Sarkozy: continuidad y cambio/Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París.
Publicado en LA VANGUARDIA, 13/05/2007;
La elección de Nicolas Sarkozy a la presidencia de la República suscita esperanzas y temores sobre el futuro de la política exterior francesa. Tales expectativas contradictorias se refieren a una posible ruptura en relación con la diplomacia tradicional de la V República que descansaría sobre una visión de la construcción europea en adelante próxima a la de los británicos, un viraje estratégico proestadounidense y el final de una política activa en y con el mundo árabe en favor de una reafirmación preferente de la alianza con Israel. Algunos interpretan tales opciones como un enfoque modernizado y puesto al día de las cuestiones internacionales; otros consideran que de hecho no se trata sino de una vuelta a los principios observados bajo la IV República.
Sea como fuere, se trata indudablemente de un cambio de nuestra política exterior. ¿Lo pondrá en práctica efectivamente Nicolas Sarkozy? Las rupturas son muy raras en las políticas exteriores de los estados y suelen compararse a esos pesados petroleros cuyo rumbo no puede variarse de manera brusca.
La historia, la geografía, las tradiciones y sobre todo los intereses son poderosos signos distintivos que no se pueden disipar de un manotazo. La cuota de continuidad suele superar generalmente a la de los cambios. ¿Se recuerda, por ejemplo, que Jacques Chirac, presentado hoy como el adalid de la oposición a Estados Unidos y del fomento del multilateralismo, había iniciado su primer mandato con la reanudación de las pruebas nucleares francesas y el intento de reintegrar a Francia en la OTAN? ¿Que Mitterrand, que declaró en el Elíseo “la disuasión soy yo”, se había opuesto a la creación de la fuerza militar europea por parte de De Gaulle?
En el transcurso de los últimos meses, han podido observarse dos actitudes sucesivas de Nicolas Sarkozy. Antes de ser designado candidato, y a fin de subrayar su diferencia respecto de Jacques Chirac, insistía sobre la instauración de una nueva política exterior, aceptaba gustoso y satisfecho el apelativo de Sarko el Americano y declaraba a los estupefactos embajadores árabes que su prioridad era la relación con Israel. Desde el día de su investidura, ha recuperado un tono más gaullista. Ha reafirmado la pertinencia a su juicio de las grandes tomas de postura de Francia en el escenario internacional, especialmente en lo concerniente a la guerra de Iraq. Como presidente, Sarkozy adopta necesariamente otra dimensión, menos partidista. Una de sus urgencias consistirá en recuperar el rumbo y ritmo de la construcción europea, suspendido por el no francés en el referéndum de mayo del 2005. “Francia - ha declarado Sarkozy- está de vuelta en Europa”. Sarkozy elegirá la senda prudente de la ratificación parlamentaria, pero ha dicho que también tendrá en consideración la voz de quienes perciben la UE no como un factor de protección sino como el caballo de Troya de las amenazas que entrañan las transformaciones del planeta: un guiño a quienes votaron no.
Sarkozy ha saludado la amistad histórica con Estados Unidos, pero ha reafirmado que ello se acompaña del derecho a pensar de manera distinta. Ha insistido, sobre todo, en el deber de Estados Unidos de no obstaculizar la lucha contra el calentamiento climático que Francia combatirá de forma preferente. Si Nicolas Sarkozy quería acercarse a Estados Unidos, la verdad es que los márgenes de maniobra son sin embargo estrechos, sobre todo con la Administración Bush. Y con frecuencia las voluntades iniciales de los presidentes franceses de acercarse a Estados Unidos (incluido De Gaulle, que propuso en 1959 crear un triunvirato estadounidense-británico-francés en el seno de la OTAN) han topado con reacciones de rechazo de parte de Washington. En resumen, lo más probable es que Francia siga desempeñando el papel de aliado de Estados Unidos - sin alinearse con este país- y exprese puntos de vista distintos cuando lo estime necesario. Por último, Sarkozy reconoce que las relaciones entre el mundo occidental y el musulmán constituyen un factor clave.
Es indudable que la inclinación personal de Sarkozy es proisraelí. Nunca se ha desplazado a los territorios ocupados, en tanto que ha visitado el Estado israelí en numerosas ocasiones. Por otra parte, un 84% de los franceses afincados en Israel -que suelen sintonizar con la izquierda- votaron por él en la primera vuelta, hecho sin precedentes. Sin embargo, el sueño de paz en el Mediterráneo invocado por Sarkozy no podrá ver la luz sin una solución del conflicto palestino-israelí. Y Francia no podrá mantener su influencia en la región -y las buenas relaciones con los países árabes- si abandona a su suerte el dossier en cuestión. Puede darse la tentación de no mostrarse más activo en lo referente a este conflicto, de dejar que los dos protagonistas en relación desigual se las arreglen entre ellos o de dejar que los estadounidenses sean los únicos que tomen las riendas del problema; sin embargo, tales actitudes se darán de bruces con la realidad: será la mejor manera de no avanzar. Además, la causa palestina constituye una cuestión central a ojos de todas las sociedades árabes.
Los cinco primeros presidentes de la V República - de distinto temperamento- han forjado un legado diplomático común, con el estilo personal de cada uno. Si ningún sucesor del general De Gaulle ha roto con él, es porque todos ellos han considerado que se hallaba en juego el interés nacional del país que el presidente, simplemente, administra. Y lo más probable es que el sexto presidente no sea una excepción a la regla.
Sea como fuere, se trata indudablemente de un cambio de nuestra política exterior. ¿Lo pondrá en práctica efectivamente Nicolas Sarkozy? Las rupturas son muy raras en las políticas exteriores de los estados y suelen compararse a esos pesados petroleros cuyo rumbo no puede variarse de manera brusca.
La historia, la geografía, las tradiciones y sobre todo los intereses son poderosos signos distintivos que no se pueden disipar de un manotazo. La cuota de continuidad suele superar generalmente a la de los cambios. ¿Se recuerda, por ejemplo, que Jacques Chirac, presentado hoy como el adalid de la oposición a Estados Unidos y del fomento del multilateralismo, había iniciado su primer mandato con la reanudación de las pruebas nucleares francesas y el intento de reintegrar a Francia en la OTAN? ¿Que Mitterrand, que declaró en el Elíseo “la disuasión soy yo”, se había opuesto a la creación de la fuerza militar europea por parte de De Gaulle?
En el transcurso de los últimos meses, han podido observarse dos actitudes sucesivas de Nicolas Sarkozy. Antes de ser designado candidato, y a fin de subrayar su diferencia respecto de Jacques Chirac, insistía sobre la instauración de una nueva política exterior, aceptaba gustoso y satisfecho el apelativo de Sarko el Americano y declaraba a los estupefactos embajadores árabes que su prioridad era la relación con Israel. Desde el día de su investidura, ha recuperado un tono más gaullista. Ha reafirmado la pertinencia a su juicio de las grandes tomas de postura de Francia en el escenario internacional, especialmente en lo concerniente a la guerra de Iraq. Como presidente, Sarkozy adopta necesariamente otra dimensión, menos partidista. Una de sus urgencias consistirá en recuperar el rumbo y ritmo de la construcción europea, suspendido por el no francés en el referéndum de mayo del 2005. “Francia - ha declarado Sarkozy- está de vuelta en Europa”. Sarkozy elegirá la senda prudente de la ratificación parlamentaria, pero ha dicho que también tendrá en consideración la voz de quienes perciben la UE no como un factor de protección sino como el caballo de Troya de las amenazas que entrañan las transformaciones del planeta: un guiño a quienes votaron no.
Sarkozy ha saludado la amistad histórica con Estados Unidos, pero ha reafirmado que ello se acompaña del derecho a pensar de manera distinta. Ha insistido, sobre todo, en el deber de Estados Unidos de no obstaculizar la lucha contra el calentamiento climático que Francia combatirá de forma preferente. Si Nicolas Sarkozy quería acercarse a Estados Unidos, la verdad es que los márgenes de maniobra son sin embargo estrechos, sobre todo con la Administración Bush. Y con frecuencia las voluntades iniciales de los presidentes franceses de acercarse a Estados Unidos (incluido De Gaulle, que propuso en 1959 crear un triunvirato estadounidense-británico-francés en el seno de la OTAN) han topado con reacciones de rechazo de parte de Washington. En resumen, lo más probable es que Francia siga desempeñando el papel de aliado de Estados Unidos - sin alinearse con este país- y exprese puntos de vista distintos cuando lo estime necesario. Por último, Sarkozy reconoce que las relaciones entre el mundo occidental y el musulmán constituyen un factor clave.
Es indudable que la inclinación personal de Sarkozy es proisraelí. Nunca se ha desplazado a los territorios ocupados, en tanto que ha visitado el Estado israelí en numerosas ocasiones. Por otra parte, un 84% de los franceses afincados en Israel -que suelen sintonizar con la izquierda- votaron por él en la primera vuelta, hecho sin precedentes. Sin embargo, el sueño de paz en el Mediterráneo invocado por Sarkozy no podrá ver la luz sin una solución del conflicto palestino-israelí. Y Francia no podrá mantener su influencia en la región -y las buenas relaciones con los países árabes- si abandona a su suerte el dossier en cuestión. Puede darse la tentación de no mostrarse más activo en lo referente a este conflicto, de dejar que los dos protagonistas en relación desigual se las arreglen entre ellos o de dejar que los estadounidenses sean los únicos que tomen las riendas del problema; sin embargo, tales actitudes se darán de bruces con la realidad: será la mejor manera de no avanzar. Además, la causa palestina constituye una cuestión central a ojos de todas las sociedades árabes.
Los cinco primeros presidentes de la V República - de distinto temperamento- han forjado un legado diplomático común, con el estilo personal de cada uno. Si ningún sucesor del general De Gaulle ha roto con él, es porque todos ellos han considerado que se hallaba en juego el interés nacional del país que el presidente, simplemente, administra. Y lo más probable es que el sexto presidente no sea una excepción a la regla.
Europa y el mundo/DANIEL INNERARITY
Tomado de ElPaís, 13/05/2007
En el reciente debate durante la campaña a las presidenciales francesas de 2007 se habló muy poco de Europa y de política internacional, lo que ya es un hecho significativo. Pero lo que se dijo fue suficiente para comprobar qué asentada está una determinada idea de Europa. En un momento de la discusión Nicolas Sarkozy afirmó que no estaba dispuesto a que Europa fuera "el caballo de Troya de la mundialización". El entonces candidato tal vez sea ahora el Presidente de la República francesa gracias a que fue capaz de formular de una manera nítida ese sentimiento extendido que considera la mundialización únicamente como una amenaza. Esa percepción tiene una versión de derechas y otra de izquierdas; unos y otros parecen incapaces de percibir el vínculo estrecho que existe entre el proyecto de integración europea y la mundialización, las virtualidades que contiene una forma de cooperación política en orden a la configuración de un mundo multipolar.
Lo más interesante de la construcción europea es que permite superar la ficción de que la sociedad puede ser construida estatalmente y con independencia de otras sociedades. No existe una sociedad civil europea que resulte de la mera agregación de sociedades nacionales y desconectadas del resto del mundo. La sociedad europea forma parte de una sociedad global. Es un error subrayar en exceso la diferencia entre Europa y el resto del mundo o pensar que toda la estrategia de la integración se justifica para defenderse de un mundo visto como una realidad amenazante. Si por algo se justifica el experimento europeo es porque promueve un modelo de identidad que no sólo no requiere anular su diversidad interior, sino que tampoco necesita una oposición a otros para su propia afirmación: es un nosotros sin otros. Uno de los valores fundamentales de Europa es que la identificación con lo propio se hace menos exclusiva y permite una gran complementariedad. Es una paradoja el hecho de que impulsar una verdadera ciudadanía europea a través de valores universales conduzca a una menor identificación exclusiva con Europa en la medida en que tales valores suministran a los europeos razones para verse a sí mismos como parte del mundo, de una común humanidad.
La construcción política de Europa presenta unas singularidades que la diferencian de todos los proyectos de construcción nacional. Probablemente sea la primera entidad política que se configure sin necesidad de un patriotismo ideológico de los que exigían un pueblo delimitado y homogéneo, un origen común, unidad de lengua y cultura, y algún enemigo exterior que fuera útil para la cohesión interna. A pesar de que abunde la retórica en esa dirección, la contraposición con Estados Unidos trata de conferir a Europa una legitimidad que no necesita, ya que se asienta en otro tipo de valores. El proyecto europeo no exige, como ha sido habitual en la configuración de las naciones, dramatizar el peligro exterior para asegurar la cohesión interior.
Europa no puede concebirse como algo separado del mundo. A lo largo de la historia, los europeos han tenido, de una manera u otra, la conciencia de estar vinculados con el resto del mundo. Esa referencia, que en otras épocas tuvo un impulso civilizatorio, pero también comercial y colonial, ha dado a Europa una fuerza que continuamente la sustrae de su posible ensimismamiento. Por eso puede afirmarse que al impacto de la globalización no supone ninguna ruptura especialmente original con respecto a su historia. Frente a la concepción de una Europa como unidad autárquica claramente separada del resto del mundo y en competencia con él, el experimento europeo no tiene otra justificación que representar el embrión de una verdadera cosmopolítica. Nos urge "desprovincializar Europa", es decir, ponerla en el contexto que le corresponde y frente a sus actuales responsabilidades.
La Unión Europea pone de manifiesto, aunque sea de manera incipiente, que la globalización no es una amenaza para la democracia sino una oportunidad para extenderla más allá de los límites del Estado-nación. Europa es una forma especialmente intensa de elaborar un sistema global, una world polity en miniatura. La globalización, más que como una amenaza, como desafío o catalizador, ha de ser vista como una posibilidad para definir el proyecto europeo en términos globales. No se trataría tanto de tomar partido como actor global sino de promover otro modo de organización de las relaciones entre los actores. Estamos tratando de buscar el significado de la sociedad en un mundo en el que la coherencia social, la participación democrática y la legitimidad política están siendo redefinidas.
Las prácticas de gobierno de la Unión Europea cultivan una serie de disposiciones de alcance universal: la facultad de ver la propia comunidad con una cierta distancia, la aceptación de las limitaciones, la confianza mutua, la disposición a cooperar, un sentimiento de solidaridad transnacional. Europa no es ejemplar por una superioridad de algún tipo, sino porque el espacio público europeo es un caso representativo del hecho de que la mayor parte de las decisiones políticas no pueden adoptarse sin examinar su consonancia con los intereses de los otros. En ese sentido Europa puede considerarse como paradigma de la nueva política que está exigiendo un mundo interdependiente. Europa ofrece una experimentación moderna de la formación de un mundo verdaderamente multipolar. Es, sin duda, uno de los mensajes que la Europa política puede proponer: multipolar ella misma, puede promover ese modo de organización; proyectando al exterior su propia práctica interna puede contribuir a "civilizar" la globalización. El proceso europeo de integración política es una respuesta inédita, tal vez un día ejemplar, a las circunstancias que condicionan actualmente el ejercicio del poder en el mundo.
Daniel Innerarity es profesor titular de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
En el reciente debate durante la campaña a las presidenciales francesas de 2007 se habló muy poco de Europa y de política internacional, lo que ya es un hecho significativo. Pero lo que se dijo fue suficiente para comprobar qué asentada está una determinada idea de Europa. En un momento de la discusión Nicolas Sarkozy afirmó que no estaba dispuesto a que Europa fuera "el caballo de Troya de la mundialización". El entonces candidato tal vez sea ahora el Presidente de la República francesa gracias a que fue capaz de formular de una manera nítida ese sentimiento extendido que considera la mundialización únicamente como una amenaza. Esa percepción tiene una versión de derechas y otra de izquierdas; unos y otros parecen incapaces de percibir el vínculo estrecho que existe entre el proyecto de integración europea y la mundialización, las virtualidades que contiene una forma de cooperación política en orden a la configuración de un mundo multipolar.
Lo más interesante de la construcción europea es que permite superar la ficción de que la sociedad puede ser construida estatalmente y con independencia de otras sociedades. No existe una sociedad civil europea que resulte de la mera agregación de sociedades nacionales y desconectadas del resto del mundo. La sociedad europea forma parte de una sociedad global. Es un error subrayar en exceso la diferencia entre Europa y el resto del mundo o pensar que toda la estrategia de la integración se justifica para defenderse de un mundo visto como una realidad amenazante. Si por algo se justifica el experimento europeo es porque promueve un modelo de identidad que no sólo no requiere anular su diversidad interior, sino que tampoco necesita una oposición a otros para su propia afirmación: es un nosotros sin otros. Uno de los valores fundamentales de Europa es que la identificación con lo propio se hace menos exclusiva y permite una gran complementariedad. Es una paradoja el hecho de que impulsar una verdadera ciudadanía europea a través de valores universales conduzca a una menor identificación exclusiva con Europa en la medida en que tales valores suministran a los europeos razones para verse a sí mismos como parte del mundo, de una común humanidad.
La construcción política de Europa presenta unas singularidades que la diferencian de todos los proyectos de construcción nacional. Probablemente sea la primera entidad política que se configure sin necesidad de un patriotismo ideológico de los que exigían un pueblo delimitado y homogéneo, un origen común, unidad de lengua y cultura, y algún enemigo exterior que fuera útil para la cohesión interna. A pesar de que abunde la retórica en esa dirección, la contraposición con Estados Unidos trata de conferir a Europa una legitimidad que no necesita, ya que se asienta en otro tipo de valores. El proyecto europeo no exige, como ha sido habitual en la configuración de las naciones, dramatizar el peligro exterior para asegurar la cohesión interior.
Europa no puede concebirse como algo separado del mundo. A lo largo de la historia, los europeos han tenido, de una manera u otra, la conciencia de estar vinculados con el resto del mundo. Esa referencia, que en otras épocas tuvo un impulso civilizatorio, pero también comercial y colonial, ha dado a Europa una fuerza que continuamente la sustrae de su posible ensimismamiento. Por eso puede afirmarse que al impacto de la globalización no supone ninguna ruptura especialmente original con respecto a su historia. Frente a la concepción de una Europa como unidad autárquica claramente separada del resto del mundo y en competencia con él, el experimento europeo no tiene otra justificación que representar el embrión de una verdadera cosmopolítica. Nos urge "desprovincializar Europa", es decir, ponerla en el contexto que le corresponde y frente a sus actuales responsabilidades.
La Unión Europea pone de manifiesto, aunque sea de manera incipiente, que la globalización no es una amenaza para la democracia sino una oportunidad para extenderla más allá de los límites del Estado-nación. Europa es una forma especialmente intensa de elaborar un sistema global, una world polity en miniatura. La globalización, más que como una amenaza, como desafío o catalizador, ha de ser vista como una posibilidad para definir el proyecto europeo en términos globales. No se trataría tanto de tomar partido como actor global sino de promover otro modo de organización de las relaciones entre los actores. Estamos tratando de buscar el significado de la sociedad en un mundo en el que la coherencia social, la participación democrática y la legitimidad política están siendo redefinidas.
Las prácticas de gobierno de la Unión Europea cultivan una serie de disposiciones de alcance universal: la facultad de ver la propia comunidad con una cierta distancia, la aceptación de las limitaciones, la confianza mutua, la disposición a cooperar, un sentimiento de solidaridad transnacional. Europa no es ejemplar por una superioridad de algún tipo, sino porque el espacio público europeo es un caso representativo del hecho de que la mayor parte de las decisiones políticas no pueden adoptarse sin examinar su consonancia con los intereses de los otros. En ese sentido Europa puede considerarse como paradigma de la nueva política que está exigiendo un mundo interdependiente. Europa ofrece una experimentación moderna de la formación de un mundo verdaderamente multipolar. Es, sin duda, uno de los mensajes que la Europa política puede proponer: multipolar ella misma, puede promover ese modo de organización; proyectando al exterior su propia práctica interna puede contribuir a "civilizar" la globalización. El proceso europeo de integración política es una respuesta inédita, tal vez un día ejemplar, a las circunstancias que condicionan actualmente el ejercicio del poder en el mundo.
Daniel Innerarity es profesor titular de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
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