- La muerte del caudillo/MARIO VARGAS LLOSA;
Publicado en el madrileño El País, 10 MAR 2013;
El
comandante Hugo Chávez Frías pertenecía a la robusta tradición de los
caudillos, que, aunque más presente en América Latina que en otras partes, no
deja de asomar por doquier, aun en democracias avanzadas, como Francia. Ella
revela ese miedo a la libertad que es una herencia del mundo primitivo,
anterior a la democracia y al individuo, cuando el hombre era masa todavía y
prefería que un semidiós, al que cedía su capacidad de iniciativa y su libre
albedrío, tomara todas las decisiones importantes sobre su vida. Cruce de
superhombre y bufón, el caudillo hace y deshace a su antojo, inspirado por Dios
o por una ideología en la que casi siempre se confunden el socialismo y el
fascismo —dos formas de estatismo y colectivismo— y se comunica directamente
con su pueblo, a través de la demagogia, la retórica y espectáculos
multitudinarios y pasionales de entraña mágico-religiosa.
Su
popularidad suele ser enorme, irracional, pero también efímera, y el balance de
su gestión infaliblemente catastrófica. No hay que dejarse impresionar
demasiado por las muchedumbres llorosas que velan los restos de Hugo Chávez;
son las mismas que se estremecían de dolor y desamparo por la muerte de Perón,
de Franco, de Stalin, de Trujillo, y las que mañana acompañarán al sepulcro a
Fidel Castro. Los caudillos no dejan herederos y lo que ocurrirá a partir de
ahora en Venezuela es totalmente incierto. Nadie, entre la gente de su entorno,
y desde luego en ningún caso Nicolás Maduro, el discreto apparatchik al que
designó su sucesor, está en condiciones de aglutinar y mantener unida a esa
coalición de facciones, individuos e intereses encontrados que representan el
chavismo, ni de mantener el entusiasmo y la fe que el difunto comandante
despertaba con su torrencial energía entre las masas de Venezuela.
Pero
una cosa sí es segura: ese híbrido ideológico que Hugo Chávez maquinó, llamado
la revolución bolivariana o el socialismo del siglo XXI comenzó ya a
descomponerse y desaparecerá más pronto o más tarde, derrotado por la realidad
concreta, la de una Venezuela, el país potencialmente más rico del mundo, al
que las políticas del caudillo dejan empobrecido, fracturado y enconado, con la
inflación, la criminalidad y la corrupción más altas del continente, un déficit
fiscal que araña el 18% del PIB y las instituciones —las empresas públicas, la
justicia, la prensa, el poder electoral, las fuerzas armadas— semidestruidas
por el autoritarismo, la intimidación y la obsecuencia.
El
híbrido del socialismo del siglo XXI ya comenzó a descomponerse y terminará por
desaparecer
La
muerte de Chávez, además, pone un signo de interrogación sobre esa política de
intervencionismo en el resto del continente latinoamericano al que, en un sueño
megalómano característico de los caudillos, el comandante difunto se proponía
volver socialista y bolivariano a golpes de chequera. ¿Seguirá ese fantástico
dispendio de los petrodólares venezolanos que han hecho sobrevivir a Cuba con
los cien mil barriles diarios que Chávez poco menos que regalaba a su mentor e
ídolo Fidel Castro? ¿Y los subsidios y/o compras de deuda a 19 países,
incluidos sus vasallos ideológicos como el boliviano Evo Morales, el
nicaragüense Daniel Ortega, a las FARC colombianas y a los innumerables
partidos, grupos y grupúsculos que a lo largo y ancho de América Latina pugnan
por imponer la revolución marxista? El pueblo venezolano parecía aceptar este
fantástico despilfarro contagiado por el optimismo de su caudillo; pero dudo
que ni el más fanático de los chavistas crea ahora que Nicolás Maduro pueda
llegar a ser el próximo Simón Bolívar. Ese sueño y sus subproductos, como la
Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), que integran
Bolivia, Cuba, Ecuador, Dominica, Nicaragua, San Vicente y las Granadinas y
Antigua y Barbuda, bajo la dirección de Venezuela, son ya cadáveres insepultos.
En
los catorce años que Chávez gobernó Venezuela, el barril de petróleo multiplicó
unas siete veces su valor, lo que hizo de ese país, potencialmente, uno de los
más prósperos del globo. Sin embargo, la reducción de la pobreza en ese período
ha sido menor en él que, digamos, las de Chile y Perú en el mismo periodo. En
tanto que la expropiación y nacionalización de más de un millar de empresas
privadas, entre ellas de tres millones y medio de hectáreas de haciendas
agrícolas y ganaderas, no desapareció a los odiados ricos sino creó, mediante
el privilegio y los tráficos, una verdadera legión de nuevos ricos
improductivos que, en vez de hacer progresar al país, han contribuido a
hundirlo en el mercantilismo, el rentismo y todas las demás formas degradadas
del capitalismo de Estado.
Chávez
no estatizó toda la economía, a la manera de Cuba, y nunca acabó de cerrar
todos los espacios para la disidencia y la crítica, aunque su política
represiva contra la prensa independiente y los opositores los redujo a su
mínima expresión. Su prontuario en lo que respecta a los atropellos contra los
derechos humanos es enorme, como lo ha recordado con motivo de su fallecimiento
una organización tan objetiva y respetable como Human Rights Watch. Es verdad
que celebró varias consultas electorales y que, por lo menos algunas de ellas,
como la última, las ganó limpiamente, si la limpieza de una consulta se mide
sólo por el respeto a los votos emitidos, y no se tiene en cuenta el contexto
político y social en que aquella se celebra, y en la que la desproporción de
medios con que el gobierno y la oposición cuentan es tal que ésta corre de
entrada con una desventaja descomunal.
Pero,
en última instancia, que haya en Venezuela una oposición al chavismo que en la
elección del año pasado casi obtuvo los seis millones y medio de votos es algo
que se debe, más que a la tolerancia de Chávez, a la gallardía y la convicción
de tantos venezolanos, que nunca se dejaron intimidar por la coerción y las
presiones del régimen, y que, en estos catorce años, mantuvieron viva la
lucidez y la vocación democrática, sin dejarse arrollar por la pasión gregaria
y la abdicación del espíritu crítico que fomenta el caudillismo.
Ni
el más fanático de los chavistas cree ahora que Maduro pueda ser el nuevo Simón
Bolívar
No
sin tropiezos, esa oposición, en la que se hallan representadas todas las
variantes ideológicas de la derecha a la izquierda democrática de Venezuela,
está unida. Y tiene ahora una oportunidad extraordinaria para convencer al
pueblo venezolano de que la verdadera salida para los enormes problemas que
enfrenta no es perseverar en el error populista y revolucionario que encarnaba
Chávez, sino en la opción democrática, es decir, en el único sistema que ha
sido capaz de conciliar la libertad, la legalidad y el progreso, creando
oportunidades para todos en un régimen de coexistencia y de paz.
Ni
Chávez ni caudillo alguno son posibles sin un clima de escepticismo y de disgusto
con la democracia como el que llegó a vivir Venezuela cuando, el 4 de febrero
de 1992, el comandante Chávez intentó el golpe de Estado contra el gobierno de
Carlos Andrés Pérez, golpe que fue derrotado por un Ejército constitucionalista
y que envió a Chávez a la cárcel de donde, dos años después, en un gesto
irresponsable que costaría carísimo a su pueblo, el presidente Rafael Caldera
lo sacó amnistiándolo. Esa democracia imperfecta, derrochadora y bastante
corrompida había frustrado profundamente a los venezolanos, que, por eso,
abrieron su corazón a los cantos de sirena del militar golpista, algo que ha
ocurrido, por desgracia, muchas veces en América Latina.
Cuando
el impacto emocional de su muerte se atenúe, la gran tarea de la alianza
opositora que preside Henrique Capriles está en persuadir a ese pueblo de que
la democracia futura de Venezuela se habrá sacudido de esas taras que la
hundieron, y habrá aprovechado la lección para depurarse de los tráficos
mercantilistas, el rentismo, los privilegios y los derroches que la debilitaron
y volvieron tan impopular. Y que la democracia del futuro acabará con los
abusos del poder, restableciendo la legalidad, restaurando la independencia del
Poder Judicial que el chavismo aniquiló, acabando con esa burocracia política
elefantiásica que ha llevado a la ruina a las empresas públicas, creando un
clima estimulante para la creación de la riqueza en el que los empresarios y
las empresas puedan trabajar y los inversores invertir, de modo que regresen a
Venezuela los capitales que huyeron y la libertad vuelva a ser el santo y seña
de la vida política, social y cultural del país del que hace dos siglos
salieron tantos miles de hombres a derramar su sangre por la independencia de
América Latina.
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