el basurero de la historia.
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Importar fascismo/ Jesús Silva-Herzog Márquez
en REFORMA, 21 e noviembre
Se ha celebrado en México una cumbre de la ultraderecha norteamericana. La Conferencia de Acción Política Conservadora nació a mediados de los años setenta en Estados Unidos y ha sido, desde entonces, el gran foro del conservadurismo de aquel país. La feria que pone a prueba los nuevos liderazgos y que muestra el tono de su discurso. Desde hace poco, CPAC se ha convertido en sede de la extrema derecha mundial. Un desfile que hermana a los populismos nacionalistas de todos los rincones. Hace unos meses, en Dallas, el trumpismo que se adueñó de esa feria convirtió a Viktor Orbán, el primer ministro de Hungría, en algo así como el guía de la Internacional Populista. Admiraban en él al eficaz destructor del orden liberal, al político popular que ha desmantelado, una tras otra, las precauciones institucionales, levantando un régimen autoritario y nacionalista. Orbán es, quizá, el más impulsivo guerrero cultural de nuestro tiempo.
El más resistente, también. Trump está fuera del poder y no ha iniciado con buen pie su campaña electoral. Bolsonaro está a punto de dejar la Presidencia en Brasil. Putin sigue enredado en una guerra que no fue el paseo triunfal que imaginaba. La ultraderecha francesa ha vuelto a fracasar, mientras la incompetencia del populismo británico ha pasado factura. Solo en Italia ha habido buenas noticias este año para la extrema derecha. Por eso puede decirse que quienes llegaron a México a la fiesta del populismo nacionalista no representan una corriente ascendente, sino más bien, en repliegue. Con todo, el cartel fue representativo de esa derecha antidemocrática que pretende hacer causa común en el mundo.
Hay, en efecto, una internacional nacionalista que se alía para levantar sus fronteras, para detener cambios que se perciben como destructores de la identidad, para regresar el reloj y restaurar valores tradicionales, para denunciar los derechos de las minorías. Si hay una cuerda común es el odio al liberalismo democrático. Ahí coinciden Trump y Orbán; Putin y Bolsonaro.
No deja de ser perturbadora la inserción de esta derecha mexicana a la corriente internacional. Se invita a Trump a un evento en México para ofrecer un mensaje especial. Se le vitorea como si el Presidente que fue dos veces procesado por violaciones a la Constitución, el golpista que sigue sin reconocer el veredicto democrático fuera un guadalupano fervoroso. Me sorprende que se admire a quien nos escupe. Entiendo que el gobierno mexicano se haya visto obligado a entenderse con el patán. Lo que no puedo entender es que un grupo de católicos consideren a ese sujeto detestable como modelo político. Los trumpistas mexicanos hacen suyo el odio a México. Convertir a Trump en guía político es autodenigración. Es celebrar sus insultos, es acompañar su desprecio, es festejar sus fechorías. Es también aceptar la bestialidad de un tipo que consideró seriamente lanzar misiles a nuestro país.
No extraña que el extremismo reaccionario vea al socialismo y al liberalismo como enemigos de la tradición y de la identidad. Los liberales y los socialistas, se dijo en la feria ultraconservadora de Santa Fe, quieren destruir lo más sagrado: la vida, la familia, al ser humano. Pero aparece ahora una derecha que no parece actualización del viejo conservadurismo católico sino importación de la política del espectáculo y la provocación. Suscribe todas las conspiraciones; da foro a quienes rechazan la legitimidad democrática; alaba a los golpistas de antes y a los de ahora; emplea las tecnologías que difunden la mentira; entiende la política como una guerra de cultura.
Este populismo conservador que aparece en México de la mano del trumpismo es una novedad histórica. No sé si tiene raíz o si tiene futuro. Pero es algo nuevo. El viejo conservadurismo era tan enemigo de la amenaza del comunismo internacional como del peligro de la contaminación yanqui. En ambos veía fuerzas descatolizantes. Dos amenazas a la raíz profunda de México, desnaturalizaciones a las que había que oponerse ferozmente. Alabar a Donald Trump, a Steve Bannon o a la familia Bolsonaro representa un cambio profundo para la derecha mexicana. Un fascismo importado.
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