LAGOS DE MORENO, JALISCO
El ‘caso Lagos de Moreno’: el secuestro de cinco jóvenes en Jalisco y el video que lo destrozó todo
Beatriz Guillén
EL PAÍS, México - 19 ago 2023
Hay una retransmisión en directo a las puertas de la Fiscalía de Jalisco y en mitad de la noche grabada se oye un grito animal. A las familias de Roberto Olmeda, Diego Lara, Uriel Galván, Jaime Martínez y Dante Cedillo les ha llegado una fotografía y un video del secuestro de los muchachos. Esos padres y madres, hermanos y amigos que esperaban desde el 11 de agosto alguna noticia de los cinco jóvenes, los reconocen el martes en las imágenes de un brutal escenario intervenido por el crimen organizado. Detrás de ese alarido está escondido el dolor de un país asediado.
Hace una semana que los chicos de Lagos de Moreno se reunieron en el mirador de San Miguel. Roberto, Diego, Uriel, Jaime y Dante tenían entre 19 y 22 años, y eran amigos desde la infancia. Sus vidas habían tomado caminos distintos: Roberto estudiaba ingeniería, Diego era herrero, Jaime albañil y Dante había emprendido su propio negocio, pero les seguían quedando los atardeceres juntos en el barrio. Fue Magalli Lara, hermana de Diego, quien dio la voz de alarma ante la desaparición de los muchachos: “Urgente: desde anoche, nuestras vidas están sumidas en angustia”, escribió la joven. Desde el primer momento, las familias se organizaron para protestar ante las autoridades y exigir avances en la búsqueda.
El caso podía haberse quedado en el limbo atroz en el que viven más de 110.000 familias en México que buscan a sus desaparecidos, que escarban la tierra y rastrean fosas para encontrar pistas. Solo en Jalisco hay 14.890 personas sin localizar, según las cifras oficiales del Gobierno, es el Estado con mayor número de desaparecidos.
A menos de 40 kilómetros de Lagos, en Encarnación de Díaz, hace tan solo tres semanas que se llevaron a las hermanas Saucedo Zermeño. Adriana, Olivia y su pareja Beatriz Hernández, se esfumaron cuando iban en su coche el 27 de julio. A Marisela la arrancaron de su casa unos hombres armados al día siguiente. Era la mayor de todas y solo tenía 28 años. No hay rastro de las jóvenes. Durante días ninguna autoridad buscó a las chicas. Este periódico ha preguntado de forma constante a la Fiscalía de Jalisco por los avances en la búsqueda: “Se llevan a cabo acciones en gabinete y campo” es la respuesta.
Pero en el tablero de los jóvenes de Lagos de Moreno entró el horror. La difusión de una imagen en la que aparecen los muchachos amarrados y golpeados, pero vivos, fue la prueba de que el crimen organizado se los había llevado. En los Altos de Jalisco y la parte norte del Estado, que colinda también con Zacatecas y Aguascalientes, impera la ley del narco. Sin intervención del Estado, la disputa del Cartel de Sinaloa contra el Cartel Jalisco por el control de la zona está dejando un reguero de sangre y dolor. La prestigiosa antropóloga Rossana Reguillo lo llama el paso de la “necromáquina”: “Una máquina de la muerte a la que no le importa engullir cuerpos, territorios, y luego vomitarlos en forma de fosas, de cadáveres”.
La siguiente evidencia que recibieron las familias marca el límite entre el horror y la cordura. Un video muestra a dos de los muchachos tendidos en el suelo, cubiertos de sangre, mientras al fondo, en una escena impronunciable, uno de los chicos está siendo obligado a matar a uno de sus amigos. En esa grabación vertical de poco más de un minuto es donde todo acaba. “El video es un mensaje de terror. No se filtró, fue hecho circular con toda la intención de mandar mensajes, probablemente a un grupo contrario y a la ciudadanía que permanece aterrada”, apunta Reguillo. “Es una pieza testigo de algo muy profundo, muy roto y muy descompuesto. Hacer participar a las víctimas en este sangriento escenario es pavoroso y creo que también marca un punto de inflexión”.
El video es el centro donde converge todo a lo que se enfrenta un país con más de 15 años en guerra latente: el recrudecimiento constante de la violencia, la espectacularización del dolor para salir de la anestesia y el impacto en una generación de jóvenes que sabe cuándo sale de su familia pero no cuándo va a poder regresar. Todo, frente a un Estado petrificado.
“Lo que nos deja ver el caso de Lagos, que es la punta del iceberg, es que lo que estamos viviendo trasciende los números de la violencia”, apunta Leonel Fernández, director de Incidencia en Política Pública del Observatorio Nacional, “tenemos que pensar más allá de las cifras frías. La magnitud está desbordada: ya no es un tema de secuestro económico o de pelea entre grupos. Que lo de Lagos suceda tan abiertamente, como si nada, ilustra la indefensión de los mexicanos, la debilidad del Estado, la falta de conocimiento oficial. Lo que ha desnudado es que no hay capacidad de resolución de este tipo de violencia, tenemos una autoridad que no sabe por dónde empezar a trabajar frente a esta violencia absoluta, de estado naturaleza, donde gana el más fuerte”.
Una región convertida en campo de exterminio
No es la primera vez que el dolor llega en carne viva a Lagos de Moreno. En 2013, se reportó la desaparición de siete personas —seis jóvenes y un adulto—, días después se encontraron algunos de sus restos en una vieja tienda de abarrotes, a las afueras del municipio, que el crimen organizado había convertido en una casa de seguridad. No había video ni fotografías, apenas nada para identificar los cuerpos. Los familiares decidieron reconvertir el macabro lugar en un memorial para llorar a sus muertos.
“La violencia vuelve, de una manera diferente, a remarcar que toda esa zona de Jalisco, en su frontera con Guanajuato, lleva años convertida en un campo de exterminio. Hay evidencia de que esta barbarie no empezó este año, ha sido un proceso creciente al que yo llamo la violencia expresiva, porque ya no busca un fin, sino busca exhibir las huellas de su poder total”, reflexiona la antropóloga jaliscience Rossana Reguillo.
Al abrir el foco se registra que en abril uno de los altos cargos policiales de Encarnación de Díaz, donde desaparecieron las hermanas y al lado de Lagos, sufrió un atentado; en mayo, una emboscada con una mina mató a otros cuatro agentes de la Fiscalía en Tlajomulco cuando se dirigían a buscar restos de desaparecidos; en junio se encontraron algunos de los restos de ocho jóvenes que fueron secuestrados en un call center en Zapopan. “Preocupa la búsqueda de nuevos métodos de violencia, hay una escalada para controlar y mantener el dominio”, apunta el investigador en violencia Miguel Moctezuma, que señala también cambios en el entorno como los continuos hallazgos de laboratorios clandestinos de fentanilo o el decomiso de nuevas armas utilizadas por el crimen organizado.
¿Ante ese escenario qué pueden hacer los jóvenes, después de saber que un grupo de amigos puede salir una tarde en un coche y jamás regresar? Leonel Fernández apunta a la falta de oportunidades para la gran mayoría de los jóvenes que viven en contextos donde la violencia es diaria, donde suenan con fuerza el reclutamiento forzoso y el secuestro para trabajo esclavo. El investigador resalta la responsabilidad del Gobierno en crear estrategias para “rescatar a estos jóvenes y romper estas entradas a la violencia”.
Reguillo, que lleva décadas estudiando el impacto de la violencia en la juventud, es certera: “Hoy nuestros jóvenes en México lo que enfrentan es un presente bajo asedio: asediado por la violencia y la exclusión, que no se resuelve con becas directas, ni con abrazos, ni con balazos, donde el Estado como figura política ha ido reculando, replegándose, y otra fuerza trata de ocupar su lugar”. “En los chavos urbanos, que de 2011 a 2015 tuvieron una participación muy aguerrida, veo ahora una falta de voluntad de luchar, veo una tristeza muy paralizante”, apunta, recuerda a los jóvenes de Lagos y apela a todos los demás: “No entiendo qué estamos esperando para ir a protestar a las calles”.
Beatriz Guillén
Beatriz Guillén
Redactora de EL PAÍS en México. Trabaja en la mesa digital y suele cubrir temas sociales. Antes estaba en la sección de Materia, especializada en temas de Tecnología. Es graduada en Periodismo por la Universidad de Valencia y Máster de Periodismo en EL PAÍS. Vive en Ciudad de México.
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