¿Cómo hablar de Israel?/Juan Gabriel Vásquez, escritor
El País, Jueves, 12/Oct/2023
Hay muchas formas de hablar de lo ocurrido el sábado pasado, cuando Hamás comenzó un ataque terrorista contra Israel que inaugura una guerra nueva y que nos aboca a un mundo más roto que el mundo roto que ya tenemos. Hay muchas formas de hablar de ello, digo, pero una cosa es cierta: esto no lo habíamos visto nunca, y no hay manera de imaginar las consecuencias que tendrá.
Ahora trataré de explicar estos dos lugares comunes. Cuando digo que no lo habíamos visto nunca, me refiero a nuestro mundo nuevo de cámaras ubicuas y transmisiones inmediatas, que nos ha puesto frente al horror sin filtros: frente al horror de las familias con niños que son secuestradas entre gritos y miedo, frente al horror de los milicianos que entran en lugares poblados y cortan vidas —indiscriminadamente: nos hemos acostumbrado al adverbio—, frente al horror de los jóvenes que corren por campos arenosos para escapar de los ataques y llaman a sus padres para avisar de que algo no está bien. Un vídeo muestra la entrada de una camioneta blanca a la ciudad de Sderot—lleva una metralleta montada en la parte de atrás— y luego los cuerpos muertos de quienes esperaban el bus en una parada; otro vídeo muestra una familia acribillada dentro de su coche de familia (una mujer, un padre que había alcanzado a salir, un hijo o hija).
Y cuando digo que no hay manera de imaginar lo que vendrá, estoy pensando en la evidencia de que esta guerra entre Israel y Hamás no ocurre solamente ente Israel y Hamás. Los que saben más de esto ya habían señalado que la sofisticación del ataque, su riqueza de recursos y su organización paciente, son impensables sin la ayuda de Teherán, y eso, que a tantos les parece tan obvio, lanzaría la región a un estado de tensión impredecible y diversa. No hay manera de saber qué implicará esta participación iraní en el ataque más sangriento de la historia reciente de Israel; ni es posible olvidar que la guerra de Putin contra Ucrania se lleva a cabo desde hace tiempo con drones iraníes, porque de allí saldrán caminos hacia destinos inciertos. No es posible obviar el hecho de que en la nueva guerra que ahora comienza Israel necesitará ayuda militar, y esa ayuda vendrá de Estados Unidos, igual que vino de Estados Unidos la ayuda que impidió hace medio siglo la derrota de Israel —el de Golda Meir— en la guerra de Yom Kipur. ¿Qué significa eso?
Por lo pronto, que una víctima colateral del ataque de Hamás a Israel es Ucrania, pues no son ilimitados los frentes que Estados Unidos puede mantener abiertos. No solo es una cuestión de armas: en nuestra cruel economía de la atención, en nuestras vidas exhaustas cuya capacidad para asumir el dolor ajeno es limitada, nada peor podía pasarles a los esfuerzos ucranios por comunicar su tragedia que la aparición en el teatro del mundo de una tragedia nueva. En los últimos meses, se ha escrito mucho sobre lo que ahora se llama un mundo multipolar, la competencia de actores pequeños por la torta de poder que los grandes han perdido, y también así se puede hablar de la nueva guerra: como una prueba más de que el orden que siguió al año de 1945 —y la creación de Israel en 1948 es parte de ese orden— se descose por varios lugares. Pero esta conversación es geopolítica, y nunca he podido evitar la impresión de que hablar así es dejar por fuera muchas cosas importantes: la historia, con todas sus crueles lecciones sobre el momento en que se sembró lo que ahora ocurre; el lenguaje, que sufre diariamente en tiempos de guerra; y, sobre todo, las personas, cuyos cuerpos sufren la violencia. ¿Hay espacio en nuestra conversación para hablar de todo aquello? Hay que intentar que así sea; pues solo así, hablando del sufrimiento individual de seres humanos, se responde a las declaraciones como las que ha hecho el presidente colombiano Gustavo Petro, que, después de abogar por el diálogo (y eso está bien pero es vacío), ha sido incapaz de condenar los ataques, los ha relativizado y ha equiparado a Gaza con Auschwitz.
En cualquier caso, los que hemos seguido la historia de esta guerra grande hecha de guerras pequeñas hemos recordado en estos días, inevitablemente, lo ocurrido en octubre de 1973, cuando Egipto y Siria escogieron la festividad de Yom Kipur para atacar a Israel. Ahora se ha tratado de la fiesta de Sucot; cuando comenzó este ataque, cuando los israelíes de la frontera vieron los primeros cohetes iluminar el cielo de la madrugada, habían pasado 50 años y algunas horas desde Yom Kipur, y es inconcebible que las fuerzas israelíes no hayan ni siquiera tomado las precauciones del aniversario (cualquiera sabe que a los fanáticos les gustan los aniversarios: los servicios de inteligencia toman más precauciones cuando se acercan ciertas fechas). Pero no parecen ser más las similitudes: entonces se trató de una guerra convencional entre dos enemigos convencionales, una guerra entre ejércitos y estados. El ataque a civiles de este fin de semana, cruel y cobarde, nos hace pensar más en el 11 de septiembre de 2001. Salvo por el ingrediente novedoso y aterrador del secuestro. Y eso lo cambia todo.
El secuestro de más de 100 ciudadanos, niños y adolescentes entre ellos, que ahora son fichas de intercambio de prisioneros o herramientas para el chantaje terrorista, distingue a esta guerra de las que la han precedido. Hamás nunca se había atrevido a tanto, o, si lo había contemplado en algún momento, nunca lo había logrado llevar a cabo. En 2011, Benjamín Netanyahu intercambió a un soldado israelí secuestrado por más de mil prisioneros palestinos; ahora los secuestrados son muchos más, y además pueden ser y serán usados como escudos humanos, y eso le dificulta considerablemente la vida a Netanyahu, un primer ministro al que buena parte de los ciudadanos de Israel considera indeseable. No solo eso: según he podido confirmar, buena parte de los ciudadanos lo culpa de la catástrofe de seguridad que acaba de ocurrir. Demasiado ocupado subvirtiendo la democracia de su país, intentando verdaderos golpes de Estado contra el poder judicial, Netanyahu no midió (porque nunca ha querido medir) el efecto que tendría en su sociedad la división, la polarización y el enfrentamiento que él mismo se encargó de sembrar. Durante meses, al parecer, los altos mandos militares le habían advertido de que las divisiones sociales y políticas estaban provocando una imagen de fragilidad que sus enemigos aprovecharían. Muchos reservistas, como se contó aquí en el mes de julio, se estaban rebelando contra el autoritarismo de su Gobierno, contra sus agresiones a la democracia.
Habla un artículo de Le Monde de los vídeos que orgullosamente ha publicado Hamás: niños israelíes secuestrados y rodeados de niños palestinos que los hostigan; una mujer de 85 años, rodeada de sus captores, sonriendo con la sonrisa inconsciente de la senilidad. Todo israelí, tenga la edad que tenga, del sexo o la proveniencia que sea, se ha convertido en objetivo militar de Hamás, y los ataques del sábado son la encarnación más patente de esa degradación espantosa. Pero entonces aparece el ministro de Defensa israelí llamando a los palestinos “animales humanos”, y podemos aventurar que en esta guerra se sembrarán las semillas de los ataques futuros. La degradación que ahora vemos viene de mucho atrás, y solo augura degradaciones posteriores. Mientras no haya dos Estados, no hay razón para pensar que un día terminarán.
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