Elogio de la prensa impresa/ Gustavo Martín Garzo, sus libros de cabecera son: 1. Poemas, Emily Dickinson; 2 Las mil y una noches; 3. Obra completa, Franz Kafka; 4. Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes; 5. Lejos de África, Isak Dinesen; 6. Iluminaciones, Walter Benjamin; 7. Poemas, César Vallejo; 8. Cuentos, Jacob y Wilhelm Grimm; 9. Luz de agosto, William Faulkner y 10. Autobiografía, Elías Canetti.Publicado en EL PAÍS, 14/02/10;
No son buenos tiempos para la prensa impresa. La crisis de la publicidad y el auge de los soportes digitales han restado protagonismo a esos periódicos en papel que solemos leer a la hora del desayuno y cuyas ventas disminuyen cada día.
Luis Mateo Díez escribió un relato sobre uno de sus maestros de infancia. Era un hombre afable y generoso que un día se fue del pueblo sin explicar la razón. Al acudir temprano a la escuela, los niños se encontraron un regalo de despedida. El maestro se había pasado la noche dibujando para ellos, con tizas de colores, el pueblo en que vivían. Y así pudieron ver los campos, las montañas, el río, las casas y la iglesia, es decir, todos los lugares que conocían y amaban, a una luz nueva, la luz que nacía del milagro de la representación.
Los buenos periodistas son como ese maestro. Se pasan la noche encerrados en sus redacciones, para que podamos ver al levantarnos la imagen del lugar en que vivimos. Y así nos ayudan a comprenderlo y a tener una mirada atenta y crítica sobre él. Es decir, transforman nuestro mundo en palabras, lo que es lo mismo que decir en una figura de nuestras cavilaciones.
Los periódicos no han dejado de empeñarse en esta labor desde su fundación. Así, sobre el mundo real, en el que estamos, han ido levantando ese otro mundo verbal que es el territorio de nuestros pensamientos y de nuestra memoria. Detrás de tal esfuerzo hay incontables noches en vela.
Cuesta imaginar cómo sería nuestra vida sin periódicos; cómo habrían sido, por ejemplo, las épocas oscuras de nuestra historia reciente sin su ayuda. Sin la ayuda, sobre todo, de los que supieron mantener su fe en la razón, en la libertad personal y en los valores democráticos. Pues eso deben ser los periódicos: compañeros leales, discretos y sensatos a los que acudir cada mañana no tanto para encontrar justificación a nuestras ideas o alimentar nuestros rencores, sino para relativizar nuestra verdad. Pues un periódico es, por encima de todo, un espacio de racionalidad y entendimiento, un pacio de encuentro con los demás.
El pintor belga Van Velde dijo que la misión de la pintura es dar rostro a lo que no lo tiene. Es lo que hacen los niños cuando dibujan. Ponen ojos y boca al sol, a las copas de los árboles y a las casas.
Dar rostro a las cosas es sentir que tienen que ver con nosotros. Los buenos periodistas hacen lo mismo. Nos enseñan a mirar el mundo, pero también a sentirnos mirados por él. Nos bastará así, por ejemplo, con leer uno de sus reportajes sobre esos cayucos que surcan el océano, para ver los rostros de los senegaleses que los ocupan. Y ver esos rostros, y sentir sus miradas, es tener que preguntarnos quiénes son, y por qué se ven obligados a emprender unos viajes en los que muchos llegan a morir. Es preguntarnos por ellos, pero también por lo que podemos hacer nosotros para que algo así no siga sucediendo. Pues un periódico es antes que nada un espacio moral, un espacio de responsabilidad y compromiso. Y, para lograrlo, el periodista se sirve del más delicado de los instrumentos, las palabras; que no deja de ser curioso que el que acaba de ver un partido de fútbol necesite, a la mañana siguiente, acudir al periódico para ver lo que se dice de él, como si no hubiera estado allí o como si dudara de lo que ha visto. Una duda muy saludable que le lleva a contrastar su opinión con la de sus vecinos, aceptando que no hay verdad absoluta sino verdades parciales, y que es de ese diálogo entre todas ellas de donde habrá de salir una verdad nueva capaz de acogernos a todos.
Y puede que sea esa la más maravillosa función que los buenos periódicos han cumplido hasta hoy, la de ser un lugar de entendimiento y de diálogo. Un lugar donde los ciudadanos iban a encontrarse como en un inmenso café, y en el que podían expresar sus opiniones y escuchar las opiniones ajenas. Un lugar igualitario en el que los poderosos aparecían al lado de los mendigos, los jueces al lado de los ladrones, los niños de los adultos, los empresarios de los obreros, y los banqueros de las gentes del circo, y en el que aprendían que la historia del más humilde de los hombres es la historia de todos. Un lugar en que el periódico de hoy sucedía al de ayer, y era sustituido enseguida por el de mañana, advirtiéndonos del paso veloz del tiempo y del frágil discurrir de la vida. Pero en el que también los periódicos viejos se resistían a morir y pasaban, una vez leídos, a cumplir con naturalidad funciones más humildes. Y así sus páginas se utilizaban para que manzanas y uvas maduraran, para que los zapatos no perdieran su forma, para encender las calefacciones, limpiar sartenes y cristales, hacer patrones de vestidos y, de forma especial, para ponerlas sobre los suelos recién fregados de cocinas y pasillos.
Era un mundo lleno de palabras y letras, lo que no dejaba de ser curioso en un país como el nuestro donde nadie o casi nadie leía. Esas letras estaban sobre los objetos cotidianos como una siembra benigna y su compañía nos hacía más discretos y reflexivos, pues así somos los hombres: no nos basta con vivir sino que necesitamos hacer de nuestra vida una historia que merezca la pena contar. Y un periódico es el relato polifónico de un pueblo entero, y un pueblo que se atreve a hablar de lo que le pasa está a salvo de la intolerancia y la locura.
Miguel Delibes dijo que la misión del escritor era la convocatoria de la palabra, y es eso justamente lo que hacen los periódicos, convocar cada mañana las palabras que necesitamos para seguir adelante. Un cuento judío cuenta la historia de un muchacho que acude al baño con su maestro. Hace tanto frío que del techo penden carámbanos. El maestro se ensimisma en sus oraciones y el muchacho, muerto de frío, le interrumpe para decirle que la lámpara acaba de apagarse. “Tonto”, le contesta el anciano, “toma un carámbano del techo y enciéndelo. Aquel que le habló al aceite e hizo brotar la llama le hablará también al carámbano y arderá”.
Eso nos dicen los periódicos: que debemos hablar a las cosas y las criaturas del mundo. Hablar a las víctimas de los desastres y las injusticias, hablar con los científicos y los mercaderes, con los niños, los ancianos y los artistas. Hablar con las fuentes, los ríos y los animales. Y así hacer brotar esas llamas que nos consuelen de nuestras penalidades, nos acompañen y nos ayuden a vivir.
Jorge Luis Borges escribió un poema para agradecer los dones que había recibido en su paso por este mundo. Daba las gracias por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises; por el último día de Sócrates; por aquel sueño del Islam que abarcó mil y una noches; por las rayas del tigre; por el lenguaje, que puede simular la sabiduría; por el amor, que nos deja ver a los otros como los ve la divinidad. Me atrevo a decir que ninguno de nosotros se olvidaría de incluir en esa lista el periódico que sigue llegando puntualmente a sus manos cada mañana.
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