Los fallos de una justicia fallona/Antonio Franco, periodista
Publicado en EL PERIÓDICO, 03/10/09;
Aunque la justicia y la actuación de los magistrados se rijan por unos mecanismos propios, específicos y complejos, a los ciudadanos nos cuesta mucho aceptar sus decisiones cuando divergen con lo que manifiestamente es el sentido común. La letra menuda de la arquitectura judicial justifica, según dicen, que quienes no pertenecemos a su mundo y circulamos esgrimiendo tan solo la endeble arma de la lógica a veces no podamos entender las posturas y fallos de ese poderoso estrato.Creo en el Derecho y en la recta intención de la mayoría de quienes lo sirven, pero considero que España está a expensas de, precisamente, una vulneración habitual del espíritu profundo del Derecho por parte de una minoría de sus administradores. Creo en la separación de poderes, pero me extraña que en un contexto democrático como el nuestro el aparato de la justicia se aleje cada vez más de controles que emanen indirectamente de la voluntad popular expresada a través de las urnas. Porque esa falta de eficacia en los mecanismos de control deriva en que algunos magistrados, envalentonados, se muestran impúdicamente como si fuesen miembros de una casta superior habilitada para hacer prácticamente su voluntad.
No encaja ni con la lógica ni con el sentido común todo lo que rodea al caso Gürtel. No encaja que Juan Luis de la Rúa, presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, después de haberse manifestado públicamente como amigo personal del presidente Francisco Camps, sea quien decida judicialmente sobre la conducta de éste en unos casos en los que los jueces instructores y la policía han aportado graves indicios de culpabilidad. Si la justicia es lo que todos entendemos que debería ser, escandaliza que De la Rúa no se abstuviera de intervenir en estos asuntos, y todavía resulta peor que al no hacerlo él tampoco la estructura judicial dictase inmediatamente que este magistrado no es competente para enjuiciar a esa persona.A partir de ahí, hay más cosas absurdas. Porque no encaja tampoco con la lógica que De la Rúa haya podido rechazar impunemente por dos veces que el Tribunal Superior investigue lo sucedido sin entrar siquiera a fondo en el material recogido en las instrucciones previas. Ni que luego el magistrado amigo personal de Camps haya podido encargarse personalmente de dictar las sutilezas que han aparcado las acusaciones y pruebas de que el presidente de la Generalitat valenciana aceptó regalos importantes y continuados de personas y empresas a las que su Administración había adjudicado a dedo contratos millonarios, un escenario tradicional en los cohechos.Si se espera que la opinión pública bendiga la existencia de ese frontón de impunidades, están equivocados. Si se espera que la ciudadanía calle y se resigne cuando el amigo del sospechoso tira a la papelera los resultados de la tarea que hizo Baltasar Garzón como juez instructor, es que algunos nos confunden con ellos. ¡Cuánta razón tenía Garzón cuando alargó su fase investigatoria para ampliar hasta los detalles más nimios el resultado de sus pesquisas para que, precisamente, luego no pudiesen ningunearse las pruebas de las acusaciones sin que quien lo hiciera quedase en evidencia!Pero aquí no está fallando solo De la Rúa: lo peor es la falta de operatividad de las garantías de contrapeso que teóricamente existen en nuestra Administración de justicia. Siempre ha habido personas como este magistrado, pero siempre hemos esperado que en esos casos el conjunto del aparato judicial, sus controles y contrapesos, actuase para frenar los desvíos manifiestos. Pero las cosas ahora no van por ahí.La crisis de la justicia española, que se arrastra desde la transición, tiene su origen en la resistencia por corporativismo de los jueces y magistrados, torpedeando la adecuación de la estructura y el aparato judicial a unas coordenadas verdaderamente democráticas. Y ahora ha entrado en una fase flagrante y particularmente desmoralizadora. El mal ejemplo del Tribunal Constitucional (TC) es la obligada referencia de fondo de la situación porque sobrevive convertido en un árbitro sin legitimidad moral que tiene que desempatar en los difíciles problemas de estructuración de nuestro país. Los problemas los estamos viendo con su dilatadísima actuación sobre el Estatut.
La adulteración de la composición del TC, nacida a través de un bloqueo para que no se pueda efectuar la renovación preceptiva de sus miembros, resulta emblemática de su falta de idoneidad. Es difícil avanzar en la construcción de los aspectos más delicados de un Estado moderno plurinacional, y también resolver lo que ello comporta, cuando ni siquiera está definido adecuadamente lo que debe competer y lo que no al TC. La polémica abierta sobre si el Estatut puede estar a merced de un tribunal tan manoseado por el partidismo y por los impulsos corporativos del mundo de la magistratura, es muy significativa del agotamiento del modelo. Porque el Estatut es inequívocamente un pacto político de Estado ya refrendado directamente en las urnas, y ya respaldado también, al alimón, por el Parlament de Catalunya y el Congreso español. Si el tribunal lo desautoriza, a los ojos de la mayoría de los catalanes lo que quedará desautorizado es el TC, y el conflicto que puede abrirse tendrá cierta similitud con lo que podría haber sucedido si los tribunales hubiesen intentado frenar en su momento los pactos políticos de la transición democrática.
No encaja ni con la lógica ni con el sentido común todo lo que rodea al caso Gürtel. No encaja que Juan Luis de la Rúa, presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, después de haberse manifestado públicamente como amigo personal del presidente Francisco Camps, sea quien decida judicialmente sobre la conducta de éste en unos casos en los que los jueces instructores y la policía han aportado graves indicios de culpabilidad. Si la justicia es lo que todos entendemos que debería ser, escandaliza que De la Rúa no se abstuviera de intervenir en estos asuntos, y todavía resulta peor que al no hacerlo él tampoco la estructura judicial dictase inmediatamente que este magistrado no es competente para enjuiciar a esa persona.A partir de ahí, hay más cosas absurdas. Porque no encaja tampoco con la lógica que De la Rúa haya podido rechazar impunemente por dos veces que el Tribunal Superior investigue lo sucedido sin entrar siquiera a fondo en el material recogido en las instrucciones previas. Ni que luego el magistrado amigo personal de Camps haya podido encargarse personalmente de dictar las sutilezas que han aparcado las acusaciones y pruebas de que el presidente de la Generalitat valenciana aceptó regalos importantes y continuados de personas y empresas a las que su Administración había adjudicado a dedo contratos millonarios, un escenario tradicional en los cohechos.Si se espera que la opinión pública bendiga la existencia de ese frontón de impunidades, están equivocados. Si se espera que la ciudadanía calle y se resigne cuando el amigo del sospechoso tira a la papelera los resultados de la tarea que hizo Baltasar Garzón como juez instructor, es que algunos nos confunden con ellos. ¡Cuánta razón tenía Garzón cuando alargó su fase investigatoria para ampliar hasta los detalles más nimios el resultado de sus pesquisas para que, precisamente, luego no pudiesen ningunearse las pruebas de las acusaciones sin que quien lo hiciera quedase en evidencia!Pero aquí no está fallando solo De la Rúa: lo peor es la falta de operatividad de las garantías de contrapeso que teóricamente existen en nuestra Administración de justicia. Siempre ha habido personas como este magistrado, pero siempre hemos esperado que en esos casos el conjunto del aparato judicial, sus controles y contrapesos, actuase para frenar los desvíos manifiestos. Pero las cosas ahora no van por ahí.La crisis de la justicia española, que se arrastra desde la transición, tiene su origen en la resistencia por corporativismo de los jueces y magistrados, torpedeando la adecuación de la estructura y el aparato judicial a unas coordenadas verdaderamente democráticas. Y ahora ha entrado en una fase flagrante y particularmente desmoralizadora. El mal ejemplo del Tribunal Constitucional (TC) es la obligada referencia de fondo de la situación porque sobrevive convertido en un árbitro sin legitimidad moral que tiene que desempatar en los difíciles problemas de estructuración de nuestro país. Los problemas los estamos viendo con su dilatadísima actuación sobre el Estatut.
La adulteración de la composición del TC, nacida a través de un bloqueo para que no se pueda efectuar la renovación preceptiva de sus miembros, resulta emblemática de su falta de idoneidad. Es difícil avanzar en la construcción de los aspectos más delicados de un Estado moderno plurinacional, y también resolver lo que ello comporta, cuando ni siquiera está definido adecuadamente lo que debe competer y lo que no al TC. La polémica abierta sobre si el Estatut puede estar a merced de un tribunal tan manoseado por el partidismo y por los impulsos corporativos del mundo de la magistratura, es muy significativa del agotamiento del modelo. Porque el Estatut es inequívocamente un pacto político de Estado ya refrendado directamente en las urnas, y ya respaldado también, al alimón, por el Parlament de Catalunya y el Congreso español. Si el tribunal lo desautoriza, a los ojos de la mayoría de los catalanes lo que quedará desautorizado es el TC, y el conflicto que puede abrirse tendrá cierta similitud con lo que podría haber sucedido si los tribunales hubiesen intentado frenar en su momento los pactos políticos de la transición democrática.
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