2 nov 2009

La influencia nociva de Obama

La influencia nociva de Obama/Naomi Klein, columnista de The Nation y The Guardian. Autora de La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa
Publicado en LA VANGUARDIA, 02/11/09):
Entre el cúmulo de explicaciones de la concesión del premio Nobel de la Paz a Barack Obama, la que sonó más verdadera salió de la boca del presidente francés, Nicolas Sarkozy: “Sella el regreso de Estados Unidos al corazón de todos los pueblos del mundo”.
En otras palabras, fue la manera de decir Europa a Estados Unidos: “Te queremos de nuevo”, algo parecido a ese singular ritual de “renovación de votos” que celebran las parejas tras atravesar una mala racha. Ahora que Europa y Estados Unidos han vuelto a unirse de modo oficial, tal vez valga la pena preguntar: “¿Se trata de algo positivo?”.
El comité del premio Nobel de la Paz, que concedió el galardón a Obama por su adhesión a la “diplomacia multilateral”, está persuadido, evidentemente, de que la participación y compromiso de Estados Unidos en el ámbito internacional constituye un triunfo de la paz y la justicia. Personalmente, no estoy tan segura. Tras nueve meses de mandato, Obama hace gala de un historial claro y patente en tanto que protagonista en el tablero mundial.
De forma reiterada, los negociadores estadounidenses, en lugar de reforzar e impulsar las leyes y protocolos internacionales, han optado por debilitarlos, induciendo incluso a algunos países ricos a ir por la senda de una limitación de normas reguladoras.
Empecemos por la cuestión más en juego: el cambio climático. Durante el mandato de Bush, los políticos europeos se desmarcaron de Estados Unidos expresando su inquebrantable compromiso con el protocolo de Kioto.
Por tanto, cuando EE. UU. aumentó sus emisiones de gases de efecto invernadero en un 20% con relación a los niveles de 1990, los países de la Unión Europea redujeron los suyos en un 2%. Nada espectacular, pero ciertamente constituyó el claro ejemplo de cómo una brecha en la relación entre la UE y Estados Unidos reportó palpables beneficios al planeta.
Cuando se juzgaba que las recientes conversaciones sobre el clima celebradas en Bangkok supondrían un jalón conducente a un acuerdo susceptible de alcanzarse en Copenhague en el próximo mes de diciembre para reforzar el protocolo de Kioto, resulta, en cambio, que Estados Unidos, la UE y el resto de países desarrollados formaron un solo bloque para desechar el protocolo de Kioto con vistas a su sustitución.
Donde el protocolo de Kioto establecía objetivos claros y vinculantes sobre la reducción de emisiones, el plan estadounidense pretendería que cada país fije el grado de tal reducción para someter posteriormente sus planes a la vigilancia y supervisión internacional (sin más instrumento en la mano que hacerse ilusiones para garantizar que ello mantenga la temperatura del planeta por debajo de niveles catastróficos). Y donde Kioto responsabilizaba directamente a los países ricos que crearon la crisis, el nuevo proyecto en ciernes trata a todos los países por igual.
Estos tipos de propuestas poco convincentes no fueron del todo sorprendentes viniendo como venían de Estados Unidos. Lo escandaloso fue la repentina unidad del mundo rico sobre este plan, incluidos muchos países que habían cantado anteriormente las alabanzas del protocolo de Kioto.
Pero hubo más traiciones: la UE, que había señalado que gastaría de 19.000 millones de dólares a 35.000 millones de dólares anuales para ayudar a países en vías de desarrollo a adaptarse al cambio climático, acudió a Bangkok con un ofrecimiento muy inferior, más acorde con la cantidad prometida por Estados Unidos…, lo mismo que nada.
Antonio Hill, asesor de Oxfam, resumió las negociaciones: “Cuando sonó el pistoletazo de salida, pudimos observar que se iba hacia una limitación de normas reguladoras de la que se valían los países ricos para debilitar sus compromisos en el ámbito internacional”.
No es la primera vez que un celebrado retorno a la mesa de negociaciones resulta en una anulación de acuerdos, en medio de textos de leyes y convenciones internacionales tirados por los suelos.
Estados Unidos hizo un papel similar en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Racismo, reunida en Ginebra el pasado mes de abril. Tras realizar todo tipo de supresiones y tachaduras en el texto que se negociaba – no se hizo, así, referencia alguna a Israel o a los palestinos, a indemnizaciones por situaciones de esclavitud, etcétera-,la Administración Obama decidió boicotearlo en cualquier caso, señalando el hecho de que el nuevo texto “reafirmaba” el documento adoptado en Durban (Sudáfrica) en el año 2001.
Fue una excusa pobre e inconsistente, no exenta de lógica ya que Estados Unidos nunca había firmado el documento original. Sin embargo, lo carente de lógica fue la ola de retiradas similares por parte de países ricos. En el plazo de 48 horas tras el anuncio estadounidense, Italia, Australia, Alemania, Holanda, Nueva Zelanda y Polonia se retiraron. Pero, a diferencia de Estados Unidos, estos gobiernos habían firmado todos la declaración del 2001, de modo que no podían apoyarse en un determinado argumento para rechazar un documento que lo reafirmaba. Pero no importaba.
Por lo que se refiere a las negociaciones sobre el cambio climático, hacer frente común con Obama – con su impecable reputación-era una manera cómoda de eludir las gravosas obligaciones y compromisos del caso aparentando a la vez ser progresista; un servicio, por cierto, que Estados Unidos nunca pudo rendir durante el mandato de Bush.
De modo similar, Estados Unidos ha ejercido una influencia nociva en calidad de nuevo país miembro del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Su primera prueba fue el valeroso informe del juez Richard Goldstone sobre el ataque israelí contra Gaza, que concluyó que se habían cometido crímenes de guerra tanto por parte de las fuerzas armadas de Israel como por parte de Hamas.
En lugar de demostrar su compromiso con el derecho internacional, Estados Unidos hizo uso de su influencia para desprestigiar el informe tachándolo de “muy defectuoso” y emplear mano dura con la Autoridad Palestina a fin de que retirara una resolución de apoyo (es posible que la ANP, que se enfrentó a una furiosa reacción en casa por ceder a la presión de Estados Unidos, presente una nueva versión).
Y luego tenemos, cómo no, las cumbres del G-20, los compromisos multilaterales de Obama de más alto rango. Cuando se celebró la de Londres en abril, pareció por un momento que podría surgir algún intento internacional coordinado de refrenar a los especuladores financieros transnacionales y evasores de impuestos.
Sarkozy prometió incluso que abandonaría la cumbre si esta no alcanzaba compromisos serios en materia de regulación. Pero la Administración Obama no tenía interés en un auténtico multilateralismo y abogó en cambio por que los distintos países presentaran sus respectivos planes (o no)… confiando en que salieran las cosas según sus puntos de vista, de un modo similar al caso de su temeraria postura sobre el cambio climático. Sarkozy, no hace falta decirlo, no se levantó en ninguna dirección salvo para estar presente en la sesión de fotos junto a Obama.
Naturalmente, Obama ha adoptado algunas iniciativas en el panorama internacional, como al no tomar partido por el gobierno golpista de Honduras y al apoyar la nueva Agencia de las Naciones Unidas sobre las Mujeres.
Sea como fuere, ha emergido un claro patrón: en áreas donde otros países ricos vacilaban entre una acción basada en unos principios y la negligencia, las intervenciones de Estados Unidos los han inclinado hacia la negligencia. Si esta es una nueva era de multilateralismo, no vale la pena.

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