- El compromiso de los intelectuales/Javier Redondo, profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid
Publicado
en EL
MUNDO, 04/01/11):
La
reciente concesión del Nobel a Vargas Llosa ha reactivado el debate sobre el
papel de los intelectuales en el espacio público. Reúne todos los ingredientes
para centrar la discusión: Llosa es un
escritor de prestigio, no es de izquierda, ha incursionado en la política
activa y sobre todo su obra, también la de contenido político, se analiza al
margen de su filiación política. Es decir, su yo escritor no tiene, al
menos formalmente y para el lector medio, implicaciones ideológicas. A pesar de ello es un escritor profundamente
comprometido. Dicho esto, quizá sea el momento de continuar con el asunto
desde otros prismas: plantearnos una reflexión general sobre la función de los
intelectuales en la sociedad, la distancia y el desencuentro entre el
intelectual y el político y la relación de mutua necesidad entre los
intelectuales y los medios.
El intelectual
es una persona de reflexión y el político, de acción, o mejor dicho, de
decisión.
Hubo un tiempo en el que los pensadores hacían política: «desde Voltaire a
Víctor Hugo», recuerda Malraux, que bien pudo nombrar a Guizot; de la
«república de los profesores» a Maurras, por mencionar las dos orillas del Sena
-la del Frente Popular y la de Acción Francesa- que coqueteaban con el
antiparlamentarismo en la Francia de los años 30; de Mazzini a Gramsci; de
aquella experiencia efímera de intelectuales -pronto desencantados- al servicio
de la República -Ortega, Marañón y Pérez de Ayala- a Sánchez Albornoz e incluso
a Tierno. No incluyo a Azaña, su prestigio intelectual pasa por su relevancia
política; y su relevancia política está magnificada y, a la inversa, supeditada
al prestigio intelectual y a la visión tardía de Estado que alcanzó tras
escribir La velada de Benicarló.
Al
margen de estas disquisiciones, nadie pone en duda, por ejemplo, que Churchill era un hombre de acción, un
político; pero ganó el Nobel de Literatura. Hoy los intelectuales no hacen
política. La política va demasiado rápido. El juicio sobre los hechos y la
consiguiente reflexión alcanzan igualmente velocidades de vértigo. El
intelectual no se siente cómodo con tal ritmo, se descoloca. Aun así, lo peor
no es que los intelectuales se alejen de la política, sino que haya bajado
tanto el nivel intelectual de los políticos. Pues cuanto menor es su formación
cultural mayores son su sectarismo, su estrechez de miras y su polarización.
Pero,
en fin, ¿cuál es la función social de
los intelectuales? ¿Dónde los encontramos? ¿Cuál debe ser el tamaño de su
dimensión y presencia mediática? Una cosa parece clara: el intelectual lo es también en la medida en que el producto de su
pensamiento ejerce algún tipo de influencia sobre las ideas, los valores y
los comportamientos sociales. Los medios imponen el fast-thinking. El intelectual se aparta de los medios para
elaborar un producto no contaminado por los juicios apresurados, para dotarse
de perspectiva y trascender. Sin embargo, cuanta más distancia adquiere,
mayor es la probabilidad de que su producto nazca caducado. O sea, si el
intelectual no se adapta a los tiempos impuestos por los medios se aísla y su
repercusión es limitada.
Ramiro
Pinilla ha escrito análisis lúcidos y sesudos sobre el ambiente social en el
País Vasco, pero su escasa relevancia mediática lo sitúa como intelectual
marginal en el presente, aunque su obra sobreviva a su tiempo y reciba con
posterioridad la credencial de intelectual. En otro plano más próximo a la
prensa se encuentra Fernando Aramburu, cuyo Los peces de la amargura constituye
una radiografía magistral sobre la vida en Euskadi. El intelectual pegado a la
actualidad se maneja con soltura en los medios. No en vano, pese a quien pese,
el periodismo proporciona notables intelectuales. En todo caso, no hemos de
confundir la figura del intelectual que se prodiga en prensa con el intelectual
mediático -noción más condescendiente que la de intelectual espectáculo-,
representado fielmente por Henri Lévy: el impacto social no es el resultado de
su pensamiento, sino que se transforma en la finalidad.
Sea
como fuere, en la sociedad actual pocos buscan en un libro de hace 30 o 300
años respuestas a lo que pasa hoy. Deberíamos entrenarnos. Las librerías se
llenan de títulos ad hoc. Y se escribe Filosofía para no iniciados. Mandan los
tiempos. La frontera entre cultura de masas y de élites cada día es más difusa
(la que separa a las audiencias del público, también). Se impone la primera.
Por si fuera poco, los textos académicos de destinan a consumo interno, se
conciben como formularios y muchos de sus hallazgos son irrelevantes.
Pero
volvamos al comienzo: ¿qué es un intelectual? Un ser culto, heterodoxo, liberal
-en el sentido original del término-, sensible, valiente y poco acomodaticio.
Alguien que cultiva algún arte (casi exclusivamente la Literatura, aunque no
todo escritor es un intelectual) o ciencia (Filosofía, Historia, Teoría
Política o Sociología; Popper era físico y Canetti estudió Química) pero que
dedica todo o parte de su tiempo y de su trabajo a reflexionar y mostrar una
visión estructurada y compleja de la sociedad y la política. Exceptuamos de
entre las artes a las escénicas, que no suelen dar pensadores de relumbrón,
salvando, entre otros pocos, la inconmensurable figura de Fernando Fernán
Gómez.
Un
intelectual tiende a no dar por resueltos los problemas tras su concurso sino a
aportar visiones multidimensionales y realistas sobre los mismos. Esto es
importante, porque un intelectual debe estar con los pies en la tierra y no
pasarse el día en bata y zapatillas (las miserias de los más excelsos
intelectuales ya han sido desveladas por Paul Johnson). Un intelectual analiza
lo que describe y describe lo que ve, no lo que cree. Está especialmente dotado
para ordenar y expresar ideas coherentes, de alcance prospectivo y
retrospectivo. El intelectual es independiente y no es dogmático ni
reducionista. La obra del intelectual no obedece a rencores o es capaz de
sobreponerse a ellos.
Y,
sobre todo, el intelectual tiene principios y valores, no ideología. Esto es lo
que diferencia al intelectual del llamado intelectual orgánico, que pone su
cabeza al servicio del partido. Por tanto, el compromiso del intelectual ha de
ser para con esos principios y valores y las causas que los representan. De
modo que no discrimina las causas en función de si se ajustan o no a sus
prejuicios ideológicos. Un intelectual no se pone etiquetas, asume valores.
Ya
hemos dado con la tecla. Necesariamente el intelectual ha de ser comprometido,
no puede ser de otra manera. Lo malo es que el término ya existe y sobrevive
con grandes dosis de perversión. Su origen se remonta al affaire Dreyfus, en
ese tránsito de siglo la noción de intelectual pasó de contemplarse como adjetivo
a emplearse como sustantivo. Y gracias a escritores y periodistas, el Estado de
la razón se impuso a la razón de Estado. Apenas dos décadas más tarde el
estalinismo se apropió del concepto, lo monopolizó y contaminó. Stalin extendió
sus redes por toda Europa. La propaganda comunista identificó al intelectual
comprometido con aquel que luchaba contra el fascismo y nazismo, pero la
realidad era menos lírica. En este contexto, el intelectual comprometido es el
que obedece, por ciega devoción, impostura o simplemente por fama o dinero los
dictados del estalinismo. Los secuaces de Stalin se instalaron en Francia,
desde donde organizan la estructura del arte y el pensamiento proletario a
través de la Unión Internacional de Escritores Revolucionarios y sus órganos de
difusión. Al reclutamiento se dedicaban, entre otros, Ilya Ehrenburg y Willy
Münzenberg. Casi ninguno se apartó de la ortodoxia ni siquiera tras las purgas
de los años 30. Era más seguro creer que disentir. Había que elegir entre
publicar o, en el mejor de los casos, el ostracismo.
Julian
Benda y Aron denunciaron la impostura en La traición de los intelectuales y El
opio de los intelectuales. Los intelectuales habían abjurado del compromiso con
la libertad y estaban ideologizados. Hasta Gide sintió pánico al volver de la
URSS, donde le habían tratado como a un marqués: «Los desmesurados beneficios
que se me ofrecen allí me dan miedo». Y eso que, como escribe Lottman, casi
todo lo que se publicó en Francia en aquellos años es prescindible. Todo esto
no quiere decir que el marxismo no diera pensadores de envergadura: en España,
Tuñón de Lara; fuera de aquí, el incombustible Hobsbawm; y hoy, el
estadounidense John Elster.
Y
qué decir del intelectual disidente. ¿Acaso no era comprometido? Ahora sabemos
que sí: que Vasili Grossman, Solzhenitsyn, Bulgákov, Zamiatin, Vesko Branev o
Koestler -a quien Tony Judt califica como el intelectual ejemplar del siglo XX-
estaban comprometidos con la denuncia y la libertad, algunos de ellos fueron
primero comunistas y luego héroes. Los intelectuales antihéroes, los que
abrazaron la causa del totalitarismo de ambos signos los llama Lilla, sin
exculparlos, Pensadores temerarios.
Hoy
estamos en otro registro. Parecen haber desaparecido las grandes causas aunque
no las nobles: la libertad frente a la opresión aunque sea encubierta. Afloran
de otro modo las obediencias debidas. El intelectual debe apartarse de los
lugares comunes, combatir la tiranía y la necedad de lo políticamente correcto
y no practicar la falsa equidistancia. Ha de ser profundamente crítico y en
cierta medida provocador, sin convertir la provocación en un fin en sí mismo.
Un poco irreverente y gamberro para agitar conciencias y promover debates, pero
su compromiso le obliga a hacer gala de responsabilidad social. En suma, todo
se reduce a honestidad, ecuanimidad y desafío.
Y
ahora, al final de estas palabras, descubro que he escrito todo esto sólo como
elogio de la libertad ligada a la responsabilidad. Y también por haber
encontrado los valores enunciados en la obra de uno de nuestros intelectuales
más ilustres, que ha alcanzado con La noche de los tiempos la cima de la
creación y ha proporcionado una visión independiente, responsable, coherente,
compleja, equilibrada y libre de prejuicios de uno de los periodos más
controvertidos de la Historia de España. En resumen, que la satisfacción por el
flamante Nobel a Llosa sólo podría ser superada por la concesión futura a Muñoz
Molina, intelectual comprometido con la Historia, la memoria y la libertad de
pensamiento.
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