2 nov 2009

Muerte, recuerdos y sentido

Muerte, recuerdos y sentido/Juan Luis de León Azcárate, profesor de la Facultad de Teología, Universidad de Deusto
Publicado en EL CORREO DIGITAL, 02/10/09;
Hace casi veinte años en una pequeña aldea hondureña llamada El Pino, dedicada al cultivo de la piña, acompañé a un sacerdote claretiano a visitar a una mujer muy enferma por cuya vida se temía. Pancha (ése era su nombre) era de confesión evangélica y si bien nosotros estábamos allí colaborando con la ‘Santa Misión’ católica, sus parientes nos pidieron visitarla porque ella, paradójicamente, quería confesarse. Era de noche, pero el calor y la humedad propios del lugar no dejaron de sentirse. Casi en procesión sus vecinos nos acompañaron hasta su humilde casa, una pequeña choza de madera. El motivo del estado de postración de Pancha, quien sufría del corazón, no era otro que el haberse cruzado recientemente con el asesino de su hijo, muerto en un asalto a machetazos, a quien un juez había dejado libre de cargos. Muertes de este tipo no son extrañas por aquellos parajes. El impacto emocional fue tan fuerte que la mujer se desvaneció y no parecía recuperarse. Llevaba así varios días. La visitamos. Postrada y delirante, apenas notó nuestra presencia. El sacerdote le habló cariñosamente y pudo finalmente impartirle el sacramento de la reconciliación. Yo apenas fui un testigo. Luego nos fuimos igualmente en cuasi procesión.
La muerte, nos guste o no, es una realidad inexorable para todo ser humano, el único ser realmente consciente de ella. Decía Pascal que «el hombre es más grande que el Universo que lo mata, porque sabe que muere». Pero este saber que morimos se torna problemático para el hombre de todas las generaciones, más si cabe para la mayoría de nuestros contemporáneos para quienes es mejor no hablar de la muerte. Problemático porque la muerte (casi) nunca es algo deseado ni controlado, porque se lleva a nuestros seres queridos y porque su proceso, por natural que sea, se teme como doloroso e ignominioso. La muerte pone fin a la vida, a nuestros proyectos e ilusiones. Sin embargo, la muerte es necesaria. Además de absurdo, sería insostenible un mundo donde los seres vivos no fallecieran. Pero, por natural y razonable que sea, no deja de ser algo cuando menos inquietante para el ser humano.
Pero, por más que pretendamos obviarla, los medios de comunicación constantemente nos recuerdan que está ahí, siempre próxima, y no porque esos medios muestren una inusitada preocupación tanatológica, sino porque su misma realidad se impone. Esquelas, noticias trágicas de accidentes o de desgracias naturales, información sobre víctimas de atentados terroristas, de guerras o de hambrunas ocupan todos los días portadas y grandes titulares… Lo que nos recuerda que también se muere de manera ‘antinatural’. Y ésta es la muerte más trágica e injusta. Fundamentalmente si es causada a manos de otros seres humanos o como consecuencia de estructuras humanas injustas.
Millones de seres humanos ven amenazadas sus vidas como consecuencia de la guerra, el terrorismo y la injusticia social. La mayoría de ellos acaban pereciendo sacrificados a los intereses económicos, políticos, nacionalistas e incluso religiosos de otros seres humanos. No hace falta viajar muy lejos a zonas de conflicto armado o a países de estructuras económicas y políticas inestables para descubrir esta lamentable realidad. Muy cerca de nosotros, miles de ciudadanos viven amenazados por el terrorismo de ETA. Otros, huyendo de la miseria o de la persecución política de sus respectivos países, buscan refugio en nuestras costas muchas veces fracasando en el intento. Y no quisiera olvidar a esos miles de indefensos seres genéticamente humanos y potencialmente personas que, siendo mucho más que ‘algo’ o que un ’ser vivo’ indefinible, son muertos violenta y legalmente en el útero materno en aras de un falso ‘derecho a decidir lo que quiera con mi cuerpo y con mi vida’ (cuando realmente se trata de otra vida y de otro cuerpo) que es en lo que se ha convertido la última reforma de la ‘ley de interrupción voluntaria del embarazo’ (nunca entenderé que una ley de estas características se considere de ‘izquierdas’).
Siendo todas estas situaciones (y otras que el lector pueda recordar y no se recogen aquí) muy dispares entre sí, tienen en común que atentan gravemente contra la vida humana, y cuando tantas vidas humanas, a nivel local y mundial, se pierden violentamente de esta forma, el ser humano se pregunta por su sentido. ¿La muerte, la injusticia, los asesinos, las estructuras opresoras tienen la última palabra? ¿La vida de tantas víctimas de la Historia ha sido un sinsentido, un fracaso?
Aparentemente, y dado que son vidas ya irrecuperables, la respuesta a estas preguntas sólo puede ser afirmativa. Pero los cristianos, que estos días recordamos de manera especial a nuestros muertos, creemos que no es así, que la muerte y la injusticia no tienen la última palabra. Creemos en un Dios de Vida y dador de sentido, que está más próximo a las víctimas que a los victimarios que nunca se arrepienten; un Dios que también se hizo víctima porque compartió los valores y el estilo de vida de muchas víctimas comprometidas en la construcción de un mundo mejor para todos. Creemos en un Dios que defiende la vida de todos y toda la vida (no únicamente un sistema de plazos). Y por todo ello creemos que Dios acoge a todos los muertos, de manera particular a aquellos que han sido víctimas de la injusticia y opresión de otros hombres.
Pero esta creencia cristiana en ningún momento puede interpretarse como una forma de escapismo que infravalora la vida terrena en favor de una vida eterna mejor. Una concepción así del cristianismo coincidiría con la descripción que hace Max Horkheimer de la religión en mal sentido, aquella que se sustenta en «la vana mentira de que el mal, el sufrimiento, el horror tienen un sentido, bien gracias al futuro terreno, bien al futuro celestial». Por el contrario, confiar en un Dios de Vida implica comprometerse, con fe y sentido, en la defensa de todas las vidas humanas, especialmente aquellas más débiles y amenazadas.
Doña Pancha no falleció en aquella ocasión. El sacerdote la visitó otro día y nos enteramos de que la mujer estaba algo mejor y que iban a llevarla al hospital para su recuperación. Ha pasado mucho tiempo de aquello. Mi relación con aquel sacerdote, Txomin, prácticamente terminó a la par que nuestra misión hondureña. Hace pocos años me dijeron que había fallecido de un cáncer. Era un hombre relativamente joven y fuerte, además de, eso percibí, buen sacerdote. Estoy seguro de que él goza ahora de esa vida eterna en la que creemos los cristianos… y en la que doña Pancha se reencontrará con su hijo asesinado. Sirvan estas líneas de modesto recuerdo, aunque tardío, de Txomin y de aquello que, breve e intenso a la vez, compartimos en tierras hondureñas.

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