2 nov 2009

Anglicanos

El pescador de hombres pesca en la derecha/ Hans Küng, catedrático emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga (Alemania) y presidente de Global Ethic.
Traducción de Jesús Alborés
Publicado en EL PAÍS, 30/10/09):
Es una tragedia: después de que el papa Benedicto XVI haya ofendido a musulmanes, protestantes y católicos reformistas, ahora le toca el turno a la Comunión Anglicana. Ésta comprende 77 millones de fieles y es, después de la Iglesia romana católica y la ortodoxa, la tercera confesión cristiana en número. ¿Qué ha ocurrido? Una vez conseguida la reincorporación a la Iglesia católica de la Fraternidad de San Pío X, hostil a la reforma, Benedicto quiere ahora rellenar las despobladas filas católicas con los simpatizantes anglicanos de la Iglesia romana. Y como para ello es preciso que se les facilite el tránsito a la Iglesia católica, los sacerdotes y obispos mantendrán su estatus, también en lo que respecta al matrimonio. El mensaje es: ¡Tradicionalistas de todas las iglesias, uníos… bajo la cúpula de San Pedro! Mirad: el pescador de hombres pesca en la extrema derecha.
Pero allí las aguas son turbias.
Esta acción de Roma supone un dramático cambio de rumbo: una desviación de la acreditada estrategia ecuménica de un diálogo entre iguales y un auténtico entendimiento. Por el contrario, se produce ahora un acercamiento a la captación de sacerdotes a los que incluso se exime de la obligación medieval del celibato sólo para posibilitarles un retorno a Roma bajo el primado del Papa.
Evidentemente, el actual arzobispo de Canterbury, el bienintencionado Rowan Williams, no ha estado a la altura de la taimada diplomacia vaticana. Parece que en su intercambio de zalamerías con el Vaticano no se ha dado cuenta de cuáles son las consecuencias de la expedición de pesca papal en aguas anglicanas. De otro modo no hubiera suscrito con el arzobispo católico de Westminster un comunicado en el que se resta importancia al asunto. ¿No se percatan los atrapados en la red de arrastre romana de que en la Iglesia católica y romana no serán más que sacerdotes de segunda, en cuyas misas no podrán participar los católicos?
Además, este comunicado apela desvergonzadamente a los documentos verdaderamente ecuménicos de la Comisión Internacional Anglicana-Romano Católica (ARCIC), redactados en trabajosas negociaciones desarrolladas a lo largo de años entre el Secretariado para la Unidad de los Cristianos y la Conferencia Lambeth anglicana: documentos sobre la eucaristía (1971), sobre el ministerio y la ordenación (1973) o sobre la autoridad en la Iglesia (1976/81). Quienes los conocen saben que estos tres documentos, suscritos en su momento por ambas partes, no se orientan a la captación, sino a la reconciliación.
Estos documentos de auténtica reconciliación ofrecen el fundamento para un reconocimiento de las consagraciones sacerdotales anglicanas, cuya validez revocó el papa León XIII en 1896 con argumentos menos convincentes. Sin embargo, de la validez de las consagraciones anglicanas se deduce también la validez de las celebraciones eucarísticas anglicanas. Esto habría hecho posible una hospitalidad eucarística recíproca, cabría decir una intercomunión, y un paulatino acercamiento entre católicos y anglicanos. Sin embargo, la Congregación para la Fe vaticana se encargó de que estos documentos de reconciliación desaparecieran a la mayor brevedad posible en los sótanos del Vaticano: lo que se llama darles “carpetazo”.
“Demasiada teología a lo Küng”, se dijo entonces desde el Vaticano, en un despacho confidencial de la agencia de prensa católica KNA. De hecho, yo había dedicado la edición inglesa de mi libro La iglesia al entonces arzobispo de Canterbury, Michael Ramsey, con fecha del 11 de octubre de 1967, quinto aniversario del inicio del Concilio Vaticano II: con la “humilde esperanza de que en las páginas de este libro se siente una base teológica para un acercamiento entre las Iglesias de Roma y Canterbury”.
Aquí se encuentra también la solución a la enojosa cuestión del primado del Papa, que separa desde hace siglos a estas dos iglesias, pero también a Roma y a las iglesias orientales, y a Roma y las iglesias reformadas.
Una “recuperación de la comunidad eclesiástica entre la Iglesia católica y la Iglesia anglicana sería posible”, escribía, cuando “por un lado, se conceda a la Iglesia de Inglaterra la garantía de poder conservar plenamente su actual orden eclesiástico autóctono y autónomo bajo el primado de Canterbury”, y “por otro lado, la Iglesia de Inglaterra reconozca un primado pastoral del ministerio de Pedro como instancia suprema para la mediación y el arbitraje entre las iglesias”. “Así, el imperio romano”, según mi esperanza de entonces, “se convertiría en una Commonwealth católica”.
Sin embargo, el papa Benedicto quiere restaurar a toda costa el imperio romano. No hace concesión alguna a la comunión anglicana, sino que, antes bien, quiere mantener para la eternidad el centralista sistema medieval romano… incluso aunque esto imposibilite una unificación de las iglesias cristianas en cuestiones fundamentales. Es evidente que el primado del Papa -que, como reconocía Pablo VI, era la “gran roca” que obstruye el camino hacia la unidad de las iglesias- no actúa como una “roca de unidad”. Revive la antigua exhortación a un “retorno a Roma”, ahora mediante la transferencia de fieles, en particular de sacerdotes y, si es posible, de forma masiva. En Roma se habla de medio millón de anglicanos, entre ellos de 20 a 30 obispos. ¿Y los restantes 76 millones?
Una estrategia cuyo fracaso se ha demostrado en los siglos pasados y que, en el mejor de los casos, conduciría a la fundación de una miniiglesia anglicana “unificada” con Roma bajo la forma de una diócesis personal (no territorial).
¿Cuáles son hoy las consecuencias de esta estrategia?
1. Un mayor debilitamiento de la Iglesia anglicana: en el Vaticano, los antiecuménicos se congratulan por la llegada de conservadores; en la Iglesia anglicana son los liberales quienes se alegran de la salida de los agitadores catolizantes. Para la Iglesia anglicana, esta división significa una mayor corrosión. En este momento ya sufre las consecuencias de la elección -innecesariamente impuesta- como obispo en EE UU de un párroco homosexual declarado; elección que se hizo arrostrando la división de la propia diócesis y de la comunidad anglicana entera. Esta división se reforzó por las discrepancias entre los propios dirigentes de la Iglesia respecto a las parejas homosexuales: algunos anglicanos aceptarían que sus uniones se registraran civilmente con amplias consecuencias jurídicas (en lo tocante a la herencia, por ejemplo) y con una eventual bendición eclesiástica, pero no un “matrimonio” (reservado desde hace milenios a la unión de hombre y mujer) con derecho a la adopción y con consecuencias imprevisibles para los niños.
2. Inseguridad generalizada entre los fieles anglicanos: la migración de sacerdotes anglicanos y la reordenación en la Iglesia romana católica que se les ha ofrecido plantea a muchos fieles (y pastores) anglicanos la crucial pregunta: ¿es válida en general la consagración de los sacerdotes anglicanos? ¿Deberían los fieles, con su párroco, pasarse también a la Iglesia católica? ¿Qué ocurre con los edificios eclesiásticos, los salarios de los pastores, etcétera?
3. Irritación del clero y el pueblo católico: el malestar por el continuado rechazo a las reformas también se ha extendido a los miembros más fieles de la Iglesia. Desde el Concilio, muchas conferencias de obispos e innumerables sacerdotes y fieles han reclamado la derogación del veto medieval al matrimonio de los sacerdotes, que ya ha privado de sus párrocos a la mitad de nuestras parroquias. Sin embargo, siempre han tropezado con el tozudo e inflexible rechazo de Ratzinger. ¿Y ahora los párrocos católicos deben tolerar a su lado párrocos conversos casados? Y aquel que quiera casarse… ¿debería quizá hacerse anglicano primero, luego casarse, para después volver a la Iglesia?
Como ya ocurriera en el cisma entre la Iglesia oriental y occidental (siglo XI), en la época de la Reforma (siglo XVI) y en el Concilio Vaticano I (siglo XIX), el ansia de poder de Roma divide a la cristiandad y perjudica a la propia Iglesia. Una tragedia.

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