Dos
mil años de intrigas
Santos
y villanos. Poder terrenal y espiritual. La historia del papado es también la
de luchas sin cuartel o dogmas como la infalibilidad. La “viña devastada por
jabalíes” afronta un nuevo capítulo.
JUAN
G. BEDOYA
El
País, 12 MAR 2013;
En
la monumental basílica de San Pedro, el centro neurálgico de las ceremonias, se
celebran las beatificaciones, como esta de 2005. / STEFANO DAL POZZOLO
Entre
los muchos papas infames de la historia no es el peor Esteban VI, pero sí el
más espantoso. Poco después de su ascensión al pontificado, en la primavera de
896, ordenó desenterrar el cadáver de su predecesor, el papa Formoso, que
llevaba nueve meses bajo tierra; se ocupó de que lo ataviasen con las más
vistosas vestiduras imperiales; habilitó un pequeño trono para resaltar la
vistosidad del momento e inmediatamente reunió en torno un concilio de prelados
para someter a juicio al cadavérico Formoso. El acontecimiento se cuenta en
diferentes historias de la Iglesia romana como el “Concilio cadavérico” o el
“Sínodo del cadáver”.
¿Qué ofensa
había infligido Formoso a su fiero sucesor? Nada menos que aceptar ser papa
cuando fue elegido para ello, pese a inconvenientes formales. Esteban VI se
creía perjudicado, además, porque Formoso lo había nombrado obispo de una
diócesis alejada de Roma, lo que le excluía de la siguiente elección según las
normas de entonces. Cuando, pese a todo, fue elegido papa, Esteban VI buscó la
manera de acallar las críticas y su posible inhabilitación. Para ello debía
anular los nombramientos de su predecesor. El juicio a Formoso (al cadáver de
Formoso) podía presentarse, por tanto, como una cuestión de procedimiento. Pero
el odio histérico del sucesor despejó dudas cuando los presentes fueron
informados sobre la ceremonia a la que iban a asistir. Un diácono de confianza
del papa Esteban debía situarse junto al cadáver en descomposición como su
representante legal, para responder a las acusaciones. Y cuando Formoso fue
declarado culpable se amputaron a su cadáver los tres dedos de la mano derecha
utilizados para firmar y regalar bendiciones. El resto del cuerpo, desnudado
con esmero sobre el trono ante los asistentes –solo se le dejó el cilicio que
tenía pegado al cuerpo–, fue arrojado al río Tíber.
Esteban VI
acabó de muy mala manera, después de que un incendio (ocasionado por un rayo
“de orden del Divino”) destruyó aquel mismo año la basílica de Letrán. Fue una
señal que enardeció a los sacerdotes ordenados por Formoso para rebelarse. El
papa acabó encarcelado y estrangulado. Uno de sus sucesores, Teodoro II, de
brevísimo pontificado –veinte días–, alcanzó a rehabilitar a Formoso, recuperando
su cuerpo del Tíber y oficiando nuevo y solemne entierro. Formoso tiene tumba
en la basílica de San Pedro.
“¿Cuántas divisiones tiene ese papa?”,
preguntó Stalin en las negociaciones tras la Segunda Guerra Mundial
Este
episodio ha sido considerado uno de los puntos más bajos del papado. Ha habido
otros peores, aunque menos extravagantes. Eso sí, el “Concilio cadavérico”
causó estupor en Roma. Lo demuestra el hecho de que apenas existen datos sobre
los papas de aquel tiempo, salvo una mera relación. Sí se sabe que antes de
llegar Formoso al pontificado se habían producido altercados y crímenes en
varias elecciones. Es el caso de Marino I, que sucedió a Juan VIII en 882 con
la misma tacha que manchó a Formoso, es decir, que no debía aceptar el cargo
porque ya era obispo de otra ciudad. Esa prohibición de “traslado de sedes”
causó muertos sin cuento, entre otros la de un nomenclator (funcionario) papal
llamado Gregorio en la basílica de San Pedro, donde (sic) “quedó una mancha de
la sangre en el suelo porque lo sacaron de allí a rastras”.
Del
sucesor de Marino I tampoco hay buenas noticias. Se llamaba Adriano III, estuvo
un año escaso en el cargo y apenas tuvo tiempo para reinar porque no paró de
defenderse de facciones y de ajustar cuentas cuando podía. Así, mandó cegar a
un funcionario público hostil y azotó desnuda por las calles de Roma a la viuda
del ya citado Gregorio, sin que los historiadores alcancen los motivos (o
porque sí).
La
‘papolatría’ al uso dice que el pontífice romano es Vicario de Cristo, Sucesor
de Pedro, Siervo de los siervos de Dios, Santo Padre y Sumo Pontífice, todo en
mayúscula. También es, a efectos de política internacional, Jefe de Estado de
una llamada Santa Sede. Además recibe tratamiento de Su Santidad. El inquisidor
Roberto Belarmino (1542-1621), el primer cardenal jesuita y verdugo de Giordano
Bruno y de Galileo, en su famoso catecismo, en vigor hasta principios del siglo
pasado, contestaba a la pregunta “¿quién es cristiano?” de este modo tan curial
y actual: “Es cristiano el que obedece al papa”. Un Dios, un Cristo, un obispo,
y este, además, investido por el dogma de la infalibilidad y apoyado por
incontables medios materiales.
El
papado ha perdido poder terrenal, pero el Vaticano tiene rango de Estado. El
poderío arranca de la decisión del emperador Constantino de convertir el
cristianismo en religión oficial del Imperio Romano.
Jesús,
el fundador cristiano, entró en Jerusalén a lomos de un borrico. Los papas
viajan coronados con la tiara pontificia y se visten como los emperadores
romanos, para impresionar. “No fue con un cheque del banco del César con lo que
Jesús envió a sus apóstoles a anunciar el reino de Dios”, clamó en el siglo XIX
el teólogo francés Robert de Lamennais, tan citado. Así fue como nació y se
consolidó, con poder y riquezas, el llamado “Imperio católico”.
Pese
a intrigas internas sin cuento, muchas veces resueltas criminalmente, no ha
habido un solo aspecto de la vida en que la Iglesia no se creyese con derecho a
dar su dictamen e imponerlo. Monarcas autocráticos, los papas practicaron
durante siglos la doctrina de Gregorio VII en el texto Dictatus Papae, de 1075:
solo el romano pontífice puede usar insignias imperiales, “únicamente del papa
besan los pies todos los príncipes”, solo a él le compete deponer emperadores,
sus sentencias no deben ser reformadas por nadie mientras él puede reformar las
de todos. El último de esos emperadores (o así se creía) fue Pío XII, soberano
entre 1939 y 1958. Obsesionado con el protocolo, los funcionarios debían
arrodillarse cuando el papa empezaba a hablar, dirigirse hacia él arrodillados
y salir de la habitación caminando hacia atrás. Pese a tanto boato, el papado
llevaba medio siglo sin poder temporal, al menos teórico. Stalin, el dictador
soviético, lo dejó claro cuando Churchill, en la Conferencia de Yalta en 1945,
le informó de la posible participación del papa en las conversaciones de paz,
que el premier británico apoyaba. “¿Cuántas divisiones tiene ese papa?”, zanjó
Stalin.
Ni
tanto, ni tan poco. Ciertamente, la Iglesia romana es hoy una “viña devastada
por jabalíes” (escándalos económicos, abusos sexuales a menores, intrigas
internas, espionaje entre prelados; “un papa rodeado de lobos”, en fin), como
ha reconocido el ya emérito Benedicto XVI. Tampoco tiene ya poder terrenal,
aunque sí enormes bienes e incontables ayudas económicas por parte de muchos
Estados que, sin embargo, se dicen aconfesionales. Fue desde una perspectiva de
poder absoluto, que aún persiste, como la confesión católica construyó su
imperio desde la conocida como “donación de Constantino”, el emperador que
convirtió el cristianismo en la religión oficial del Imperio Romano. No
tardaron mucho los hasta entonces perseguidos en convertirse en tenaces
perseguidores. Calculó Voltaire en 1765 que el cristianismo había causado hasta
entonces doce millones de muertos en guerras de religión, cruzadas contra
infieles, caza de herejes y de brujas y los autos de fe de la terrible
Inquisición.
Suele
ponderarse el número de papas proclamados santos. Son muy pocos (apenas el 31%
de los fichados como tales papas: 265 pontífices, más o menos). La inmensa mayoría de esos santos (54)
pertenece a la prehistoria de esa confesión y murió durante alguna de las
persecuciones que los cristianos sufrieron en los primeros siglos. Son, por
tanto, papas mártires. Más tarde, la santidad oficial de Sus Santidades brilló
por su ausencia durante siglos. Por volver al tiempo del famoso Formoso, en los
dos siglos que van entre Nicolás I (papa en 858-867) y León IX (1049-1054) solo
hay un papa santo, el ya citado, de armas tomar, Adriano III. El primer milenio
acaba con otros 22 santos, entre los que destaca san Gregorio I Magno
(590-604).
El
segundo milenio ofrece resultados desastrosos para el buen nombre de Sus
Santidades, sobre todo en el llamado siglo de la oscuridad. Hubo papas casados,
papas con hijos de varias mujeres, papas que abusaban de las doncellas de
palacio; papas criminales, pontífices de presidio… En medio de tantos
escándalos, lo que se espera del papa de turno “es que al menos crea en Dios”,
dijo el rey francés Luis XV tras uno de sus enfrentamientos con Roma. Un
ejemplo es Juan XII. Papa en el siglo X a los 18 años, de civil Octaviano, era
un muchacho con pasiones ardientes y brutales. Había sido educado para mandar
civilmente. Desviado hacia lo espiritual, cambió de nombre, pero no de
conducta. No fue el primer papa que introdujo la costumbre de cambiar de
nombre, pero el escándalo que su paso por la silla de Pedro había causado
convirtió en norma esa originalidad, hasta nuestros días.
Ha habido
también papas de enorme talla, como León I el Magno, que libró a Roma del
asalto final de Atila,
al que convenció para que se retirase por donde había llegado. O Gregorio
Magno, el que más hizo por consolidar el poder temporal del pontificado, al que
accedió después de haber sido gobernador civil de Roma. Entre los más cercanos
sobresalen en extravagancia Gregorio XVI y Pío IX, que gestionaron de mala
manera la pérdida de los Estados Pontificios arremetiendo contra la modernidad
y contra todo lo que se moviera hacia delante. Gregorio condenó, por ejemplo,
el ferrocarril. Pío IX es el papa del dogma de la infalibilidad.
Causó
Pío IX estupor en media Europa cuando en 1858 mandó secuestrar a un niño judío
de tres años porque había sido bautizado por una criada católica con la
disculpa de que estaba en peligro de muerte. El niño se llamaba Edgardo Mortara
y vivía en Bolonia con sus padres. El rapto lo maquinó el Santo Oficio
vaticano, que lo llevó a Roma, donde fue educado en la religión católica y
ordenado sacerdote más tarde por Pío IX. Pese a la escandalera y las presiones
de varios mandatarios, el papa no lo soltó nunca. Acabó de fraile en el
monasterio de Oñati (Gipuzkoa). Unamuno lo conoció una tarde que pedía dinero
para su convento en el balneario de Zestoa. “El padre Mortara era un verdadero
políglota y en llegando a mi país se propuso hablar vascuence, y llegó a
conseguirlo. Yo le oí un sermón predicado en vascuence, en Gernika, y os digo
que se sufría oyendo a aquel hombre intrépido”, escribió el autor de La agonía
del cristianismo.
El
rapto del niño Mortara fue solo un episodio de la ferocidad antiliberal de Pío
IX, que contó con el respaldo casi exclusivo de la infantería francesa aportada
por Napoleón III a cambio de grandes favores papales. “Un prostíbulo bendecido
por obispos; una coalición entre la sala de guardia y la sacristía”, diría más
tarde Charles Forbes, conde de Montalembert. No ha habido gobernante
reaccionario en Europa que no haya contado con el apoyo del pontificado romano,
siempre en combate contra el liberalismo, el modernismo o, más genéricamente,
en contra de la imparable, en media Europa, separación Iglesia-Estado.
En todo el
segundo milenio fueron elevados a los altares cinco papas, con Celestino V a la
cabeza. Se
trata del papa que, antes que Benedicto XVI, renunció al pontificado cinco
meses después de ser elegido, en 1294. Era monje y vivía solo en una cueva del
monte Morrone (Italia), con fama de santo y sanador. Fue aclamado papa después
de un cónclave que se prolongaba ya dos años. Llegó a lomos de un burro al
templo en el que iba a ser coronado. Cuando abdicó, escandalizado, quiso volver
a su vieja ermita, pero el sucesor, Bonifacio VIII, mandó matarlo. Así lo creyó
Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, que ordenó capturar en Roma al papa
reinante para procesarlo. Bonifacio VIII murió poco después, probablemente
asesinado. De él se ha dicho que “entró [en el pontificado] como un lobo,
gobernó como un león y acabó como un perro”.
El último papa
santo es Pío X (1903-1914), único hasta la fecha del siglo XX. Antes que él
hay que remontarse a san Pío V (1566-1572). Ahora avanzan los trámites para
elevar a lo más alto de los altares al antijudío Pío IX (1846-1878); a Juan
XXIII (1958-1963), el papa que convocó el Concilio Vaticano II –a los dos hizo
beatos Juan Pablo II–, y a este mismo, a quien beatificó su íntimo amigo y
sucesor Benedicto XVI.
**
¿EL FIN DEL
PAPADO?/JUAN ARIAS
La
renuncia del papa Benedicto XVI, por motivos aún oscuros, lleva a pensar que no
estamos ante una crisis más de las que ha padecido la Iglesia en su historia,
sino ante algo inédito: una encrucijada que induce a pensar en un final del
papado si no se reforma.
A
la vista de las crónicas sobre lo que ha llevado al intelectual Ratzinger a
abandonar, podría dar la impresión de que se trata de un relato de los
pontificados de la Edad Media, con su trenzado de intrigas, traiciones, pecados
y demonios. Ha faltado solo el asesinato del papa, aunque se llegó incluso a
hablar de este peligro.
Pero
estamos en el siglo XXI. En este tiempo de cambios radicales, con todas las
instituciones y los valores en discusión, la Iglesia no puede continuar anclada
en la Edad Media. Hay quien asegura que, o cambia de rumbo ahora, o corre el
peligro de perder su identidad y su fuerza espiritual universal. No caben ya
las reformas del pasado, cambios para seguir igual. Y menos aún se puede
enderezar ya la Iglesia con una simple reforma de la curia romana, como parecen
pretender algunos cardenales. Cada vez que este gobierno central de la
institución se ha reformado ha acabado reafirmándose en su poder. Esa cosmética
no sirve para una crisis que ha llevado a un papa a renunciar a su amplio poder
espiritual y mundano.
Para
la elección del nuevo papa, la Iglesia católica abrió un debate con tres
posibles modelos: un gestor con puño de hierro, buen conocedor de los
laberintos de la curia y sus luchas internas de poder; un papa pastor, que
continúe la labor interrumpida por Juan Pablo II y deje a la curia ejercer su
poder castrador de la modernidad; o bien un papa profeta, capaz de inaugurar
una nueva era en el papado. Los dos primeros perfiles no parecen servir para
esa transformación casi cósmica que necesita la Iglesia. Solo una apertura a la
profecía capaz de reencontrar la Iglesia de los orígenes, aún no contaminada
por el poder mundano, podría salvarla del naufragio.
Hoy
el papa más moderno, más progresista, sería el que tuviera el coraje de
desempolvar la verdadera tradición de la Iglesia. Lo más revolucionario, lo más
actual, lo nuevo, se halla en esa tradición ofuscada por las capas de las que
se ha revestido hasta llegar a ser irreconocible por los cristianos cuya fe se
funda en las enseñanzas de amor universal, de libertad de conciencia, de no
apego al poder mundano y de sencillez evangélica.
Una
vuelta a la tradición no solo podría acabar con los males que aquejan a la
Iglesia, sino infundirle una savia nueva. De entrada, significaría despojar al
papa de su privilegio de ser también jefe de Estado, un regalo envenenado
concedido por Mussolini a Pío XI a cambio de su apoyo al fascismo. El papa
volvería a ser solo líder espiritual y no se vería obligado a estrechar la mano
o a impartir la comunión a los dictadores de turno; no necesitaría de los
servicios secretos –los mejores del mundo según me confió un día el jefe de los
secretos militares de Italia–. Dejaría de ser Pontifex Maximus, que era el
título de los emperadores romanos. Volvería a ser el primus inter pares sin el
don de la infalibilidad, como lo eran los antiguos patriarcas.
Lo
más revolucionario hoy para la Iglesia sería esa vuelta al pasado, a sus
esencias anteriores a su reconocimiento como religión imperial por parte de
Constantino. A partir de ahí empezó la metamorfosis del papado hasta
convertirse en emperador de la Iglesia universal, con poderes nuevos que los
manipulados concilios le irían otorgando.
Si
el papado volviera a la tradición, no existiría, por ejemplo, el celibato
obligatorio del clero y las mujeres podrían ejercer el ministerio sacerdotal,
como ocurrió en los primeros tiempos –llegaron a obispas–. Además, sería hoy
fiel a la máxima “dad a Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar”
y solo intervendría en las cosas mundanas para defender la dignidad humana.
Dejaría a la ciencia trabajar en libertad para buscar nuevas fronteras en la
investigación, dejaría a los cristianos mayor libertad de conciencia en el
ejercicio de su sexualidad, sobre la que el Concilio Vaticano II –tan olvidado–
llegó a decir que no solo estaba destinada a la procreación, sino que era un
“nuevo lenguaje” entre las personas que se expresan también a través de su
cuerpo.
Si
la Iglesia volviera a sus orígenes, también encontraría mejor el camino
extraviado del ecumenismo, del diálogo con todas las otras creencias
religiosas. Hoy está paralizado por un motivo muy sencillo: la Iglesia y los
papas siguen aferrados al dogma de la infalibilidad, que les impide en teoría
equivocarse en materia de fe y costumbres. Y es imposible dialogar entre
falibles e infalibles. Sin ese dogma impuesto con enjuagues, la vuelta a la
tradición sería revolucionaria, ya que devolvería a la Iglesia su función de
ser una voz más en el gran concierto de la fe universal y no la única.
Juan
XXIII, el papa profeta de la era moderna de la Iglesia, fue el más
desacralizador. Le decía a su secretario particular, Loris Capovilla, que de no
haber sido tan mayor hubiese puesto a la Iglesia “de cabeza para abajo”,
haciendo que volviera a la tradición. Lo hizo en parte con el Concilio Vaticano
II. Él se reía de sus antecesores que se consideraban “vicarios de Jesucristo”.
“Yo me siento un puro secretario”, replicaba.
Juan
XXIII sucedió al hierático príncipe Eugenio Pacelli, Pío XII, quien antes de
morir impartió títulos nobiliarios a toda su familia. El papa del concilio, de
origen campesino, recibió ofensas cuando lo convocó. El cardenal
ultraconservador Giuseppe Siri, opuesto a la cita, tramó la forma de deponerle
“por motivos mentales”.
Juan
Pablo I, el que ejerció solo 30 días y cuya muerte prematura sigue siendo un
misterio, quizá pagó con su vida el gesto profético de dejar el Vaticano e irse
a vivir a un barrio obrero de Roma, llevarse con él a los cardenales, reformar
la curia y dejar los palacios en manos de una organización internacional. Cuando
la tarde antes de morir propuso a los purpurados de la curia aquella “locura
evangélica”, los gritos de la discusión se escuchaban desde fuera, me contó la
monja que cada mañana despertaba al papa llevándole un café. “Aquella noche
casi no cenó, ni vio el telediario como de costumbre. Visiblemente cansado, se
retiró a su habitación”, añadió la religiosa que lo encontró muerto con apuntes
de la acalorada discusión desparramados en la cama. No murió “leyendo el
Kempis”, como afirmó el secretario del papa, quien después reconoció la
mentira.
Ser
profeta en el Vaticano, atentar de alguna forma con volver a la tradición
evangélica, intentar despojar al obispo de Roma de sus poderes temporales,
parece hasta ahora una labor imposible. No sé si Joseph Ratzinger lo intentó o
no. Quizá intuyó que un gesto profético podría costarle también a él la vida. Y
se fue. La gran paradoja es que su renuncia quizá haya constituido uno de los
gestos más proféticos de los últimos papas, capaz de obligar a la Iglesia a
revisarse de los pies a la cabeza.
Para
llevar a cabo esa revolución de la Iglesia, necesitaría en primer lugar que el
nuevo papa convocara con urgencia un nuevo concilio ecuménico, esta vez con
representación real y no solo simbólica de toda la comunidad cristiana universal
y de todas las confesiones religiosas.
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