Presidencia
“putinizada”/DENISE DRESSER
Revista
Proceso
No. 1897, 10 de marzo de 2013
Por
todas partes se escucha ya. El aplauso a la autoridad, la exaltación del poder
presidencial, el apoyo a la mano firme. Ante los doce años de mala
gobernabilidad, los mexicanos se aprestan a convocar a quien pueda combatirla.
Ante los doce años de descomposición, surgen los reclamos a favor de la
restauración. Ante la incompetencia de los panistas que no sabían qué hacer,
aumenta el respaldo a los priistas que dicen sí saber cómo. Y así, poco a poco,
México se encamina a una cuestionable “presidencia putinizada;” a una regresión
mental al lugar donde se exalta a los hombres fuertes –al estilo de Vladimir
Putin– y a los estados centralizados que controlan. Al lugar donde México
estaba antes de la transición democrática y no debe volver jamás. A la
tentación de regresar al país donde el presidente ejercía el poder sin
contrapesos.
Y
esa tentación surge ante los cadáveres de los poderes fácticos desatados, los
líderes sindicales empoderados, los narcotraficantes que acorralan al Estado y
evidencian su fragilidad. Esa nostalgia por el presidencialismo potente emerge
como resultado de las expectativas frustradas que trajeron consigo el gobierno de
Vicente Fox y Felipe Calderón. Cuando el PRI perdió la presidencia en el 2000,
muchos mexicanos pensaron que cambiar al país era posible. Que trascender lo
peor del priismo era necesario. Que el fin del viejo régimen traería consigo
una nueva era de prosperidad. Pero ante las penurias personales del
expresidente y las deficiencias del andamiaje que su sucesor –Felipe Calderón–
heredó, México parecía atrapado. El país no lograba deshacerse del pasado pero
tampoco construía el futuro. La presidencia imperial había muerto, pero la
presidencia democrática no la remplazaba aún. El corporativismo se encontraba
debilitado, pero una nueva forma de representación social no emergía todavía.
El Estado ya no reprimía de manera abierta, pero tampoco gobernaba de forma eficaz.
Y
allí están los resultados de la democracia que no alcanzó a serlo durante dos
sexenios panistas. Una sociedad desencantada, una economía oligopolizada, un
presidente acorralado, un gobierno sin autoridad, un entorno donde la violencia
se había vuelto una realidad cotidiana para miles de mexicanos. Un país
cabizbajo y desconcertado donde nadie sabía a quién apelar, a quién mirar, a
dónde voltear, en qué gobierno confiar. Donde los policías y los ladrones no
formaban parte de bandos opuestos. Donde Elba Esther Gordillo podía ostentar su
riqueza sin el menor pudor. Donde todo poder fáctico podía hacer lo que quería
sin el menor rubor. Donde –frente a este panorama– han surgido cada vez más
ciudadanos dispuestos a resucitar a la presidencia imperial si obtienen el
encarcelamiento de La Maestra a cambio. Donde ya en cada conversación de café
se aplaude los pantalones que trae puestos Peña Nieto, aunque ello entrañe
regresar al presidencialismo centralizado y discrecional que el PRI concibió.
En
pocas palabras, parecería que en lugar de cuestionar las acciones
presidencialistas que el PRI propició, el pueblo de México las exige. A pocos
parecen preocuparles los contrapesos democráticos, cuando de “ser eficaz” y
aprobar reformas empujadas desde Los Pinos se trata. México se revela a sí
mismo en esta coyuntura como un país increíblemente conservador, donde el
cambio en los mapas mentales tarda en venir.
Ante
la ausencia de la cohesión social y nacional, demasiados mexicanos exigen un
gobierno de mano firme y centralizadora, en el cual el presidente es nuevamente
líder de su partido. Ante la inexistencia de lazos cívicos y ciudadanos,
demasiados mexicanos demandan que el Estado los proteja de sí mismos. Ante la
falta de confianza en las instituciones, demasiados mexicanos claman el regreso
de un poder capaz de suplir sus deficiencias. Piden el regreso de un hombre que
pise fuerte, que viole las reglas de ser necesario.
Y
los partidos, que deberían ser el vehículo de cuestionamiento y contrapeso, son
todo lo contrario. Actores como el PRD que deberían proponer alternativas
viables de política pública no logran articularlas. Actores como el PAN se
muestran demasiado timoratos como para entender la labor que les corresponde y
continúan pelándose entre sí. Todos acaban arrollados por la mancuera PRI-Peña
Nieto ante la cual no saben cómo reaccionar, cómo pelear, cómo ser un
contrapeso eficaz y no sólo una comparsa claudicante. Gustavo Madero pacta,
Marcelo Ebrard calla, AMLO se vuelve irrelevante, los oligarcas se disciplinan,
las televisoras juran obediencia, los sindicatos se alinean, las hijas de Elba
Esther temen, todo México se doblega.
Hoy
ya hay quienes celebran el surgimiento del Putin mexicano. Hoy aumentan los
reclamos para que Peña Nieto gobierne de manera fuerte y dura como él lo
continúa haciendo en Rusia. Y todo esto ocurre porque los mexicanos se sienten
alejados tanto del Estado como de la sociedad. Su lealtad no es a los procesos
democráticos sino a la familia y a los amigos. Más del cincuenta por ciento de
la población se declara insatisfecha con la transición, desencantada con los
partidos, ambivalente hacia el IFE, sospechosa del sistema judicial. Los
mexicanos confían más en el Ejército que en las personas que han llevado al
poder. Sienten que el gobierno ha sido privatizado por clanes, que los partidos
políticos no sirven, que la ciudadanía no tiene manera de influenciar al
gobierno o lograr que haga las cosas mejor. De allí que busquen una solución
encarnada por quien ofrece seguridad, estabilidad, control.
Como
lo hace el viejo PRI que presumiblemente cambia de cara, pero sigue liderado
por personajes como Manlio Fabio Beltrones y Emilio Gamboa. Ofreciendo el PRI
con la cara reformista de Enrique Peña Nieto y la mano de hierro de quien fuera
secretario particular de Fernando Gutiérrez Barrios. Ofreciendo a los
concesionarios el mantenimiento de sus concesiones si le son leales al
presidente, a las televisoras el acceso a nuevos negocios en telecomunicaciones
si le son leales al presidente a los empresarios el restablecimiento del orden
si le son leales al presidente, a los sindicatos la preservación de sus
“derechos adquiridos” si le son leales al presidente, a los mexicanos el valor
de la presidencia imperial aunque haya sido antidemocrática.
Eso
es lo que se percibe en el horizonte político que alcanza a vislumbrarse. La
alianza renovada del PRI y el presidente, apoyada por una población que empieza
a perder el ímpetu democrático. La restauración de la mano firme pero
hiperpresidencial que estranguló a México durante 71 años. La resurrección de
una presidencia “putinizada” que no debería despertar la admiración, sino las
preguntas incómodas que ya pocos se atreverán a hacer.
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